La prisión de Rajoy no es, efectivamente, la de Soto del Real ni la de Estremera. Ni tampoco está motivada por la larga lista de casos de corrupción que afectan al PP. Rajoy está encerrado en ella tras haber renunciado por voluntad propia a la revisión de su caso. Y visto su comportamiento —y que se reafirma en los hechos—, difícilmente saldrá nunca de esa cárcel.
Rajoy ha construido su propia prisión a raíz de su política con Catalunya. Puso los primeros ladrillos en 2005, con la recogida de firmas contra el Estatut, y ha terminado los acabados con su gestión de los resultados del 21-D y del proceso de investidura del candidato de la mayoría independentista, Carles Puigdemont. En las últimas semanas, jugándoselo todo a la vía judicial, el presidente del Gobierno español ha confirmado su condición de prisionero de una estrategia que, en lugar de explorar soluciones, sólo acentúa la tensión y agrava el mismo problema que quiere resolver.
La judicialización de la política es una de las tres patas que sostienen la renuncia a la política por parte de Rajoy. Las otras dos son, por una parte, la utilización de un amplio abanico de medios de comunicación sobre los cuales puede ejercer influencia (política o económica) para implantar un pensamiento único que no admite discrepancias y, de otra, la exaltación de las masas de todo el Estado como escudos humanos ante su irresponsable acción –e inacción– en Catalunya. Las dos son propias de dirigentes sin recursos políticos, condicionados por la inmediatez de los resultados y faltos de una visión a medio y largo plazo.
Rajoy es prisionero de este triángulo: los jueces no abandonarán la iniciativa, tomada a instancias de la Fiscalía (es decir, Moncloa), los medios sin vergüenza de su seguidismo, y las rojigualdas en los balcones
Rajoy está preso de este triángulo: los jueces, que no abandonarán la iniciativa que han tomado a instancias de la Fiscalía (es decir, de la Moncloa), la mayoría de medios que no se avergüenzan de su seguidismo, y las banderas rojigualdas continuarán colgadas durante bastante tiempo en los balcones de las calles de las ciudades y pueblos de toda España. No hay marcha atrás, porque eso no lo desactiva ni el más hábil estadista (que, obviamente, no es el caso).
Cuando el Gobierno español –y los partidos que le dan apoyo en la crisis catalana, PSOE y Cs- aplicaron el artículo 155 se lo jugaron todo a una carta: la cita electoral del 21-D, que Rajoy quería celebrar en primavera y que hubo de convocar para antes de Navidad por exigencia de la Unión Europea. Las elecciones tenían que ser la herramienta para derrotar políticamente al soberanismo, ya que las victorias del Estado sólo habían se habían producido por la vía judicial y nunca en elecciones.
Pero los electores ratificaron la mayoría independentista. Hacía tiempo que Rajoy era prisionero de su estrategia, pero tenía una última oportunidad para ejercer de mandatario responsable y mostrarse ante Europa como un gobernante capaz de plantear salidas a las situaciones de conflicto, que es como se demuestra la capacidad de los políticos de cierto nivel. Un reconocimiento implícito de la mayoría parlamentaria y la busca de una vía intermedia para facilitar la investidura de Puigdemont (a cambio de un pacto y, por lo tanto, algunas renuncias por parte del soberanismo, como requieren todos los pactos) hubieran abierto la puerta en la difícil, pero no imposible, opción de trasladar a la política lo que es conflicto estrictamente político.
Sería bueno que, más allá del tacticismo y las inevitables pugnas internas, el soberanismo tomara nota que su victoria, como en otras ocasiones, puede venir de los errores del contrario
Pero Rajoy hizo caso omiso de la doble derrota electoral del 21-D (la victoria del soberanismo y el estrepitoso resultado de su partido) y se ha mantenido firme en su callejón sin salida. Ahora ya no le queda más margen de maniobra. Con Ciudadanos comiéndole el terreno, la carrera en la derecha española se parece a la que propiciaron PDeCAT y ERC entre el verano del 2015 y los fatídicos días de finales de octubre pasado: el primero que frene, pierde. Ha habido, en los dos casos, una gestión deficitaria en la utilización de los elementos y ahora están fuera de control. Rajoy ya no tiene capacidad para salir de su celda y sólo le queda la opción de vencer sin convencer, en lo que no es más que una derrota a largo plazo.
Sería bueno que, más allá del tacticismo y las inevitables pugnas por el liderazgo interno, el soberanismo tomara nota que su victoria, como en tantas otras ocasiones, puede venir de los errores del contrario. Pero la victoria total, si realmente se llega a producirse, no será a corto plazo.
Santi Terraza es director de la agencia de comunicación Hydra Media y de la Revista Castells. Preside el Eco de Sitges.