El nacionalismo tiene dos almas, una liberal y saludable y otra supremacista y enfermiza. El independentismo catalán figura entre los primeros, en contraposición a los nacionalismos que enarbolan Donald Trump o los partidarios del Brexit, según escribe el director de opinión del Financial Times, Jonathan Derbyshire, en una crítica de tres nuevos libros sobre la cuestión que publica el diario de referencia de los mercados financieros mundiales.
El libro que plantea esta descripción es Why Nationalism (El porqué del nacionalismo), de la politóloga israelí Yael Tamir, antigua política laborista y discípula de Isaiah Berlin, uno de los principales pensadores liberales del siglo pasado. Prologa el libro Dani Rodrik, un economista tótem en el estudio de la globalización.
Derbyshire insiste, comentando el libro de Tamir, que "el secesionismo basado en reivindicaciones territoriales y el derecho de autodeterminación nacional formulados, por ejemplo, por los movimientos nacionalistas catalanes o kurdos, son vistos por los liberales "como [nacionalismos] sanos, pues se basan en el principio de autodeterminación, que es un artefacto [ideológico] de la Ilustración que transfiere la idea de libertad individual de la persona en la nación".
Tamir se hace eco de la distinción que Berlín solía hacer entre el nacionalismo como una forma de pertenencia basada en costumbres, lengua e instituciones compartidas, y el nacionalismo que considera que el estado-nación es un organismo donde los intereses del colectivo tienen precedencia moral sobre los de sus miembros individuales.
Civismo y exclusión
En esta línea, Derbyshire menciona un reciente ensayo de la historiadora norteamericana Jill Lepore, donde razona que la historia de los EE.UU. puede entenderse como una pugna entre esos dos tipos de nacionalismo, uno liberal y cívico, que se apoya en la reclamación de la igualdad de derechos, que Lepore asocia al New Deal de Roosevelt; y otro iliberal y particularista, basado en la etnia y la exclusión, encarnado por Donald Trump.
Según Tamir, que aquí sigue a Berlin, el poder moderador del liberalismo y la democracia restringe las pulsiones excluyentes del nacionalismo, a la vez que la legitimidad de los estados modernos depende de alguna forma de sentimiento nacional, que tiene que ser lo bastante fuerte para mantener entre los ciudadanos las obligaciones mutuas que les vinculan. Sin algún sentido que 'lo haremos entre todos', los vínculos de la democracia liberal se deshacen, como se ve ahora en tantos países occidentales.
A los "nacionalismos saludables", explica Tamir, se opone el "nacionalismo de los menos afortunados, los que quedan indefensos en el proceso de hiperglobalización". Esta actitud, que muchos comentaristas ven detrás del Brexit, Trump o los "chalecos amarillos" en Francia, reclama a las élites cosmopolitas, beneficiarias del capitalismo transnacional "que antepongan su nación a su periplo global". La distancia entre este tipo de nacionalismo y su versión más patológica y xenófoba es mucho más corta, sugiere Tamir.