"La democracia necesita tanto a Jorge Javier Vázquez —votante identitario— como a Belén Esteban —votante racional—". Esta tesis es la que defiende el politólogo Lluís Orriols (Barcelona, 1978) en su libro Democracia de trincheras: Por qué votamos a quienes votamos (Ediciones Península) publicado este mes de enero. Orriols parte de una discusión que los dos protagonistas de la tesis tuvieron en el programa Sálvame el año 2010. En plena crisis económica y con unos recortes considerables, Jorge Javier Vázquez defendía que votaría al PSOE a pesar de los recelos hacia José Luis Rodríguez Zapatero. En cambio, Belén Esteban representaba el descontento social del momento y argumentaba que votaría al PP en esta ocasión: "Lo único que ha hecho Zapatero por mi familia es dejar a dos en paro y bajarle la pensión a mi madre, veré si con el próximo cambia". Aunque, a priori, podría parecer que el ideal democrático sería una votante como Belén Esteban, que convierte las elecciones en un ejercicio de fiscalización a los gobernantes, Lluís Orriols sostiene que "no hay política sin identidad". El doctor en Ciencia Política por la Universidad de Oxford y profesor de la Universidad Carlos III de Madrid atiende a ElNacional.cat para analizar el comportamiento de los votantes y repasar cuestiones de la actualidad política.
Explíquenos: ¿qué representan Jorge Javier Vázquez y Belén Esteban como votantes?
Los dos encarnan dos modelos diferentes de entender cómo se tiene que comportar el ciudadano a la hora de ir a votar. Belén Esteban encarnaría al votante racional, una votante que mira la política de una forma lejana, aséptica, que no tiene un vínculo emocional con ningún partido ni líder y que simplemente, si ella considera que el Gobierno lo ha hecho bien, lo vota de nuevo. En cambio, si lo ha hecho mal, vota a la oposición. Por su parte, Jorge Javier constituye el votante identitario, aquel votante que tiene un sentimiento, que pone emociones a la política, que tiene una adhesión emocional a un partido —en este caso, con el PSOE— y, por lo tanto, no es un votante que cambiará de voto si ve que las cosas no van bien.
En el libro, defiende que ambos son necesarios para la democracia. ¿Por qué?
Porque está muy instalado en el debate público que todos tenemos que ser votantes asépticos, racionales, que tenemos que votar con la cabeza y no con el corazón. Realmente es imposible, porque no podemos dejar de ser homo sapiens a la hora de ir a votar, y los homo sapiens tenemos emociones. Además, es deseable en ciertas dosis. Los vínculos emocionales con los partidos generan efectos beneficiosos para el sistema.
Hace mención, también, a los votantes ambivalentes, que los define como una especie de héroes de la democracia. ¿Estamos, sin embargo, en un momento en que cada vez hay menos votantes ambivalentes por un contexto en que hay más partidos?
Es verdad que las ambivalencias dependen del contexto. Por ejemplo, hubo muchos votantes ambivalentes durante la crisis política y económica de hace 10 años, cuando teníamos al PSOE haciendo recortes sociales. Eso generó unas enormes ambivalencias. Estas se producen cuando hay una colisión entre las afinidades emocionales a un partido y cuando uno empieza a racionalizar que el partido está haciendo cosas mal. Siempre procuramos que nuestro entorno sea coherente. Cuando empieza a haber fisuras en este entorno, es cuando se generan las dudas como: mi partido es este, pero quizás el líder no es tan bueno. Depende mucho de la coyuntura, no diría que hay menos votantes ambivalentes. No es una cuestión sistémica, sino del contexto.
Actualmente, ¿dónde podríamos detectar más votantes ambivalentes?
En el caso de los últimos meses, han aumentado muchísimo las ambivalencias entre los votantes del PSOE. Cuando entra la cuestión nacionalista, cuando Catalunya entra en escena, las ambivalencias de los socialistas aumentan porque hay votantes del PSOE de muchos lugares de España que son de la trinchera socialista, pero también defienden que su trinchera es España. Cuando entran en colisión las dos cuestiones, cuando entran en choque socialista y español, entran las ambivalencias. Lo estamos viendo con la reforma del Código Penal.
Aunque afirma que es bueno que haya tanto votantes identitarios como racionales, ¿a partir de qué punto o porcentaje podría ser un riesgo para la calidad democrática que se descompensara más la balanza a favor de los identitarios?
