Federica Mogherini debió de sentir como su techo de cristal se rompía cuando Matteo Renzi insistió en investirla comisaria de la Unión Europea. Era agosto del 2014 y dirigía el Ministerio de Exteriores del Gobierno italiano desde hacía sólo seis meses. Poco tiempo. Suficiente, a ojos de su primer ministro, que había captado en ella el talento y potencial para que llevara a cabo una misión difícil: “dar forma a una auténtica política de exteriores comunitaria. Nuestra visión, nuestra estrategia”. Demasiado ambiciosa. Demasiado inexperta. Pero había alguien que estaba dispuesto a jugársela por ella.
Capacitada estaba, relativamente. No había ocupado cargos políticos hasta convertirse en diputada nacional del Partido Democrático italiano el año 2008, pero había crecido en el activismo de izquierdas. Su trayectoria había consistido en viajar por el continente, como miembro del Consejo Europeo de la Juventud, vicepresidenta de los Jóvenes Socialistas de Europa y secretaria de la sección joven de la FAO. Era hiperactiva y muy inquieta. El Erasmus en Francia durante los años universitarios le había suscitado la conciencia proeuropea –debió ser de las pocas a quien este programa le había surtido efecto–.
Donde asistía, era habladora y un poco irónica –si la situación lo favorecía– pero mantenía una extrema formalidad en las maneras. Con Pablo Iglesias –que se dirigió una vez a ella diciéndole “señora MoRgherini”– bromeó que si contestaba en italiano, nunca se acabaría la comparecencia. Ella hablaba francés, el idioma de la diplomacia en el continente, y también inglés, el universal. Chapurreaba el castellano, el vehículo para Latinoamérica. Se sabía la teoría y tenía "La Sapienza”. Así se llama la universidad donde había estudiado Ciencias Políticas en Roma, graduándose con honores. Su tesis doctoral trataba sobre islamismo, religión y política. Siria hacía meses que daba problemas.
Ella o nadie
La opinión pública y el Consejo Europeo no pensaban lo mismo. Con 41 años, a aquello de “demasiado joven e inexperta” de los diarios, se le sumaba el adjetivo de “prorrusa” por parte de los mandatarios polacos y bálticos. De mucho, el peor calificativo para una candidata a Alta Representante de Asuntos Exteriores, Seguridad y Defensa de la UE. La acusaban de haberse mostrado muy condescendiente con las acciones del presidente ruso, Vladimir Putin, cuando estalló la crisis de Ucrania y ella era ministra. Pero Renzi, en virtud del poder informal que le otorgaba ocupar la presidencia rotatoria del Consejo de la Unión, se plantó. O Mogherini o no habría alternativa. A Matteo, estratega, le interesava mantener cierta influencia en el futuro cargo y mostrarlo como una victoria en su país.
Dos rondas de votaciones costó llegar a un acuerdo para escoger a la nueva comisaria, a la vez que vicepresidenta de la Comisión. El Tratado de Lisboa establece que estos dos cargos se compaginen para favorecer la cohesión entre asuntos domésticos y globales. Jean-Claude Juncker, el actual presidente de la Comisión, habría presionado en secreto para investir a Kristalina Giorgeva. Sin embargo, la elección del conservador polaco Donald Tusk, como presidente del Consejo, habría empujado a rehacer el equilibrio con una “socialista” como Mogherini. Pero Federica prometía. Nacida en Roma, el 16 de junio del 1973, dos meses antes de la primera crisis mundial del petróleo. Llevaba el conflicto de nacimiento.
El éxito de la nueva doctrina
Desafiante y de mirada fija, llevaba americana negra, que en los despachos la acostumbra a vestir casi siempre. “Empezaré mi tarea visitando las capitales de los 28 estados. Pero no solamente el presidente, sino también el parlamento, los think tanks, los sindicatos, las ONGs, la academia”. La primera vez que compareció de forma oficial delante de los micrófonos europeos, todo el mundo celebró el acierto de su protector, Renzi. “Falsa o naíf” como aseguraba, reconocía que cada uno de los 28 tenía competencias en seguridad y no hacían falta 29 políticas de defensa. Si bien, "los tiempos que nos han tocado vivir requieren una sola: integradora y capaz de captar nuestra multiplicidad de intereses”.
