A pesar de negar las acusaciones, al menos había pedido en varias ocasiones el cumplimiento de la legislación penitenciaria: su traslado cerca de casa, a una prisión en la isla de Córcega. Pero se lo denegaron sistemáticamente, alegando motivos de seguridad. Por eso seguía recluido en Arles, en un centro penitenciario de alta seguridad. Una alta seguridad que, sin embargo, no impidió una brutal agresión de ocho minutos por parte de otro recluso, en este caso yihadista, sin que ninguna cámara aparentemente lo detectara. La paliza acabó con el agredido en coma en un hospital de Marsella. Al cabo de tres semanas, el preso independentista corso Yvan Colonna, condenado por el atentado que mató al prefecto Claude Erignac en 1998, acabó muriendo. Fue el pasado 21 de marzo.

Las calles se incendiaron tan sólo haberse conocido la hospitalización de Colonna. Durante días se celebraron manifestaciones multitudinarias, hasta su funeral, pero también hubo disturbios. La lluvia de cócteles molotov dejaron decenas y decenas de heridos: sólo en una noche en Bastia, la del 13 de marzo, una sesentena.

Le estalló al presidente Emmanuel Macron en la cara, en plena precampaña, después de todo un mandato prometiendo un diálogo que no acababa de llegar, que se postergaba desde el Elíseo. Y le obligó a mover ficha. La de los presos justamente era una de las principales reivindicaciones del nacionalismo corso, que gobierna la isla. El gobierno central ya ha manifestado su voluntad de agilizar el acercamiento de presos a la isla. El Elíseo también ha expresado la intención de negociar más autonomía. "El gobierno ha escuchado las demandas de los representantes de Córcega sobre el futuro institucional, económico, social y cultural", aseguraba el ministro del Interior en un comunicado. Habrá que ver qué pasa con la cooficialidad de la lengua corsa, la tercera pata de los reclamos nacionalistas.

Ha tenido que explotar todo para que París reaccione. La ley trágica de la política francesa desde que cortaron la cabeza a los Reyes: es la violencia la que hace mover las cosas. Y la realidad es que, ante el inmovilismo de Macron durante cinco años, el corsismo no ha hecho más que progresar. En las elecciones regionales del 2015, el nacionalismo corso, entre autonomistas e independentistas, eran el 35% de los votos. En diciembre del 2017, pocos meses después de que el actual presidente llegara al Elíseo, sumaba el 56% de los votos en las elecciones regionales. En junio del 2021, ya eran el 68%. En seis años, casi se han duplicado. Y los disturbios aún siguen.

El constitucionalista Michel Verpeaux, profesor emérito de la Sorbona, sostiene que en Córcega hay un problema que viene de lejos, y que la muerte de Colonna sólo ha añadido "más leña al fuego". Hay una dificultad de encaje dentro de Francia, después de haber tenido diferentes estatutos específicos que "no han ido muy lejos". Y también ha habido una desatención desde París. "El presidente no se ha interesado mucho, no le ha preocupado, hasta que todo ha explotado," señala Verpeaux. Incluso procrastinación. Como ejemplo: había un proyecto de ley para avanzar hacia la autonomía que fue registrado, pero que nunca se ha llegado a debatir en la Asamblea Nacional.

El profesor emérito de la Sorbona de París recuerda que el de Córcega no es el único caso, de que desde hace décadas hay territorios que "reclaman diferenciarse" jurídicamente y que el Estado francés arrastra "problemas" y "situaciones difíciles de gestionar".

Otro cóctel explosivo también reventó este invierno en las Antillas. Fue en las islas de Guadalupe y Martinica, colonias francesas desde el siglo XVII, antes de la revolución que decapitó a los reyes. El detonante fue la instauración de la vacuna obligatoria para el personal sanitario y del pase sanitario. Pero las razones de la revuelta eran mucho más profundas y lejanas. Hasta el 90% de sus habitantes se contaminaron por la clordecona, un insecticida altamente tóxico que se utilizó entre los años 70 y 90 a las plantaciones bananeras y que puede provocar cánceres. Desde entonces hay una profunda desconfianza hacia el Estado. La covid-19 acabó siendo la gota que colmó el vaso: detrás también había la falta de servicios públicos, la subida de los precios de los carburantes, el paro de los jóvenes o el encarecimiento de la vida.

Fueron tres meses de protestas, una huelga general, saqueos y disturbios en la calle, entre noviembre del 2021 y enero del 2022. Dejó un muerto por accidente de tráfico y 63 policías heridos –siete de ellos con herida de bala– y decenas de manifestantes detenidos. Según la fiscalía, detrás de los disturbios habría grupos organizados.

