Juan Carlos I no tuvo nunca una protesta como la del domingo en Barcelona contra Felipe VI. Al final de su mandato surgieron comentarios más burlescos que críticos sobre sus amantes, sobre la afición a cazar elefantes, y sobre su espíritu comisionista de vender grandes infraestructuras a sus homólogos árabes, pero protestas en la calle proclamando el rechazo al monarca español y un desplante de los representantes democráticos no es un hecho anecdótico, sino que marca una inflexión histórica.
A diferencia de los presidentes de república, los monarcas necesitan erigirse en una figura de consenso. Cuando dejan de serlo, tienen los días contados. O los años. Da igual, porque, a partir de aquel momento, la cuenta atrás se vuelve omnipresente y se les pone cara de dolor de estómago como lo delatan las fotografías.
No es nuevo que los Borbones busquen amparo en los sectores más reaccionarios del país y acaben huyendo. El 23-F fue una excepción. Juan Carlos I tuvo unas horas de duda, según nos explicó después Adolfo Suárez a un grupo de periodistas catalanes y explica bien Pilar Urbano, pero tuvo buenos consejos y bastante olfato como para adivinar cuál era en aquel momento la apuesta ganadora. Por eso duró más que sus antepasados. De todos modos, después del golpe de estado, reunió a los partidos digamos dinásticos, les leyó la cartilla y a continuación vino la LOAPA y "lo siguiente".
Así pues, lo que pasó el domingo es un hecho insólito que pone de manifiesto la crisis de régimen que afecta a España. No sólo por las protestas contra el jefe del estado. También por la airada reacción del establishment en defensa de Su Majestad que evidencia temores inusitados, como cuando una bestia mal herida que teme su muerte lucha por la supervivencia con más ferocidad que nunca.
Los episodios de estos días de reverencia al poder y los actos de vasallaje no son propios de una situación política democráticamente normalizada. Comprobémoslo aprovechando los hechos del fin de semana. El Gobierno español, en un comunicado afirma: “Los desplantes anunciados por ciertos representantes institucionales, además de injustos y mezquinos, ponen en riesgo que Barcelona pueda seguir albergando en el futuro un evento global de tanta importancia”. Es obvio que se trata de una amenaza, porque el Gobierno español no es el organizador del acontecimiento, pero todo el mundo entiende que tiene suficiente poder como para sabotear esta iniciativa privada. Antes los diarios El País y El Mundo representaban más o menos aquellas "dos Españas" que decía Machado y antes ninguno de los dos diarios se habría tragado la consigna gubernamental de manera tan acrítica, pero los tiempos están cambiando, y no precisamente a mejor. El lunes han titulado así “El boicot al Rey amenaza el futuro del Mobile en Barcelona” y “El desplante secesionista al Rey amenaza el Mobile en Barcelona”. No hay diferencia y, de hecho, todos los diarios que se distribuyen por toda España enfatizaron la misma idea dictada por la Moncloa.
Ahora en España hay un Rey cuestionado; un gobierno carcomido por la corrupción y una oposición claudicante. Los ricos son más ricos y los pobres, más pobres. Y los medios principales compiten por ver quién es más lagotero. No hay, pues, los contrapoderes propios de cualquier democracia. Y por eso también hay presos políticos y políticos exiliados, periodistas críticos perseguidos, artistas y comediantes represaliados, pinturas censuradas y jubilados en la calle enfrentándose a la policía. Todo eso inexorablemente acabará explotando, por eso el Rey, con razón, está tan asustado.