No es tanto los porcentajes, porque es muy difícil decirlo. Todos tenemos un pequeño Jorge Javier y una pequeña Belén Esteban dentro. Es una cuestión de ponderación interna, no es tanto cuántos Jorge Javieres hay. Ahora bien, ¿cuál es el límite a partir del cual nos tenemos que empezar a preocupar? Cuando estas adhesiones emocionales a los partidos generan una polarización afectiva que provoca rechazo al rival, de tal forma que este rechazo condiciona el pluralismo político. Cuando los ciudadanos empiezan a considerar que el adversario no solo es peor —que suele ser una tendencia natural en nuestra forma de ver el mundo—, sino que piensan que no tendría que formar parte del debate público, que no tendría que gobernar, que se tendrían que hacer cordones sanitarios y que se tendrían que hacer leyes para expulsarlos del pluralismo político, extendiéndose de una manera generalizada, es cuando se deterioran las democracias.
Cuando los ciudadanos empiezan a considerar que el adversario no es solo peor, sino que piensan que no tendría que formar parte del debate público ni gobernar, es cuando se deterioran las democracias
Algunos de los síntomas que apunta nos resultan familiares...
Las democracias están basadas en un principio fundamental, que es el consentimiento de los perdedores. Cuando esta polarización es tan visceral y se hace insoportable ver que los otros gobiernan, es cuando encontramos episodios como el asalto al Capitolio de Estados Unidos o en Brasil y, con menor intensidad, cuando se habla de okupas en la Moncloa, de presidente ilegítimo o reformas del sistema electoral para expulsar a partidos regionalistas con el objetivo de evitar que estén en el Congreso. Hay una frase reciente de Pablo Iglesias que me pareció muy dolorosa, que es cuando sugirió que un gobierno de Vox provocaría que él no pudiera estar en este país. Para que un ciudadano haga este diagnóstico de la realidad que vive el país, es que realmente estamos en este punto que las democracias están en una situación enfermiza y crítica.
¿Estamos en un contexto en que, cada vez, los partidos movilizan más a sus votantes por el rechazo que supone que el adversario pueda llegar al poder? En el libro, cita el ejemplo de la campaña del PSC en las elecciones de 2008 del famoso cartel de "Si tú no vas, ellos vuelven".
Sin duda. El rechazo funcionaba muy bien entre los votantes de izquierdas. El voto del miedo era un voto que operaba bien entre la izquierda y, en Catalunya, funcionaba mejor. Muchos votantes nacionalistas catalanes eran capaces de votar al PSC, como pasó en el 2008, para evitar que volviera la derecha. Ahora mismo, este rechazo al adversario está tan presente tanto en la derecha como en la izquierda. Ha aumentado en los dos ejes, ya no hay estas asimetrías que veíamos antes. Si comparamos desde hace 20 años a la actualidad, ha aumentado.
¿Cree que el multipartidismo en esta democracia de trincheras ha hecho que, al haber tantos espacios electorales diferentes, el objetivo que tienen los partidos es que no haya bajas en sus trincheras más que priorizar que haya hilos conductores entre estas trincheras para sumar más gente a sus filas?
Que haya muchos o pocos partidos no tiene por qué estar relacionado con más o menos trincheras. Puede haber alguna relación, pero no es obvia. Por ejemplo, en Estados Unidos, que era un país tradicionalmente donde las trincheras en términos afectivos y de rechazo visceral al adversario no estaban presentes, en la actualidad es potencia mundial en este aspecto, con dos partidos más diferenciados y el odio visceral es inmenso. En sistemas multipartidistas, puede pasar lo mismo, que los partidos acaben muy atrincherados o que los partidos acaben teniendo la obligación de hacer alianzas y coaliciones, de buscar hilos conductores entre unos y otros y que se reduzca la polarización. Eso lo hemos visto mucho en España. El multipartidismo ha provocado que la polarización o el rechazo al adversario haya disminuido muchísimo dentro de cada orilla. En la izquierda, cada vez la gente se tolera más y hay más sintonía entre el votante del PSOE y de Podemos. En la derecha, pasa lo mismo entre los votantes del PP y Vox. En cambio, el odio ha pasado a ser entre bloques ideológicos, entre izquierda y derecha.
¿Y en Catalunya?
