Angela Merkel nació en Hamburgo en 1954, pero su familia se trasladó a Alemania Oriental cuando tenía pocos meses. Hija de un pastor luterano, vivió muchos años en Templin, una ciudad próxima a Berlín, donde su padre fue enviado para tratar de frenar las bajas que la iglesia del país sufría en los territorios controlados por los rusos y por los comunistas.
A diferencia de amigos suyos, la Canciller no se implicó nunca en la lucha contra la dictadura. Aunque vivía restringida por la vigilancia y por la censura, y aunque no creía que la RDA fuera realmente su país, estuvo siempre convencida de que la vida le iría bien y que, en último caso, ya encontraría la manera de huir, si la represión se le hacía insoportable.
Más estudiosa que dada a los heroísmos, se afilió a las juventudes del partido comunista para poder hacer la tesis doctoral y abrirse camino en la vida científica. La caída del Muro de Berlín la cogió desprevenida, pero se adaptó con rapidez, quizás porque no había perdido el contacto con los familiares de Hamburgo y porque el luteranismo la había mantenido ligada al sueño de la reunificación.
A diferencia de los jóvenes comunistas y de los hijos de la Alemania Federal, que se habían ido desarraigando a cambio de coches y de zapatillas norte americanas, Merkel era una nacionalista de piedra picada. Su sentido de la disciplina y del poder, mezclado con la necesidad que Alemania tenía de incorporar jóvenes dirigentes del lado el Este, le abrieron las primeras puertas.
Poco después de la caída del Muro, se afilió a un partido denominado Despertar Democrático. Cuando el partido ganó las elecciones, el único primer ministro demócrata que tuvo la RDA, Lothar Maizière, la convirtió en su portavoz. Con la reunificación del país, Helmut Kohl introdujo Merkel en su equipo de confianza y la nombró ministra de la mujer y la juventud, temas que ella misma ha reconocido que no le interesaban.
Si Maizière la envió a comprar ropa moderna cuando la hizo portavoz, Merkel tuvo que aprender a utilizar la tarjeta de crédito cuando fue nombrada ministro del primer gobierno de la reunificación. Entonces Kohl se encontraba en su momento más dulce y la solía presentar a los dignatarios extranjeros como "mi chica", con una mezcla peligrosa de entusiasmo y de menosprecio; poco se pensaba el Canciller que se había metido su sucesora en casa -o como diría él, la serpiente que lo tenía que matar.
En alguna biografía se sugiere que el hecho de formar parte de las chicas feas de la clase -dice que estaba en listas de "infollables" - hizo que Merkel desarrollara la disciplina y el silencio como armas de poder, desde muy joven. Igual que pasa con Mariano Rajoy, si se mira su trayectoria, resulta fácil ver que la Canciller ha sido una artista a la hora de esperar que sus adversarios s'autodestruyeran o que se pusieran al alcance de su cuchillo.
El hecho de ser una mujer educada en la Alemania comunista tratando de abrirse paso en un mundo de hombres forjados en la Alemania Federal, le dio una distancia crítica muy útil respecto de la vanidad y los puntos débiles de los políticos. Para llegar a ser Cancellera, Merkel tuvo que vencer figuras que parecían mucho más poderosas que ella, como Kohl, Edmund Stoiber o Gerard Schröder.
El hecho de estar hecha de una sola pieza -cosa poco habitual en las personas ambiciosas- le ha dado una gran resistencia a las críticas y a las conspiraciones. En un país que todavía paga las derrotas de los líderes bocazas del siglo XX, su perfil bajo ha hecho sentir seguros la mayoría de electores alemanes, que sólo quieren estabilidad e ir pasando, en un mundo cada vez más inseguro.
Merkel ha sabido mantener el poder de su partido dentro de Alemania y el de Alemania dentro de Europa, pero lo ha hecho a base de empequeñecer el espíritu democrático de su país y, por extensión, de las instituciones europeas. Como Cancellera ha podido durar también porque los norteamericanos no han querido nunca líderes alemanes que tuvieran grandes principios. Para Merkel, que estaba dispuesta a adaptarse a la Alemania comunista, todo es negociable, mientras haya un mínimo de libertad.
Igual que le pasaba a Jordi Pujol, la Canciller encarna unos estereotipos sobre su país que parece que vengan de países extranjeros. La eficacia y el pragmatismo se han acabado convirtiendo en su peor enemigo, porque la democracia no es una receta ni un método y no funciona sin idealismo. Incapaz de evitar el Brexit, que habría podido impedir dando un apoyo más generoso a David Cameron, las coaliciones que ha hecho con la oposición socialdemócrata con el fin de mantener el poder han empobrecido el debate político y han alimentado a los partidos extremistas.
El único intento de dar una patina de grandeza en su política, lo hizo con los refugiados, pero no funcionó porque era un gesto estético y pedante, que sólo guardaba coherencia con una retórica buenista europea que ya estaba muriendo. Ahora, la detención de Puigdemont ha traído el problema catalán a su casa. Hace pocos años este problema era pequeño y fácil de solucionar; ahora tiene muchos números para marcar profundamente el futuro de Europa. Es difícil que una dirigente que ha contribuido tanto a convertir la democracia en una rutina fría y oscura esté en condiciones de ayudar a solucionarlo.