No se podía saber que El Mundo saldría hoy domingo con una entrevista/masaje a la presidenta madrileña. Isabel Díaz Ayuso va con todo. Confirma que España es, para ella, una monarquía judicial, cosa que has leído aquí muchas veces. A la corona y las togas, ella añade Madrid (concepto, como dice Iu Forn), donde gobierna en una coalición quizás aun más frágil que la que sostiene a Pedro Sánchez. En una democracia normal, la corona y las togas ya habrían salido, raudas y veloces, a explicar que Ayuso no es su portavoz y que, obviamente, respetan los resultados electorales y las decisiones del poder legislativo, sede de la representación popular de la que cuelga todo, su corona y sus togas también.
El diario, que se presta al juego de la presidenta, debería saberlo bien. Ya son mayorcitos. Los hechos no juegan a favor de Isabel Díaz Ayuso. Salvarla pide un relato mucho más imaginativo que el construido en la entrevista. Escudarse en el Rey y los jueces es de una gran creatividad patriotera, pese a la grosería del juicio de intenciones indemostrable de insinuar que Sánchez es un golpista. La gestión de la pandemia, sin embargo, se mide por el número de muertos. No se puede distorsionar ni disfrazar la realidad de la covid-19 con una narrativa astuta ni evaluarla desde el prejuicio, porque los cadáveres vienen a por tí tanto si gustas como si no. Aunque te escondas bajo las togas de los jueces y del Rey, a quienes parece que la presidenta quiere endosar a los difuntos. Aunque el diario no lo diga ni te lo pregunte.
El juego de los muertos
Ayuso es una experta en jugar el juego de arrojar sus muertos a los pies de otros. Empezó poniéndose al lado de los que promovían la querella contra el delegado del gobierno español en Madrid por permitir la manifestación feminista del 8-M. Todo acabó en pizza. A finales del pasado junio, al hacerse público que en las residencias de mayores de Madrid había muerto uno de cada cinco internos (7.690 personas), exigió que el gobierno central ordenara pasar la PCR a todos los que llegaban del extranjero en el aeropuerto de Barajas. ¿Extraño? No. Quería desviar la atención de las residencias, el fracaso del sistema de rastreo de contactos de los positivos y la precipitación en la desescalada. Madrid era la comunidad donde más abuelos habían muerto y las residencias dependen del gobierno regional. La jugada no le salió bien. El tráfico en Barajas era escaso y los contagios casi inexistentes.
Una semana después, decía que la mascarilla no era necesaria. Pasados quince días, impuso su uso, además de otras restricciones. Nada. En agosto, Madrid era la ciudad europea favorita de la pandemia: pasa de 338 a 6.481 casos semanales. En septiembre, Ayuso intensifica las restricciones, al darse cuenta de que los muertos se amontonan sobre su gobierno y se queda sin excusas. A partir de aquí ya te suens todo. A principios de octubre le cayó encima el consejo de ministros: confinamiento de diez ciudades, vigiladas por 7.000 policías, casi tantos como los que reprimieron el 1-O en Catalunya.
Estos son los hechos, que el diario podía comprobar. Podía añadirles pesto o fruta confitada, pero el nombre del plato es el mismo: tragedia por incompetencia. Es lo que defiende esa entrevista que no busca fiscalizar al poder responsable de una de las crisis sanitarias más graves de Europa sino vestir la mona. Pero aunque la mona se vista de seda, mona se queda, aunque la entreviste El Mundo.