Niños de todo el mundo: no hagáis caso a las malas lenguas de algunos adultos, según las cuales los Reyes Magos son una invención de los dioses o, todavía peor, un truco de falsa magia emparentada con una cosa tan espantosa como la paternidad. La existencia de estos tres hombres es una constatación muy seria y está perfectamente manifestada en el universo de los hechos. De bien pequeño, yo mismo esperaba despierto cada noche de Reyes y, poco después de las doce (Sus Majestades visitaban el Eixample antes que ningún otro lugar del mundo, conscientes de la trascendencia matemática y estética de nuestra Cuadrícula), los sorprendía en el salón de casa mientras vertían los regalos en el rincón del sofá. A mí las albricias y aquellos juguetes absurdos que nos llevaban me la sudaban olímpicamente; lo único que yo pedía por sistema a los monarcas, a pesar de conocer su prisa existencial, era unos minutos de sincera conversación.

De primeras se opusieron a ello, aduciendo que tenían que satisfacer las ansias fetichistas de la mitad de niños del mundo; pero en pocos minutos, gracias a mi poder de coacción (que incluía incluso amenazas de deportar al pobre Baltasar; me tenéis que entender, en aquellos momentos Catalunya era una cosa de sangre mucho más pura, como le gustaría a Orriols, y morenos veíamos más bien pocos), conseguía por sistema que los monarcas se quedaran a tomar un café que yo mismo les servía. De hecho, y contrariamente a la mayoría de los niños del colegio, mi interés siempre se focalizó en el rey negro. La primera vez que hablamos, pregunté a Baltasar si era realmente verdadero que, en su país de origen, la piel morena de las mujeres era más fina que la seda y que su capacidad sexual más que olímpica. El monarca me miró como si fuera un loco, recriminándome que los niños no se interesaban por los asuntos carnales.

Visita tras visita, el rey negro me cogió confianza y accedió finalmente a explicarme sus propias aventuras íntimas, unas maratones de placer que solo era capaz de sufragarse un monarca como él (aparte de poder pagarse un harén de señoritas, me certificó que los hombres de su especie tienen un rabo que asusta), una serie de batallitas que Melchor y Gaspar escuchaban con una mezcla indisimulada de admiración y celos. En aquellos tiempos (insisto, todos éramos un poco orriolistas sin saberlo, y la mayoría nos guiábamos por las apariencias físicas más elementales) el rey blanco acostumbraba a ser el preferido de los niños. Con él, dado que carreteaba la mayoría de los regalos por todo el mundo, acostumbrábamos a discutir sobre la fiebre consumista y el futuro del capitalismo.; me enseñó, thank god, que eso de consumir nos iguala a todos, porque sin regalos no sabríamos imaginar nada de nada.

El tiempo ha pasado, y ahora recibo los obsequios del rey rubio con una especial ilusión, ya que la edad te vuelve sentimental y prefieres una caja de música a la narración poética de una orgía

Con Gaspar teníamos una relación más ambivalente, porque no acababa de entender que lo llamaran “el rey rubio” con aquel pelo notoriamente castaño, y siempre me había repugnado su particular olor de boswellia quemada que se le esparcía por toda la barba. Aparte de eso, en casa siempre habíamos desconfiado de los hombres racializados provenientes de Asia, y más todavía si tenían espíritu contable e iban repartiendo especias por el mundo. Quizás por este enfado de las primeras noches, y viendo que no me interesaba mucho su vida, Gaspar me acabó llevando la mayoría de los regalos, unos objetos repulsivos e inservibles que yo desprecié durante años, mucho más interesado en las gestas amatorias de su hermano negro. El tiempo ha pasado, y ahora recibo los obsequios del rey rubio con una especial ilusión, ya que la edad te vuelve sentimental y prefieres una caja de música a la narración poética de una orgía.

Ciertamente, los Reyes todavía me visitan, y yo espero puntualmente la hora acordada para reanudar la conversación allí donde la dejamos (con gran sacrificio, Sus Majestades hacen el favor de dirigirse al sur de la ciudad, un barrio ciertamente espantoso o, si hace falta, a los paraísos del Empordà, con el fin de encontrarme). Yo les agradezco el gesto con un Lagavulin de dieciséis años como dieciséis soles y les pido que se traguen dos tazas a mi salud, ahora que los psiquis me lo prohíben. Disfruto de estas noches de Reyes todavía con más comezón que en tiempo de niño, y agradezco a la providencia que me hiciera monárquico de bien pequeño (y de reyes catalanes, faltaría más). Curiosamente, con los años, los Reyes se han hecho más jóvenes y servidor se ha agarrotado de lo lindo. Baltasar todavía folla como un descosido, Melchor se cabrea porque el edadismo y la multiracialidad le han hecho perder pasta, y el pobre Gaspar continúa contento de encontrarse en medio de todo.

Esta noche pasada la hemos vivido los cuatro, casi en silencio, lamentándonos del desencanto posterior al procés y de la crisis económica que nos espera. “Sois un país más pobre de lo que os pensáis todos”, ha dicho Gaspar medio borracho, antes de despedirse del pueblo y dirigirse hacia el Mediterráneo, en dirección a Italia. Después me he dormido, esperando que el año pase pronto y el próximo quinto de enero vuelvan a verme y podamos celebrar la sexta Champions juntos, ahora que nos comanda un alemán bien serio y puntual. Al levantarme, he comprobado que la parentela continúa viva, inconsciente de los milagros que he presenciado mientras dormían. Con respecto a los regalos, Sus Majestades han tirado de ironía, obsequiándome uno de estos pares de zapatillas deportivas que llevamos un tipo horripilante de cuarentones que todavía vestimos como si fuéramos unos imbéciles de veintipocos añitos. A mí tanto me da, porque yo he visto a los Reyes Magos.