El conseller de Cultura Lluís Puig nació en Terrassa en 1959. La primera imagen que tiene de la ciudad es de la riada de 1962, que dejó más de 700 muertos y una destrucción inmensa en las calles. También recuerda el ruido constante de los telares, que en las casas particulares funcionaban incluso los fines de semana.

A los 14 años, Puig se apuntó a un grupo sardanista y poco después a los boy scouts. La montaña y la danza se convirtieron para él en una ventana abierta al mundo en un momento en que salir de casa, conocer el conjunto del país y relacionarse libremente con chicas no era nada fácil.

El padre trabajaba de contable y la madre cuidaba de los cuatro hijos. El abuelo paterno murió en la batalla del Ebro en un regimiento de los requetés, y los anarquistas habían entrado disparando a los pozos del jardín de la casa familiar por si acaso había religiosos escondidos. La madre venía de una familia republicana.

La danza y la montaña pusieron color a la vida de Puig y lo conectaron con los ambientes que participaron en las últimas movilizaciones del antifranquismo. De las sardanas, Puig pasó a la danza tradicional y también a la danza jazz y flamenca. También empezó a montar coreografías y, viendo   que a menudo no se entendía con los intérpretes, se puso a estudiar música.

Acabado el servicio militar, entró a trabajar de conductor de camiones en los bomberos de Barcelona. El trabajo le daba tiempo para investigar el patrimonio de danzas populares del país. Entonces el folclore se veía como la reminiscencia de un pasado que se quería olvidar desesperadamente. La gente se avergonzaba de las propias tradiciones, y Puig recuerda a alcaldes del tardofranquismo organizando desfiles de Walt Disney por las fiestas mayores.

Durante los años 80, el conseller se dedicó a producir espectáculos de temática historicoetnológica y participó en la minirevolución que se produjo en el campo de la cultura tradicional. Eso le permitió conocer y coordinar los pequeños núcleos que iban renaciendo y que actuaban de forma dispersa, desde grupos castellers a coros, pasando por trabucaires, grupos de bailes de bastones, o portadores de gigantes y dragones.

En 1984, Puig ganó el premio nacional de danza. En 1991 entró a trabajar en la Generalitat como técnico en el Departament de Cultura. Durante diez años se dedicó a promover y a recuperar la cultura popular de base y publicó algunos libros sobre el tema, como si fuera un Joan Amades de nuestra época.

Entonces, los efectos de la dictadura todavía se notaban. Con tantos años de carnavales prohibidos y de desprecio cínico de la sardana por parte del franquismo, hacía falta redescubrir el poso cultural del país y reactivar su transmisión de una generación a la otra.

En el 2001, cuando consideró que la recuperación de danzas, canciones y memoria oral ya marchaba sola, Puig dejó la Administración y montó una empresa de gestión cultural. La empresa tuvo 12 trabajadores en los mejores momentos y colaboró con grupos y artistas de todos los Països Catalans. En el 2008 fue nombrado director del Festival de Música Viva de Vic, cargo que dejó al cabo de tres años para volver a entrar en la Administración.

La agenda de contactos y el conocimiento del patrimonio nacional que Puig fue adquiriendo hicieron que Ferran Mascarell le ofreciera la Direcció General de Cultura Popular. Como director general se dedicó a trabajar para refinar la calidad del folclore y para convertirlo en una herramienta de integración y de modernización de la sociedad. Después de tantos años perdonando la vida a la cultura popular, la crisis de valores la ha convertido en una herramienta política de primer orden.

En los grupos castellers no hace falta hablar de política de género, porque ya se hace por ella misma. La multiculturalidad, cuando se manifiesta a través de tradiciones centenarias, es más fácil de gestionar y de convertir en el motor de experiencias constructivas. El folclore es la materia prima de la sofisticación, por eso la retórica española ha hecho siempre todo lo que ha podido para destruirlo y Ciudadanos tiene ese barniz tan quinqui.

No es extraño que Puig haya acabado de conseller de Cultura ahora que el viejo sistema de pedantería se ha hundido y hay que revisar los problemas de base. Sustituto de Santi Vila, que es la encarnación de todo el empacho barroco que ha promovido la caída del Muro de Berlín, Puig es conocido por ser un hombre que trabaja al pie del cañón y que sigue de cerca de los temas, evitando a los intermediarios siempre que es posible.

Sencillo, pero sofisticado por el refinamiento que dan la cultura y la sensibilidad, es conocido por su coraje a la hora de impulsar cambios y de hacer valer su criterio por encima de apriorismos. El conseller tiene el empuje de los hombres que hacen del trabajo la pasión de su vida y, por lo tanto, necesitan pocas parafernalias para rendir y estar contentos.

Algunos periodistas han visto una simple caricatura de la Catalunya reprimida y castrada del porrón y la butifarra con alubias. Yo no lo conozco, pero si relaciono su trayectoria con las fotografías que corren de él por los diarios, veo a una persona empática y trabajadora, con una sombra de erotismo y de maquiavelismo controlada a través de las satisfacciones que dan el poder y el gozo estético. Una persona genuina, con esquinas más interesantes de lo que dirían los tópicos periodísticos de la prensa constitucional. Es todo lo contrario de un canario enjaulado y probablemente el primer conseller de Cultura en mucho tiempo que ama realmente el ramo.