Como general conquistador, era el jefe de todos los ejércitos; como defensor de la fe, lo consideraron enviado por Dios; como líder del Movimiento Nacional, dirigía el partido único de un estado autoritario que controlaba con mano de hierro la vida pública y la sociedad civil. Este es el perfil sumario que pinta el historiador Enrique Moradiellos en Franco, anatomía de un dictador, el último estudio sobre el autócrata, galardonado en el 2017 con el Premio Nacional de Historia. Moradiellos sitúa el origen de los problemas políticos de la España actual en los 40 años de la dictadura franquista: excesivo peso del poder ejecutivo en detrimento del legislativo, demonización de la diferencia y complacencia con la corrupción. "No vamos a vencer el franquismo haciendo escarnio de sus huesos [de Franco]", ha dicho con cara de póquer. Los restos de Franco salieron ayer del Valle de los Caídos —44 años después del entierro— pero su legado inmaterial ronda todavía la vida pública española.
A la vista de las portadas —y de los editoriales, columnas y análisis— de los diarios de hoy, quizás habría que añadir un cuarto punto: el miedo y/o el rechazo a entender el país —y a vivir la democracia— como una obra en construcción permanente, un proceso inacabado y progresivo en el que, libertad mediante, cada generación deja su huella con afán de adaptarse a las condiciones inevitablemente cambiantes de las personas, de la vida, del mundo. Moradiellos recuerda que el único límite que Franco impuso al proceso liberalizador que arranca en 1959 fue político: ninguna apertura democrática podía limitar su poder.
Inmovilismo
Franco no lo sabía pero así, intentando inmovilizar al país y a la sociedad, dictó la sentencia de muerte de su régimen. La España actual, hija de la Transición, se comporta de manera parecida con quien pretende otro acomodo político y social del sistema, sean los indignados del 15-M, sean los soberanistas del 1-O. Claro que los métodos para no tocar ni una coma del llamado "régimen del 78" son otros que los del franquismo para sostenerse. La actitud, sin embargo, es muy parecida. España "es una democracia consolidada", dicen, queriendo inmovilizarla. Las propuestas transformadoras son reprimidas, desacreditadas, sospechosas o cooptadas. La razón es siempre la misma: el miedo de los agentes del sistema a perder el protagonismo y el control.
Claro que España ha dado un salto enorme. Pero mantiene la costumbre de compararse con el país franquista y no con un proyecto de futuro que renueve un propósito común, compartido por todo el mundo; que ataque los problemas que ni 40 años de cruel dictadura pudieron solucionar y que todavía colean 40 años de democracia después.
Lo de ayer es buena prueba de ello. En los dos últimos años, con l que está cayendo, España se ha peleado a muerte, ha discutido a fondo y se ha entretenido como nunca, con un asunto como el traslado del cadáver de un dictador de un mausoleo hecho con mano de obra esclava, símbolo de la peor historia y de lo que nunca tendría que estar, a un cementerio. Debía ser un asunto simple y ha sido un asunto de Estado de una desproporción tan colosal como la misma basílica de Cuelgamuros. Han intervenido casi todas las instituciones del Estado, desde las más altas —el gobierno central y los tribunales Constitucional y Supremo— hasta las más bajas —la Junta Electoral, Patrimonio Nacional, etcétera. Incluso hubo que negociar con el Vaticano. No ha quedado intelectual sin pontificar sobre el caso. Todo acompañado de la espuma de secundarios chusqueros, como el golpista Tejero o el prior del Valle de los Caídos. Ni cien Berlangas habrían imaginado un guion así para la españolada definitiva, la madre de todas las españoladas. Ironías de la vida, la situación no ha podido ser más franquista.
Fotos simétricas
La portada que mejor resume este estado de cosas es la de Ara. La proximidad —la simetría— de las dos fotos en formato y contenidos, en mensaje y significado, pesar a los 44 años de diferencia entre una y otra, parece decir: gente, el fondo de la cosa pública y de la sociedad españolas quizás no ha cambiado tanto como nos gusta pensar. Es más o menos lo que viene a decir Moradiellos —también Borja de Riquer en su magnífico La dictadura franquista.
La mayoría de diarios publica la fotografía del helicóptero que se lleva a Franco. Algún diario aprovecha para sacarse la espina por la portada encomiástica que quisieron dedicar a la muerte del dictador en 1975. Los titulares van llenos de énfasis y solemnidad ("Hasta nunca", "Histórico", "Ofensa", "Pone fin al culto", etcétera) como diciendo ahora sí que España se ha librado del franquismo de una vez por todas. "Parte del pasado", se titula el editorial de El País, diario que se considera uno de los padres y propietarios del sistema del 78.
Es cierto, el helicóptero se lleva los restos físicos del dictador —que murió en la cama tranquilamente y nombró su sucesor al padre del actual Rey— pero deja un legado que todavía embruja la vida pública de España, un país que mientras se ensimisma comparándose con aquel pasado para verse mejor, respirar tranquilo y no perder autoestima, piensa que ya lo ha hecho todo y deja de lado ("vuelva usted mañana") sus retos de fondo, los que ya tenía antes de Franco, los mismos de siempre. El helicóptero de las portadas no se los ha llevado.