José Manuel García-Margallo me recuerda una vez que un periodista me invitó a comer con un cargo del PP de los tiempos del presidente Aznar. Comíamos en una bodega pequeña y pintoresca de Madrid y la discusión se animó tanto que, hablando de los orígenes del Estado español, el hombre cortó el debate con aquella contundencia castellana del mando y ordeno: "Sois nación y lo que quieras, pero mandamos nosotros".
El ministro de Exteriores es la encarnación ramplona y culta de este espíritu. García-Margallo conoce bien la historia de España. No se engaña sobre la composición del Estado y sus equilibrios políticos. A diferencia de la mayoría de cargos y opinadores de su entorno, sabe que Catalunya es una nación ocupada. Como Ortega y Gasset, es consciente de que el Estado es una creación de Castilla y que la pulsión separatista de Catalunya no es fruto de ningún adoctrinamiento, sino que es una fuerza de la historia de mucho cuidado.
Nacido en Madrid en 1944, García-Margallo es descendiente de una zaga de burócratas y militares. Dos antecesores suyos murieron en las guerras del Rif, tratando de contener las revueltas de los indígenas. La comparación que hizo entre Argelia y Catalunya en el debate televisivo con Oriol Junqueras salió del fondo de su inconsciente. Garcia-Margallo ha heredado la mentalidad de los militares españoles de alta graduación, el problema es que no tiene las balas ni los uniformes para desplegarla como él querría.
Sin munición, su elitismo de raíz castrense le da un aire retórico y estrafalario, de pájaro exótico incomprendido. Nombrado ministro de Exteriores en 2011, ha sido la única voz discordante del PP con respecto a la estrategia del Estado con Catalunya. Ningún otro cargo del Gobierno español ha hablado de hacer concesiones al independentismo. El ministro intenta dar una pátina de civilización a la herencia de sus antecesores para adaptarla a los valores democráticos, y eso acaba irritando a todo el mundo.
Cuando habla de Catalunya, en Madrid lo encuentran blando y en Barcelona un salvaje. El ministro se siente heredero de una casta dirigente y vive con una mezcla cómica de desconcierto y lucidez la agonía de su mundo de fronteras y Estados fuertes. Los enfrentamientos con el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, tienen el mismo origen de clase. Montoro viene de pobre, y Garcia-Margallo no puede dejar de ver con horror cómo España va quedando en manos del materialismo plebeyo y descarnado de técnicos y expertos como Montoro, sin ningún sentido de la trascendencia ni de la historia.
Incrustado en cargos públicos desde los años 70, García-Margallo ha pasado por Deusto y por Harvard y en 2009 declaró pomposamente: "Me he obligado a publicar un libro al año". Su idea de España conecta con la de aquellos monárquicos franquistas que idealizaban la Gran Bretaña. Su primer matrimonio fue apadrinado por los condes de Barcelona desde Estoril. Eso no impidió que en 1974 fuera nombrado jefe de estudios de la secretaría general técnica del Ministerio de Hacienda, con lo que se puede decir que es uno de los últimos supervivientes de la dictadura.
En 2010, cuando el independentismo cogió fuerza, leyó los libros de Ramon Tremosa sobre el espolio y se reunió con él para profundizar en el tema. Ya en aquel momento reconoció que los motivos expuestos por Tremosa eran suficientes para acabar rompiendo España, en un contexto de inestabilidad global y lucha por el poder. La herencia militar ha dado al ministro un sentido del honor y del fair play. Aunque a veces miente por la patria, no tiene la costumbre de negar los hechos que no le convienen como la mayoría de los dirigentes españoles, ni siquiera cuando no sabe como afrontarlos.
Educado para quedar bien en los cócteles sociales, García-Margallo sólo pierde las formas por España. El día que volvió al Parlamento europeo como ministro, después de haber ejercido durante 17 años como diputado del PP, se cruzó con el conservador inglés Charles Tannok y no se le ocurrió nada más que gritar: "Gibraltar español". Su política exterior ha estado marcada por los titulares chillones y algunas decisiones de hooligan. Las reivindicaciones de Gibraltar han tenido un efecto más propagandístico que tangible, aunque el Brexit le ha dado un nuevo pretexto para presionar a Londres.
Su preocupación por la unidad de España, y la certeza de que el conflicto con Catalunya es más profundo de lo que el PP quiere admitir, lo ha llevado a hacer declaraciones de una agresividad pintoresca, que han dado combustible al puritanismo de la prensa catalana. Un detalle que sirve para ilustrar la confusión que empieza a devorar la política española es que los independentistas con una memoria familiar más viva son seguramente los que mejor comprenden sus angustias, y más capaces son de compadecerlas.