"La hospitalidad sarda tiene un carácter completamente diferente (a la corsa): es, si se puede decir, más primitiva, más antigua, más sencilla, más universal". La descripción la hizo Antoine-Claude Pasquin, de sobrenombre Valéry, en su libro Viaje a la Cerdeña. Bibliotecario de Versalles y conocido a principios del XIX por sus guías de viaje, quedó fascinado por aquella isla tan antigua y, al mismo tiempo, tan cargada de misticismo. Pocos años más tarde, en 1838, un contemporáneo suyo, Honoré de Balzac, se alejaría de aquella mirada nostálgica después de viajar por la Cerdeña en diligencia y a caballo, y de tener que hacer, en L'Alguer, una cuarentena preventiva por cólera. Aquella experiencia agria la dejó inmortalizada en siete cartas furibundas dirigidas a la condesa polaca Ewlina Hanska, con quien se casaría años más tarde. Aseguró que aquella era "una tierra sin felicidad", describió a los isleños como "salvajes" que "se visten con trapos", y remachó su rabia afirmando que "África empieza aquí".
Si Valéry proyectó su mirada romántica y Balzac, su mal carácter irascible y desatado, sería el poeta D'Annunzio quien bautizaría la tierra sarda con un nombre consagrado para siempre: "la isla mágica". En 1882, con solo diecinueve años y a los inicios de su grandeza poética —ya había publicado su Primo vere—, inició un viaje de varios meses por la Cerdeña en compañía de sus amigos de la revista literaria Capitan Fracassa, y de esta aventura por estas tierras "milenarias y misteriosas" surgieron poemas famosos como La Spendula o Sotto la Lolla. Todavía no era el poeta próximo al fascismo de los años posteriores, pero sería esta filiación futura y su estrecha amistad con Mussolini la que ayudaría al catalán de L'Alguer, cuando el Duce se obsesionó en italianizar lingüísticamente todo el territorio. Finalmente, el poeta consiguió que no se prohibiera el uso del idioma, aunque el catalán de L'Aguer se había ido minorizando. Pero, y a pesar de las contingencias históricas y la precariedad inevitable de no disfrutar de estructuras de estado, el catalán de L'Alguer ha sobrevivido a los siglos, casi siempre aislado de su nación lingüística, aunque, desde la Renaixença catalana, y especialmente con la recuperación de la Generalitat, los vínculos con el territorio más periférico de toda el área lingüística catalana se han ido haciendo más estrechos y continuados.
Viaje a la Cerdeña
Hacia esta isla mágica de Cerdeña, y, específicamente, hacia "la isla dentro de la isla" que es L'Alguer, viajamos para informar del último intento desesperado del juez Llarena para extraditar al president Puigdemont a España. En el ambiente del viaje, los buenos augurios que permiten las noticias de los últimos días: la libertad sin ninguna medida cautelar dictada por la jueza, después de la surrealista detención del presidente de hace unos días; la firme voluntad de varios países, desde Alemania hasta Austria, Lituania o Bélgica, pasando por Suiza, de no ejecutar las extradiciones, según se ha sabido por las comunicaciones de España mediante el sistema Sirene; y, finalmente, la decisión de Italia de no detener a Comin y Ponsatí si viajaban al país, como así ha sido. Es evidente que la prudencia obliga a apaciguar el optimismo, por aquello del trigo y el saco. Pero la seguridad con que el abogado italiano Agostinangelo Marras afirma que el presidente podrá volver a Bruselas sin ningún problema, sumada a las palomitas que Boye va cocinando desde hace días —"ya te digo que este Llarena es independentista, coño!— alimentan un estado de ánimo considerablemente desinhibido. Todo apunta que, nuevamente, el exilio catalán derrotará la alianza de cloacas policiales y jurídicas que, bien afirmadas en la complicidad política y el aplauso mediático, intenta tozudamente encarcelar al presidente. De hecho, Boye prefiere que la resolución de Italia llegue antes que la decisión del TGUE de retorno de la inmunidad, porque significaría un nuevo país, junto con Alemania y Bélgica, que habría negado judicialmente la extradición.
