¿Hay alguien capaz de dilapidar en un par de meses la victoria abrumadora de Isabel Díaz Ayuso el 4 de mayo en Madrid? Parece que sí. Se llama Pablo Casado y es presidente estatal del Partido Popular. Lo que parecía una cuerda lanzada al mar, para rescatarlo del naufragio, parece que se está convirtiendo en su propia soga. Varias fuentes parlamentarias no pueden esconder su estupefacción. Este vendría a ser el runrún: "Siendo líder del PP, históricamente has tenido medio camino hecho a La Moncloa. Lo tienes que hacer todo muy mal para no llegar a destino. Y parece que es lo que está haciendo Pablo Casado". Está echado al monte. En la eterna competición para parecer el más radical y contundente de la derecha, siempre a remolque.
La primera escena de este mosaico llegó con los indultos a los presos políticos independentistas. Fue la ocasión de ver un Pablo Casado irreconocible, un líder del PP prácticamente antisistema que cargaba contra todos los poderes, desde los económicos hasta el eclesiástico. Todos estos poderes, que durante décadas han sido los grandes lobbies de Génova, decidieron avalar, más por conveniencia que por convicción, la medida de gracia. Y el dirigente conservador respondió desafiándoles y plantándoles cara, con presiones y discursos encendidos. Sólo faltó pedir la salida de las Naciones Unidas cuando su secretario general António Guterres, desde La Moncloa, también bendició la salida en libertad de los dirigentes del 1-O.
No se ha quedado con los indultos. Esta semana, otra muestra: revisionismo sobre la guerra civil y la dictadura. Ya para cargar justamente contra los indultos banalizó la guerra, asegurando que "fue el enfrentamiento entre los que querían la democracia sin ley y los que querían la ley sin democracia". Ahora, con la nueva ley de memoria democrática —reclamada por entidades memorialistas pero también por la ONU—, Casado ha prometido, como Vox, derogarla. La guinda la puso un exministro de la UCD, que acompañó al líder del PP en un acto el miércoles y aseguró que "lo que pasó en 1936 no fue un golpe de estado" y que "el principal responsable de la Guerra Civil fue el gobierno de la República". El dirigente popular se quedó en silencio, sin rectificarlo ni matizarlo.
En este contexto, incluso Casado se ha hecho perdonar su ataque de sinceridad en las ondas de RAC1, donde el pasado febrero aseguró que no compareció el 1-O porque no compartía la versión de Rajoy y Sáenz de Santamaría. La semana pasada intentó explicarse en el programa de Federico Jiménez Losantos, asegurando que no se tendría que haber llegado a las imágenes de violencia policial ("estas imágenes se tendrían que haber evitado"). Tampoco sirvió para la caverna del a por ellos y este martes Casado ya prometía condecorar a todos los policías que participaron del operativo contra el referéndum.
Por si faltaban elementos de derecha extrema, este fin de semana también ha recuperado la bandera del secesionismo lingüístico desde Baleares. Lo hizo ayer, diciendo a los isleños que "no hablan catalán", sino "mallorquín, menorquín, ibicenco y formenterense". Casado incluso contra el Estatuto balear de 2007, aprobado por el propio PP, que menciona la "lengua catalana" como "propia". De hecho, los populares baleares impulsaron en su momento la normalización lingüística, porque las tácticas del blaverismo no venden.
No es ninguna novedad que Pablo Casado no ha sido capaz de construir un liderazgo propio, a diferencia de Isabel Díaz Ayuso. Por eso no ha sido capaz de cogerle la batuta a los más ultras, a Vox, como sí que ha hecho la presidenta madrileña. El inquilino de Génova está atrapado entre la extrema derecha clásica, que se le escindió del partido, y la nueva derecha española —un remake del aznarismo—, que le hace la oposición desde dentro del mismo partido. Casado está corriendo detrás de Vox, que se le escapa, pero también delante de Ayuso, que le persigue. Sólo las encuestas amigas le sonríen.
En una semana de "lecciones" —como la que recetó la nueva portavoz española al independentismo—, Pablo Casado tuvo una el verano pasado. Mientras su apuesta ultra en el País Vasco naufragó —incluso uniendo fuerzas con Ciudadanos—, el gallego y moderado Alberto Núñez Feijóo no sólo arrasó con una mayoría absolutísima sino que barrió al PSOE. Con un discurso centrado y que puede seducir votantes más allá de la M-30. Pero la lección no fue bien anotada y Génova se dejó llevar por la presión ambiental de la plaza de Colón. Y si hacer una copia del original la primera vez ya acostumbra a salir mal, a la enésima ocasión todavía más. De tantos giros, la peonza ha acabado perdiendo el rumbo y no sabe exactamente dónde acabará aterrizando.
Santiago Abascal se encuentra bien alineado con Marine Le Pen. Es el único que sabe dónde está. Porque la derecha española tradicional parece encontrar-se fuera de las coordenadas europeos. Desde Francia, por la vía de los hechos, el partido de Emmanuel Macron ya ha renegado de Ciudadanos. Prácticamente no quieren ver a Inés Arrimadas, que se hace llamar "liberal" pero se alía con los ultras en lugar de hacerles un cordón sanitario (frente republicano en el otro lado de los Pirineos). Y poco le falta a Pablo Casado para que Angela Merkel le haga ghosting. Como anécdota (o no tan anecdótico), lo que pasó hace muy poco en el Parlamento Europeo. Se votaban sanciones contra el gobierno húngaro por la polémica ley homófoba. El partido de Orban forma parte de la familia popular europea, pero la mayoría de los diputados de este grupo se unieron a socialdemócratas, liberales, verdes e izquierda para abrir un expediente sancionador al país. La mayoría, excepto los eurodiputados españoles del PP, que se abstuvieron.