En Catalunya, ha pasado lo contrario. El procés soberanista redujo muchísimo las trincheras partidistas. Esta idea de categorizar la política en términos de partidos y cavar trincheras entre las formaciones disminuyó hasta el punto que no se reconocían casi las siglas de cada uno y las trincheras eran más identitarias, en términos nacionales. En cambio, hemos visto como desde el 2017 volvemos más a las lógicas de trincheras partidistas, a la confrontación más partidista. El elemento más sintomático y flagrante que estamos cambiando de paradigma es que Junqueras y Puigdemont dejan de ser líderes transversales en el independentismo. Dejan de ser símbolos de una causa y empiezan las opiniones de rechazo y adhesión en función del partido en el que están. Eso ha ido en auge hasta el punto que, ahora mismo, el independentismo ya no tiene un líder que genere transversalidad.
En Catalunya, hemos vuelto a las trincheras partidistas. El elemento más sintomático es que Oriol Junqueras y Carles Puigdemont han dejado de ser líderes transversales del independentismo
¿Cuál es la principal causa de este hecho?
El retorno a la democracia de partidos y el fin del procés soberanista. La política catalana ha vuelto a las lógicas partidistas clásicas. Cuando hay esta competición, la gente estructura su visión entre los suyos y los otros. Cuando las trincheras dejan de ser nacionales para ser partidistas, los estereotipos y la visión negativa que tienen del otro aumentan.
¿Por qué ha muerto el procés, según usted?
Primero de todo, yo creo que hay una confusión de términos. Hay una confusión entre movimiento independentista y procés soberanista. El procés soberanista murió en enero de 2018, cuando Esquerra Republicana decide apearse de la estrategia común de todas las piezas que formaban parte del movimiento social y empieza a buscar una estrategia diferente sin plazos. Allí es cuando muere el episodio que se llama procés soberanista y estoy seguro de que los historiadores lo reflejarán así. Otra cosa es si el movimiento independentista ha muerto. Los movimientos sociales, como el movimiento independentista, son por definición intermitentes. Tienen explosiones de participación y también momentos de latencia. El movimiento independentista, por lo tanto, no ha muerto, está en fase de latencia. Y es posible que, si gobierna el Partido Popular con Vox, vuelva a haber ventanas de oportunidad para que el movimiento independentista tenga otra explosión de participación. Ya no será, sin embargo, el procés: será otra cosa.
¿Es un error esta confusión?
Sí. Confundir procés soberanista con el movimiento mismo es un error conceptual y, para el independentismo, un error táctico, porque es vincular el independentismo y el movimiento con un episodio que obviamente, si miramos todas las características, ya no se cumplen. Solo hace falta ver qué tipo de relación tienen ERC y Junts actualmente. Ya no buscan mancomunar recursos para un objetivo como pasaba durante el procés.
Confundir procés soberanista con movimiento independentista es un error táctico. El procés murió en enero de 2018, mientras que el movimiento está en una fase de latencia
Usted argumentaba recientemente que el acuerdo de presupuestos entre ERC y el PSC no supone el retorno del tripartit.
Exacto. Lo que vemos son las antiguas lógicas autonomistas, previas al procés soberanista, en el que hay intercambios de estabilidad entre el Gobierno y la Generalitat. El Govern de ERC —que, entonces, era de Convergència i Unió— busca estabilidad en su territorio, a cambio de estabilidad en el gobierno central. Este proceso de intercambio de estabilidades funcionaba antes del procés y era uno de los grandes incentivos para que la esperanza de vida de los ejecutivos en España fuera de las más altas en Europa. De hecho, la esperanza de vida de los gobiernos en España es excepcionalmente alta por ser una democracia parlamentaria, y se basa mucho en este tipo de intercambio de favores. Eso no es un tripartit, es un intercambio de estabilidades que ya se veía con CiU.
La irrupción de Xavier Trias como alcaldable ha supuesto un giro en las encuestas. Ahora, Junts está al frente de los sondeos. ¿Considera que se vuelve al 2015, que es una cosa de Trias o Colau?
Está claro que la competición en Barcelona sigue siendo de foto finish, como ha sido en los últimos años. Este cambio inesperado marcado por Trias, en términos de competición, ha sido precioso. Hay una competición importantísima, no solo con Colau, también con el PSC.
