"A nadie le entra que esto no es un estado de derecho... a no ser que vaya por el mundo de forma sectaria", denunciava Mariano Rajoy hace dos semanas, en la rueda de prensa con el primer ministro de Dinamarca. El presidente negaba temor a que la idea de los presos políticos calara en el extranjero, pese a que el titular de Justicia, Rafael Catalá, confesó ante el Congreso la "ofensa" que le suponía el lazo amarillo. Si bien, en la Moncloa saltaron las primeras alarmas sobre la imagen de España hace días, cuando Carles Puigdemont fue liberado en Alemania sin el delito de alta traición.
Y es que el Ejecutivo ha recibido ya varias alertas sobre que no sería suficiente garantía el apoyo de los Estados; también es relevante el impacto en la opinión pública internacional. El ejemplo remoto: las portadas por las cargas policiales del 1-O, tales como "Bloody Sunday", o "Shame of Europe". Más reciente, las palabras de la ministra de Justicia alemana, Katarina Barley, sobre que era "correcto" liberar a Puigdemont, idea que su portavoz matizó a posterior, tras avivar el malestar del Partido Popular y forzar el encontronazo con el Gobierno.
De hecho, de los esfuerzos comunicativos del gabinete ministerial frente al procés sólo se conocían hasta el momento los grupos Barretina y Montserrat, promovidos por el exministro de Exteriores José Manuel García-Margallo, o la intensificación de los contactos entre Estados las semanas previas al referéndum. "Lo hacemos y lo seguiremos haciendo" decía una fuente del Gobierno sobre el esfuerzo diplomático del ministerio de Alfonso Dastis. Es decir, una política basada en la tesis que "el partido se juega fuera y si los otros no te reconocen como Estado", definió Margallo.
Así pues, la Moncloa se ha puesto en marcha para contrarrestar las simpatías que el independentismo hubiera forjado en el exterior. El ejemplo significativo fue la aparición de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría en el Frankfurter Allgemeine, diario líder en Alemania. "El apoyo a los separatistas está "disminuyendo" era el titular de la pieza, donde Santamaría avisaba de que España tenía "estricta separación de poderes" y respondía a las peticiones de diálogo de algunas tribunas, recordando que ellos no se ofrecían a mediar en asuntos de otros Estados.
En paralelo, Ciudadanos hace tiempo avisó a Dastis de la acción de la Generalitat, lo que propició la "liquidación" con el 155 del Diplocat. Es más, el exprimer ministro francés Manuel Valls confesó que se había implicado en la campaña del 21-D con PP, PSC y Cs consciente de la falta de información externa. "Se supo demasiado tarde lo que pasaba en Catalunya" lamentó. Y de ahí también, la apuesta de Valls para la alcaldía de Barcelona con Cs. Finalmente, Inés Arrimadas ofreció una entrevista al semanario Der Spiegel, donde dijo que los independentistas habían "perdido".
El último al apuntarse a la batalla es Pedro Sánchez, quien ha empezado una auténtica gira para explicar la acción del Estado ante el conflicto soberanista, asumiendo ese papel, al considerar que el ejecutivo no hacía suficiente. El secretario general del PSOE viajó a Alemania el 22 de abril, donde explicó a los socialdemócratas (SPD) del país –partido de Barley– que los independentistas "violaron las leyes" y que España era una democracia consolidada. Lo mismo hará el 8 de mayo en la London School of Economics, citado con los laboristas Gordon Brown y David Corbyn.
La cuestión es que numerosas voces hacía días se habían pronunciado, en oposición a la política entre Estados de la Moncloa. El vicepresidente del Grupo Popular Europeo, Paolo Rangel, hizo un llamamiento en la convención Sevilla para que España explicase al mundo que "es un país libre" y que el sistema de comunidades autónomas funcionaba. Una enmienda al perfil bajo del Estado en el exterior, que según algunas voces, tendría también un origen en la crisis económica de que el Gobierno asumió en el 2011 y el consiguiente recorte en el presupuesto de esas partidas.