Sin saberlo, Mogherini era la primera mujer en fundar una doctrina sobre diplomacia para el continente. Margaret Thatcher había sido profundamente antieuropea, y la última databa de la Ostpolitik. Durante la guerra fría esta fue la estrategia del ministro de Exteriores alemán, Willy Brandt, para aproximar relaciones con el este y Alemania oriental.
Incluso, a diferencia de ella, su homóloga y predecesora, Catherine Ashton, no había brillado durante su mandato. Según algunas tesis, la principal causa reside en la fructífera relación entre Mogherini y Tusk, que contrasta con la débil conexión que Ashton mantenía con el expresidente del Consejo, Van Rompuy. Además, el entramado institucional jugaba a favor: la impulsión del Servicio Europeo de Acción Externo en 2011, ahora más asentado, dotaba de una infraestructura adhoc, interconectada entre altos cargos y más ágil.
Intramuros y extrafronteras
Los que la admiran, coincidirían en preguntarle cómo supera el jetlag de aquello que en su blog Mogherini confiesa “amo viaggare”. La agenda de la comisaria no entiende de husos horarios, si bien, en su twitter se puede seguir con orden la actividad de esta mujer casada, madre de dos hijas. Pero ella, autoexigente y comprometida, necesita estar segura de que “la UE cumple su rol en el mundo”, con el objetivo de prevenir las crisis antes que firmar documentos cuando ya es demasiado tarde. Esta, una visión muy crítica y nada errónea, sobre la falta de rumbo geopolítico habitual en Bruselas.
No hay ni una sola prioridad en la Unión Europea que no esté vinculada a una dimensión externa: energía, comercio, medio ambiente, migración. Ni una sola”. Convencida, el principal frente de la comisaria ha consistido en combatir la influencia rusa en el este de Europa. En Ucrania, se han fortalecido las relaciones con el nuevo presidente, Petró Poroshenko, para evitar más crisis como el Euromaidán –que comportó la independencia de regiones prorrusas como Crimea y Sebastopol–. Este, un esfuerzo europeo por recuperar posiciones, que también ha pasado por países como Georgia, Azerbaiyan y Moldavia. Pero como ella aseguraba, la diplomacia se ha tenido que combinar con otros ejes paralelos.
Es el caso de la energía, en el que la impulsión de un interconector de gas que evite cualquier área de influencia del Kremlin es un punto principal dentro de la Unión Energética. Lo mismo en los Balcanes, donde se ha trabajado para desarrollar económicamente la zona y acercar posiciones entre Serbia y Kosovo. Incluso, con el reparto de cuotas de refugiados, como política migratoria impulsada a raíz de la guerra de Siria. Precisamente, un enclave donde Mogherini considera que “la UE ha sido un pagador eficaz, pero ahora tendrá que ser un jugador efectivo”. Sobre todo, después de la intervención de Rusia en el conflicto y la reciente reelección del presidente turco, Tayyip Erdogan.
En cuanto al resto del mundo, Federica tiene interés en estrechar relaciones comerciales y estratégicas con Latinoamérica; impulsar una relación no tan desigual con África; mantener buenas alianzas con Asia central y los dragones asiáticos, y no quitar la vista del Ártico. Al mismo tiempo, la posibilidad de firmar el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversión (TTIP) serviría para fortalecer el tándem Europa–Estados Unidos. Este, un país con el que colaborar en materia nuclear respecto de Irán, a quien ella amenazó con sancionar. Ahora, después de un año en el mandato, y con cuatro de antemano que permitirán saber a los europeos, a Renzi, y al mundo, si la “Misión Mogherini” está –o no– cumplida.