Trias, en los actos, hace referencia y reivindica expresiones que recuerdan a Convergència. Si gana en Barcelona, ¿Junts puede virar hacia esta dirección?
Si gana Trias, podría generar cambios en la organización, pero quiero añadir una previa: Junts tiene que decidir algún día qué es. Junts sigue siendo un partido casi movimiento, un partido que todavía vive mucho del liderazgo de Puigdemont y de un procés soberanista que ya no es. Siempre afronta las elecciones excesivamente a corto plazo, estresando el momento, pero no con proyectos a largo plazo. Algún día tiene que decidir cuál es el proyecto a medio plazo, se tiene que consolidar como proyecto político, y todavía no lo ha hecho. No sé a dónde irá, pero ante una formación que sigue en estado de consolidación, cualquier liderazgo alternativo que emerja puede ser un condicionante en la cristalización como partido político.
La primera convocatoria, precisamente, que tenemos este año son las elecciones municipales. Fruto de esta contienda, el PP ha rescatado su propuesta para que gobierne la lista más votada. ¿Qué efectos tiene esto para nuestro sistema democrático, es bueno?
Proponer que gobierne la lista más votada, sin más, es una forma de intoxicar el debate y erosionar la aceptación de una cosa tan básica en democracia como es el consentimiento del perdedor. Es un argumento peligrosísimo para nuestra democracia, porque se está exigiendo una cosa sin hacer una propuesta institucional seria de cambios en el sistema electoral. Simplemente, se está amagando con que, si yo gano las elecciones pero no gobierno, será una actitud ilegítima, cuando en realidad no lo es. Si el PP quisiera proponer una prima a la lista más votada, buscaría una reforma seria y bien meditada. Pero esto tiene distorsiones muy claras para el pluralismo político.
La propuesta para que gobierne la lista más votada es una forma de intoxicar el debate para elevar los costes de la segunda opción si tiene margen para gobernar y amenazar con que, si gobierna, será ilegítimo. Es peligroso
¿Y en términos de estabilidad?
La inestabilidad política que puede generar es inmensa. Imaginemos que la lista más votada gana por solo un voto con el 23% de los sufragios y, en cambio, el 77% restante es totalmente contrario a aquel partido y querría formar una mayoría alternativa. También plantea otro inconveniente: ¿cómo gobierna la lista más votada? En todo caso, la propuesta sería que sea investida la lista más votada. Pero gobernar es otra cosa: implica aprobar presupuestos, hacer leyes... ¿y cómo lo hace el Gobierno, eso? ¿La oposición tiene que aceptar toda la agenda legislativa porque sí? En realidad, no están proponiendo nada. Es una forma de intoxicar el debate para elevar los costes de la segunda opción si tiene margen para gobernar y amenazar con que, si gobierna, será un gobierno ilegítimo. Es una estrategia muy peligrosa.
Con todo, ¿la polarización quizás no es tan negativa?
La polarización es como el colesterol, hay buena y mala. La buena es aquella referente más en términos ideológicos. Hablamos de que hay polarización en un país cuando las opciones políticas que están compitiendo presentan propuestas programáticas muy dispares. No son dos partidos con propuestas muy similares y ya está, sino que hay muchos partidos: algunos proponen planteamientos de extrema izquierda, otros de extrema derecha, y eso no tiene por qué ser malo. Puede tener disfunciones, pero cumple una función importante, que es la variedad. En política, queremos la opción que se ajusta más a nuestras preferencias. La mala es la polarización más emocional, más de carácter afectivo. Esta sí que genera disfunciones, como cuando se considera que el interlocutor no es válido ni legítimo.
¿Qué receta tenemos para solucionar problemas cuando se empieza a cuestionar la legitimidad de un gobierno? En el libro, una de las que plantea es escribir 10 cosas buenas del adversario y 10 malas del partido que votamos.
Una forma de salir de la trinchera es provocarse en uno mismo ambivalencias y dudas, intentar que nuestro mundo deje de ser coherente, homogéneo y que haya fisuras en nuestra visión. En esta parte, el libro puede parecer de autoayuda, pero es eficaz. Hay otras soluciones: exponerse a medios de comunicación que no nos dan la razón, tener relación con aquellas personas que no piensan como nosotros... Es una recomendación fácil de decir, pero difícil de hacer, es cierto. Pero se tiene que intentar.