Pero, y a pesar de las buenas expectativas, no hay exaltación, ni euforia en el ambiente, sino confianza y determinación. Es esta determinación la que ha ido haciendo caer, pasa a paso, todas las trampas que el estado español ha puesto para alcanzar, desesperadamente, su sueño húmedo: cazar al presidente. Todos los presentes son muy conscientes de que no se enfrentan a la petición extemporánea de un juez, sino a todos los poderes de un estado, capaz de arrastrarse por el barro, con el fin de imponer su dominio. En un momento determinado, alguien asevera que la Corona debió conocer al detalle la monitorización de la detención del presidente que se estaba haciendo desde la central de policía, y todo el grupo lo ratifica. Es impensable que la cúpula policial no informara al rey Felipe. "Y Marlaska, también lo debió saber Marlaska", dice una de las voces, y en el ambiente sobrevuela la relación íntima del ministro con las cloacas del estado. Sin duda, Pedro Sánchez también es culpable, o lo es por acción responsable, o por omisión irresponsable.
A la hora de la comida nos reunimos en torno a la buena mesa del restaurante que nos acoge, El Romaní, y el poeta Joan-Elies Adell —jefe de la oficina catalana de la Generalitat en Italia, destituida para el 155— nos hace la presentación: "Pertenece a una familia históricamente comprometida con la identidad de L'Alguer". "El menú en alguerés, lo habréis visto", dice la propietaria, orgullosa, antes de felicitar al president. "Mucho coraje y mucha suerte", remachará, emocionada, cuando se despida. Al inicio, un brindis de Puigdemont, "por la República. ¡Lo conseguiremos!", y después la mezcla de conversaciones, amontonadas, desordenadas, caóticas y, sin embargo, bien dirigidas hacia el hito común de la independencia. Hablamos del papel del Consell per la República, de las estrategias para preservar e implementar el mandato del Primero de Octubre, de los buenos augurios de mañana, en el tribunal de Sassari y, sobre todo, de la decisión final que tome el Tribunal de Luxemburgo, la jugada maestra de la partida... Boye abre el iPad y enseña el discurso de Pablo Casado en el que asegura que "traeremos a Puigdemont al Supremo", como si el líder del PP fuera policía y juez, todo al mismo tiempo: España y la falta de escrúpulos democráticos... La imagen de Casado con una espada encima del caballo, "a la lucha, españoles", aparece por unos segundos en la imponente sala con bóveda catalana de El Romaní. Es una imagen de sainete barato.
Afilando las estrategias
Liberados de esperpentos y fantasmas, ensartamos debates encendidos y los políticos y abogados afinan las estrategias. Y mientras el sabor mediterráneo de los platos nos suaviza el paladar —y llena el estómago de rumiante de Comín, que come como si fuera un adolescente hambriento—, el ambiente respira ilusión. Ninguna de aquellas personas de la sala se ha rendido, ni ninguna de ellas ha abaratado los sueños, sino al contrario, trabajan con inteligencia y tozudez para conseguirlos. El liderazgo de Puigdemont los religa y los fortalece. Observo la escena en su conjunto y me entretengo en repasar a las personas que acompañan al presidente, amigos y cómplices de la hazaña histórica que estamos viviendo: Míriam Santamaria, discreta, eficaz, leal; Josep Lluís Alay, sabio, resiliente, imperturbable; Clara Ponsatí, rebelde, honesta, incisiva; Jami Matamala, el amigo, la roca sólida, pétrea; Xevi Xirgo, el cronista de cada herida, de cada duda, de cada gesta; Gonzalo Boye, el cerebro jurídico, el hombre detrás de los extraordinarios éxitos del exilio en los tribunales internacionales, y reinando, travieso y agudo, Toni Comín, inquieto, entregado, valiente. Carles parece cansado, "he dormido solo dos horas", pero le brilla la mirada. Sabe que la batalla de L'Alguer es clave en el proceso de confrontación con el estado, un paso más que internacionaliza el conflicto y pone en evidencia la vulneración de los derechos de los catalanes en el Reino de España. Y es una batalla que está a punto de ganar.
Salimos a la calle y algunos alguereses reconocen al president y lo animan. Gracias a la detención de Puigdemont, L'Alguer también se ha puesto en el mapa. En un callejón sinuoso, con cierta timidez, se acercan dos jóvenes. Son catalanes y se emocionan. ¡Nos despedimos con un "¡Visca Catalunya!" y el paseo se pierde por las calles medievales de la ciudad conquistada por Pere el Cerimoniós en 1353. De repente, en una curva, un puesto de dulces atrae la atención del president. "Mira, este turrón lo hacen igual, exactamente igual, en Amer" y compra unos pedazos. Después las conversaciones continúan su hilo interminable. Hace calorcito. Es un día bonito. Mañana lo será más.