Uno puede querer marcharse de España, pero España nunca se acaba de marchar de uno mismo. Cuando menos, si es de Esquerra. Lo pienso cuando pasan tres minutos de las ocho de la noche, és nit freda per ser abril y el micrófono de Pere Aragonès se estropea durante su parlamento en el acto inaugural de los republicanos. Hasta aquel momento el mitin ha ido como una seda técnicamente, pero justo cuando habla el presidente la megafonía se detiene y sus fricativas se convierten en un sonido ronco y turbio, que es el sonido que debe haber en las cloacas del estado. "Pegasus", me dice de cachondeo el periodista de un diario con sede en Madrid que tengo al lado, pero me temo que es más grave. El sonido es más bien como si el presidente de la Generalitat de Catalunya, durante unos instantes, haya pasado a ser el Megazero, "que en la mitología tevetresina es el demonio", le respondo.
Aragonès, que es el primero y único Muy Honorable que ha sido socio del Club Super3, se queda quieto y mudo. Todo el mundo calla. De golpe, un técnico de sonido de estos con tantos bolsillos en los pantalones como conselleries tiene el Govern aparece de la nada, pulsa un botón y le devuelve la voz. "Tenemos soluciones para todo", dice el presidente, pero entonces inmediatamente empieza a oírse el himno de España a todo trapo desde un piso de los Jardinets de Gracia. ¿Es cosa de la Ruinosa Gratandós? Sea como sea, la solución de Aragonès es hacer como quien siente llover y sacar pecho de su obra de gobierno con la Marcha Real de fondo, en una escena distópica propia de un capítulo de Black mirror con Jordi Cañas de guionista y Albert Boadella de director. En un mitin estos detallitos importan, ya que todo en general es una batalla narrativa de símbolos, sean azarosos o no. No es gratuito, pues, que Oriol Junqueras haya recordado diez minutos antes que hace más de un siglo, en escasas calles de aquí, una campana avisaba a los vecinos de Gracia de que había que luchar contra el ejército. Español, claro.
Ahora, en Gracia, las únicas campanas que se oyen son las de los bares para guiris y expats cuando llaman a sus clientes para avisarlos de que ya tienen a punto su muffin para el brunch, pero mirándolo bien los Jardinets de Gracia también son un símbolo en él mismo. Por eso, por ejemplo, antes de empezar el acto hace una hora y después de tomar un café infecto en el Buenas Migas de aquí al lado, me he encontrado un matrimonio de la tercera edad haciéndose un selfie ante la escultura L'Empordà ubicada en lo alto de todo, delante de la Casa Fuster. Al verme distraído leyendo los versos de Joan Maragall que hay esculpidos en la base, el hombre me ha preguntado si les podía hacer una foto. Mientras yo pronunciaba tímidamente "Lluís" alargando las i como si fuera el fotógrafo de una fiesta infantil en el Chiqui Park, la señora, que hacía cara de hacer un fricandó con setas para lamerse los dedos, ha dicho "Companys!" con el ímpetu de quién incluso cuando se hace una foto se la hace de republicana manera. Suerte que en Catalunya no tenemos por costumbre decir "Carles" antes de retratar a alguien, he pensado por dentro, ya que no me ha quedado ninguna duda de que el adorable matrimonio venía, como yo, al mitin de Esquerra.
Les he explicado que esta escultura la hizo Ernest Maragall, pero no el político, sino el tío del político, que no quiere decir al hermano del alcalde, sino el hijo del poeta. "Eso es más complicado que hacer la independencia", me ha dicho el señor, risueño, sin saber que veinte minutos más tarde Laura Vilagrà diría que Esquerra hace posible lo que parece imposible. Se ve que cuando la escultura se inauguró el año 1961, les he dicho, la tuvieron que retirar poco después porque a muchos les parecía intolerable aquella muestra de lesbianismo público, con dos chicas abrazadas y medio desnudas encima de todo del paseo de Gracia. "Los tiempos han cambiado, hijo, no hay nada más bonito que dos mujeres amándose y medio en bolingas", me ha dicho ella antes de que les haya dicho adiós y me haya quedado pensativo ante el hecho que el subtítulo de la obra es Oda nueva a Barcelona, pero los versos que tiene esculpidos, en cambio, son del Cant espiritual.
Si ser catalán es asumir que todo es siempre así de confuso, ser de Esquerra debe ser multiplicar por dos este sentimiento y sumar unos cuantos gramos más de contradicciones paradójicas, unas onzas de pragmatismo y media docena de pastillas para soñar. Un servidor no sabe si el mundo es tan hermoso, como dice el poema, pero sé que los republicanos están convencidos de que su estrategia es la más hermosa para hacer hermosa Catalunya, aunque ahora toque construir el sueño de una república libre, "de mil apellidos catalanes venidos de todas partes, mil lenguas diversas y mil banderas", como ha defendido Gabriel Rufián, mientras se construye también -y sobre todo- el mientras tanto de una autonomía española en la cual la amnistía sea una realidad, un referéndum acordado sea posible e, incluso, Rodalies funcione bien.
Puede parecer utópico, pero más utópico me parece dar un mitin en los Jardines Pequeños de Salvador Espriu sin que nadie haya recitado La piel de toro. Quizás sí que aquella buena mujer de antes tiene razón y los tiempos están cambiando. Al fin y al cabo, el obelisco del Cinc d'Oros ya no tiene ninguna estatua arriba del todo, ni la de República de 1932 ni el Gran loro franquista de 1939. Esquerra dice en su eslogan que quiere "ganar Catalunya" para coronar el sueño, y ciertamente las enciclopedias dicen que las dos únicas veces que la república catalana ha estado a punto de nacer, Esquerra estaba allí. El problema, sin embargo, es que el peso de España, con himno sonando en el viento o sin él, siempre ha acabado teniendo más fuerza, quizás porque no es lo mismo perseguir la independencia mientras suena el himno de España que hacer la independencia mientras te persigue España.