Los hechos también cogieron al Elíseo a pie cambiado y obligaron a mover ficha. Inmediatamente, anuló las polémicas medidas sanitarias en el archipiélago y el ministro de Territorios de Ultramar, Sébastien Lecornu, viajó en un intento de calmar la situación. Y se abría a debatir la cesión de autonomía a Guadalupe y Martinica. "La autonomía ya existe en la República. La Polinesia, Nueva Caledonia son países autónomos. La autonomía es la descentralización llevada al extremo. ¿Por qué tendría que ser malo?", defendía en una entrevista. Unas promesas que, de momento, no se han traducido nada.

Nueva Caledonia, archipiélago en Oceanía que integra Francia desde la primera mitad del siglo XIX, ya hace décadas que está incendiada. En 1988 un primer intento de referéndum sin garantías llevó a las islas al borde de la guerra civil. Los independentistas y los lealistas se enfrentaron en las calles, con un balance de 21 muertos , la mayoría de las filas canacas (la población originaria). El episodio se cerró primero con los acuerdos de Matignon y después con los de Nouméa, que establecía la transferencia de la mayoría de competencias (excepto defensa, política exterior, orden público, justicia y moneda) y la celebración de tres referéndums de independencia. Tres décadas después, el contencioso sigue sin cerrarse. Todavía hoy forma parte de la lista de la ONU de territorios pendientes de autodeterminación. Todavía esperan respuestas.

De hecho, ahora mismo Nueva Caledonia se encuentra en una situación de impasse. El independentismo ha ido creciendo referéndum tras referéndum. En la primera consulta, en noviembre de 2018, eran el 43,3% de los votos con una participación del 81%. En la segunda, en octubre del 2020, eran el 46,7% con el 85,7% de participación. Y en la tercera y definitiva, el pasado diciembre, se produjo un giro de guion: hasta el 96% de los votantes cogió la papeleta del no. La clave es que la participación fue inferior al 40%. El independentismo boicoteó activamente la votación, después de avisar durante semanas que el coronavirus –que llegó mucho más tarde al archipiélago– había impedido una campaña y un referéndum en condiciones. Se dirigieron incluso a la ONU, pero nadie movió un dedo. Eso no impidió que el presidente Emmanuel Macron se felicitara por la victoria del unionismo. Pero el independentismo no acepta el veredicto y pide un nuevo referéndum. Nueva Caledonia se encuentra en una situación incierta e inflamable.

Referéndum Nueva Caledonia E.N.

La lengua

La lengua no ha provocado llamas literales, pero sí incendios figurados. La Constitución francesa, en su artículo dos, deja claro que "la lengua de la República es el francés". Pero se hablan muchas otras, en Francia, empezando por el catalán y el euskera y continuando por el corso, el bretón, el occitano, el francoprovenzal, el flamenco occidental, las lenguas de oïl, el luxemburgués... Y no es hasta el artículo 75 de la misma Carta Magna que se dice, genéricamente, que "las lenguas regionales forman parte del patrimonio de Francia". Hay una lengua de primera, el francés, y después todo el resto. Una herencia del jacobinismo que ha tenido consecuencias: según Plataforma de la Lengua, la Catalunya Nord es el territorio de los Países Catalanes donde menos se habla el catalán de forma habitual, con un 5,7% de la población. Y una herencia también ha tensado al máximo las costuras.

El incendio metafórico llegó el 30 de mayo en las calles de Perpinyà, Córcega, Tolosa, Montpellier, Lille y decenas de ciudades. Salieron a exigir la protección de la diversidad lingüística después de una nueva frustración. La frustración de la Ley Molac, impulsada por el diputado bretón Paul Molac, surgido de las filas del partido de Emmanuel Macron, que abría la puerta a la inmersión lingüística en lenguas regionales (en un 50%) y que llegó a ser aprobada por la Asamblea Nacional. Hasta sesenta diputados macronistas la llevaron ante el Constitucional, que la acabó tumbando en tiempo récord y ponía en peligro iniciativas privadas como la Bressola en la Catalunya Nord.

Eso hizo que miles de franceses salieran a las calles a protestar. Y nuevamente obligó a Emmanuel Macron a mover ficha. Cinco días después de la demoledora sentencia, el presidente de la República proclamaba que "las lenguas de Francia son un tesoro nacional", reconocía la tarea de asociaciones como la Bressola y aseguraba que "el derecho tiene que liberar", que "no puede ahogar nunca". Unas buenas palabras que, de momento, no se han traducido en nada concreto. Y no es la primera vez que pasa.

Más allá de los casos particulares, el constitucionalista Michel Verpeaux recuerda que Francia es un Estado "muy unitario", a diferencia de España. Y que eso ha comportado problemas a la hora de reconocer su diversidad territorial, sea en la metrópoli o en ultramar, en múltiples ámbitos. Desde los años noventa ha habido intentos tímidos de descentralización. Pero constata que hace falta que haya las mayorías políticas para que puedan fructificar: "Hay partidos que son muy poco favorables a la descentralización. La extrema derecha no lo es, la extrema izquierda tampoco. Sólo el centro. Todo dependerá de eso". Por eso no se atreve a sacar la bola de cristal y decir si el futuro pasar por la descentralización.