El Ejido no tiene playa, pero esta ciudad, situada en el suroeste de la provincia almeriense, es una auténtica isla en un mar de plástico. Desde sus afueras, y mirando hasta la infinidad en cualquier dirección, sólo se avista un color cubriendo el descenso hasta el Mediterráneo: el beis. El motivo son las 30.000 hectáreas de invernaderos que rodean este municipio. Y es que, en este pequeño rincón del estado español, ha arraigado desde hace décadas la agricultura intensiva. De estos campos salen muchos de los tomates, pimientos, calabacines, pepinos, sandías y melones que posteriormente acaban en nuestras mesas.
Ahora bien, todo este operativo para cultivar productos de calidad también tiene otra cara de la moneda: las condiciones que muchos trabajadores se ven obligados a aceptar. Este mismo jueves, las temperaturas se alzarán hasta los 36 grados. Al solo radián hay que sumar también la dureza física de un trabajo manual de estas características, unas jornadas laborales a veces excesivas, y unas retribuciones económicas escasas en comparación con el sacrificio realizado. No es sorprendente, pues, que a lo largo de los años los jornaleros españoles hayan decidido dejar atrás el campo almeriense para buscar suerte en otros sectores. Para responder a este éxodo, los empresarios de las tierras se han encomendado a un colectivo que nunca falla: los migrantes.
De los 84.000 habitantes que tiene El Ejido (convirtiéndola en la tercera ciudad más poblada de la provincia, después de la capital y Roquetas de Mar), 25.700 son extranjeros, lo cual se traduce aproximadamente en el 30% del total, o casi uno de cada tres, según marcan las cifras oficiales. Y la ciudad no está sola, porque Almería es, de hecho, la provincia con la proporción más elevada de personas migrantes en toda España. La realidad no contradice los datos. Un recorrido breve a las cinco de la tarde por el apreciado Bulevar de El Ejido, que cruza la ciudad cortándola por|para la mitad, ya evidencia que cerca del centro se ha establecido una importante comunidad extranjera. Sentados en los bancos, deambulando por las calles y entrando o saliendo de casas y de establecimientos, pasan el rato hasta que al día siguiente llegue la hora de volver al campo. Algunos, eso sí, han conseguido evitar el trabajo agrícola, y regentan comercios variados que llenan la avenida.
Una vida complicada en Europa
Udun, nacido en Mali, es uno de estos afortunados. En una calle perpendicular a la avenida principal, ha abierto una pequeña tienda de comestibles, que contiene también algunos productos de su tierra natal. Antes, él también trabajaba en el campo, como muchos de sus compañeros subsaharianos, pero después de años viviendo aquí ha podido cambiar el oficio por uno menos exhaustivo. Ahora bien, al fin y al cabo, todo trabajo es bueno si permite ayudar económicamente a la familia. "Lo mejor es aquello que paga más, pero aquí no hace tanto calor como allí bajo", admite.
Peor lo tiene Lami, del Senegal. Hace cuatro años que llegó a España en una patera proveniente de Marruecos. Después de la travesía, aún tuvo que soportar ser cerrado durante unos días en un centro de internamiento antes de poder buscarse la vida en su nueva casa. Él sí que se gana el pan en las instalaciones agrícolas. "Todo el mundo trabaja en el campo, aquí no hay nada más", explica mientras compra un refresco en la tienda de Udun. Un oficio que aún tiene la suerte de poder combinar con la de vigilante de seguridad en una discoteca de la ciudad. "Me gusta más esto porque paga más. En el campo te pagan entre 35 y 45 euros al día, según el jefe", afirma. Como Udun, Lami también trabaja con su familia en mente, que consta de su pareja y dos hijos a quienes no ha visto desde que abandonó el continente africano.
Los recelos hacen ganar a Vox
Durante toda la tarde, parece que este barrio sea exclusivamente de los migrantes. No se ve prácticamente ninguna cara blanca. "Espérate un rato, que ahora hace mucho calor y la gente está en casa o en la playa", recomienda la trabajadora de un quiosco. Su previsión se cumple, y cuando se avanza hacia la noche y el sol empieza a perder fuerza, la ciudad se anima. El centro de El Ejido pierde su somnolencia y los vecinos se pasean activamente. Es cierto que la población nativa y la extranjera se relacionan más bien poco, manteniéndose cada una en su burbuja de comodidad, pero tampoco se respira ninguna tensión ni enemistado entre los dos grupos.
La lectura de las elecciones deja otra sensación. Y es que El Ejido es la única ciudad de más de 50.000 habitantes en que la extrema derecha de Vox fue la primera fuerza en los últimos comicios autonómicos, en 2018. Precisamente por eso sorprende la poca propaganda electoral que se ve reivindicando a los ultras: tan solo una furgoneta con el sello de Vox que recorre algunas calles céntricas compartiendo mensajes de Santiago Abascal y Macarena Olona por megafonía, y un abanico de papel con la cara de la candidata en el suelo. Quizás es que a los ultras no les hace falta hacer campaña, porque la misma presencia de migrantes ya les hace la publicidad.
Convertir la migración en problema
Las voces expertas señalan que esto es así, pero también van más allá. El profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Pablo de Olavide, Jean-Baptiste Harguindéguy, explica a ElNacional.cat que "para que la inmigración se convierta en un problema, alguien lo tiene que convertir en un problema". Vox ha aprovechado esta situación, a pesar de la hipocresía evidente que existe. "El Ejido vive, en gran medida, de que la inmigración venga a recoger la fruta y la verdura, cosa que cada vez menos españoles quieren hacer. Es una contradicción, porque es atraer una mano de obra muy barata, que no se queja si no tiene derechos laborales, para posteriormente fomentar su rechazo y crear un problema", continúa Harguindéguy.
También se puede hacer otra lectura de los resultados electorales. El profesor de Sociología en la Universidad de Granada, Alejandro Romero, en una conversación con este diario, recuerda que, en 2018, Vox consiguió sus mejores resultados en las zonas acomodadas de la ciudad, "donde la presencia cotidiana de los inmigrantes es mucho menor, y no donde se da una convivencia habitual". Además, Romero reclama poner el foco sobre el modelo económico de la región, que apuesta por la explotación laboral y atrae, consiguientemente, una población extranjera de la cual se aprovecha la ultraderecha para vincularla falazmente con "una percepción de inseguridad ciudadana y de conflictos en el acceso a servicios públicos".
¿El retorno de la violencia?
Por si acaso, ya se encargó Santiago Abascal de ir esta misma semana a El Ejido para poner leña al fuego con un discurso marcadamente racista, como es usual. Y también una referencia a un pasado oscuro de la historia de este municipio. El año 2000, en pleno auge de la migración, un marroquí con problemas psiquiátricos asesinaba a Encarnación López, provocando la chispa que daría lugar a una auténtica barbarie xenófoba: una oleada de personas arrasaba las calles, atacando comercios y espacios relacionados con la población extranjera, como restaurantes y una mezquita, y dejando a una veintena de heridos. Abascal dejó claro de qué lado se ponía, lamentando que los vecinos habían sido "demonizados".
Una retórica del líder de la ultraderecha española que busca animar a sus votantes y conseguir que Vox salga reforzado en las urnas, pero que de rebote pone en peligro la vida de los miles de migrantes que tan solo intentan vivir con dignidad. Lami admite que él es una víctima constante de ataques y abusos racistas. "Cada día oigo un vete a tu país por la calle", dice. Hace veintidós años ya hubo una chispa que incendió El Ejido. Los ultras parecen decididos a repetir la historia.