El fracaso de la moción de censura para echar a Sílvia Orriols de la alcaldía de Ripoll ha coincidido con el anuncio de que el Parlament perseguirá y castigará los discursos de odio. Casualidad o no, el hecho es que ambos movimientos ponen el foco de la atención política en Aliança Catalana, el partido que el resto de fuerzas políticas consideran de extrema derecha. El objetivo, dicen, es acabar con las mentiras, los datos falsos, las medias verdades y las expresiones que pueden incitar al desprecio hacia algunos colectivos por su religión, condición sexual o procedencia, es decir los inmigrantes, que es el auténtico quid de la cuestión.
La intención es llevar a cabo una reforma del reglamento que permita, por un lado, determinar cuáles son las conductas de los diputados que exceden los límites y pueden ser tipificadas de delitos de odio y, por otro, darle fuerza jurídica para poderlas perseguir, bien mediante fuertes sanciones económicas o bien llevándolas directamente a los tribunales. Los órganos del Parlament hace tiempo que trabajan en el asunto y a tal efecto han consultado juristas expertos, han mirado cómo lo hacen en otros parlamentos y han recopilado jurisprudencia. Y con todos los elementos encima de la mesa, la clave será establecer dónde está la frontera entre la libertad de expresión y los discursos de odio. Llegados a este punto, sin embargo, es cuando empiezan a surgir toda una serie de interrogantes que no tienen una respuesta fácil.
¿Quién fijará el límite entre una, la libertad de expresión, y otros, los discursos de odio? ¿Los partidos llamados tradicionales, los que durante cuarenta y cinco años se han repartido el poder en las instituciones catalanas, los del establishment autonómico, serán los que resolverán cuándo hay mentiras y medias verdades, ellos que se han pasado todo este tiempo engañando a la gente y escondiéndola entera, la verdad? ¿Ellos que durante años y años han invocado la inmunidad parlamentaria en defensa de su libertad de expresión y han puesto el grito en el cielo cuando se la han hurtado serán los que impedirán que otros diputados puedan disfrutarla? ¿Con qué cara se atreverán a dar lecciones los que han mentido y traicionado a todo un pueblo que había confiado en las promesas que le habían realizado sus dirigentes políticos y que, después de entregar el país al enemigo, quieren seguir cortando el bacalao como si nada hubiera sucedido?
¿Los que durante cuarenta y cinco años se han repartido el poder en las instituciones catalanas, los del establishment autonómico, serán los que resolverán cuando hay mentiras y medias verdades, ellos que se han pasado todo este tiempo engañando a la gente y escondiéndola entera, la verdad?
¿Cómo es que el Parlament no se ha decidido a actuar hasta ahora si Vox, que sí es manifiestamente un partido no de extrema derecha, sino de ultraderecha —que no es exactamente lo mismo, porque la segunda, a diferencia de la primera, no descarta la violencia para conseguir sus fines—, y claramente fascista, tiene representación desde 2021? El pretexto de que en la anterior legislatura la iniciativa decayó porque se disolvió la cámara un año antes de lo que tocaba no es ninguna excusa, porque si hubiera existido voluntad política real de hacerlo, los tres años que duró el mandato habrían sido más que suficientes para sacarla adelante. ¿Por qué la impresión que tiene la mayoría de la ciudadanía es que las instituciones catalanas y los partidos catalanes no tratan de la misma manera a Vox y Aliança Catalana y se atreven a hacer con Aliança Catalana lo que no se atreven a hacer con Vox?
Basta con ver la reacción que PSC, ERC, Comuns y la CUP han tenido ante la fallida moción de censura contra Sílvia Orriols en Ripoll, frustrada en el último momento por la dirección nacional de JxCat al constatar que el efecto bumerán de los cordones sanitarios le estaba pasando factura, para entender que de sus decisiones no puede salir nada en claro. Todos se han apresurado a repartir frívolamente carnets de buen y de mal demócrata a diestra y siniestra y a calificar de fascista, racista, xenófobo y otros epítetos por el estilo a todo aquel que no comulga con sus ruedas de molino. E incluso el propio president de la Generalitat, Salvador Illa, para no quedarse atrás, ha querido erigirse en el baluarte que hace de la imposición de la dictadura de la corrección política, mediante el sectarismo y el clasismo de un pensamiento único que amenaza la libertad de expresión, la nueva ortodoxia wokista. ¿De verdad que todos ellos —incluido JxCat, que fiel a la tradición convergente más genuina juega a una cosa y a la contraria a la vez— son garantía de alguna cosa?
Todos se han apresurado a repartir frívolamente carnets de buen y de mal demócrata a diestro y siniestro y a calificar de fascista, racista, xenófobo y otros epítetos por el estilo a todo aquel que no comulga con sus ruedas de molino
El riesgo de actuaciones de este tipo es la supresión de la voz de una parte cada vez más importante de la población, la voz que disgusta y molesta al establishment político porque precisamente lo pone en cuestión. Ya es triste que haya tenido que ser un dirigente de fuera —el vicepresidente de los Estados Unidos, J.D. Vance, en la Conferencia de Seguridad celebrada recientemente en Múnich— quien haya hecho subir los colores a la cara a una Unión Europea (UE) que vive ensimismada en sí misma al denunciar el “retroceso en el que se encuentra la libertad de expresión” y la democracia en Europa debido a que “muchos países están suprimiendo y cancelando con cordones sanitarios las visiones políticas alternativas”, que crecen sobre todo debido al comportamiento sectario y excluyente de casi todos los gobiernos europeos. Porque es la dimisión de sus responsabilidades durante los últimos años, haciendo sistemáticamente caso omiso del mandato de las urnas, el caldo de cultivo que ha abonado el crecimiento de postulados disidentes, se llamen —que lo sean es otra historia— de extrema derecha o populistas.
Con todos estos ingredientes a la vista para que cada uno saque las conclusiones que considere más oportunas, desde la óptica de Catalunya la pregunta del millón es: ¿Y los discursos de odio contra los catalanes quién los persigue? ¿Quién persigue el odio contra los catalanes que durante años fomentó Cs? ¿Quién persigue la incitación a la violencia contra los catalanes de aquel “a por ellos” atizado por el PP con la complicidad imprescindible del PSOE y del PSC? ¿Quién persigue el odio de Vox contra los catalanes, que si pudiera literalmente los exterminaría? ¿Quién persigue el odio contra los catalanes que contienen los discursos demagógicos, sesgados y falsos de los dirigentes actuales del PP? ¿Quién persigue el odio contra una parte muy significativa de la población catalana, los independentistas, que destilan aún ahora determinados posicionamientos de los dirigentes del PSC? ¿Quién persigue a los medios de comunicación españoles por la rabia y la aversión que desprenden contra los catalanes? ¿Quién persigue la malicia y el resentimiento de cierta parte de la judicatura española contra los catalanes? ¿Quién persigue los discursos de odio contra los catalanes que circulan impunemente por las redes sociales? ¿Quién persigue, en fin, el odio contra los catalanes por el simple hecho de serlo?
¿Verdad que es complicado encontrar respuesta a tantas preguntas incómodas? Pues este, y no otro, es el problema.