Maria Rosa y Antonio tenían por costumbre subir a Montserrat cada 27 de abril. Dejar un cirio a la virgen, comprar coca y mató, comer en el Mirador y volver a Begues, me explican, pero dicen que hoy han cambiado la visita a La Moreneta por una Puigdemont Xperience©, que mirándolo bien también tiene alguna cosa de ejercicio cargado de devoción. Deben estar en el umbral de los setenta años y él, que se hace llamar Antòniu, dice que ya no conduce porque es diabético y no tiene bien la vista por culpa del azúcar. Ella es un ejemplar patronímico de abuela moderna con zapatillas deportivas Domyos, ya que, igual que Convergència, las abuelas catalanas también han sufrido un proceso de mutación: dejaron de parecerse a Marta Ferrusola el día que Artur Mas se quitó la corbata y habló de 'derecho a decidir'. Desde aquel día, todas las señoras catalanistas de sesenta para arriba pasaron a ser independentistas, convertirse en clones de Irene Rigau y adorar, posteriormente, a Carles Puigdemont.

Maria Rosa y Antonio, recién llegados a Argelers, como dos hooligans. Foto: David Borrat (EFE)

Maria Rosa es un ejemplo claro, pienso, pero sorprendentemente me confiesa que ella era del PSUC y que había votado ICV toda la vida hasta el año 2017. "Puigdemont lo cambió todo" me dice, mientras me explica que se ha levantado a las siete para preparar dos bocadillos de butifarra blanca y subir hasta Argelers de la Marenda, porque ya se sabe que a la Catalunya del Nord los catalanes no vamos: subimos. Como fuera llueve a cántaros, el pabellón ya está lleno a tope, aunque falte media hora para el inicio del mitin territorial del Barcelonès y el Baix Llobregat. No paran de sonar canciones de Buhos mientras el speaker Pep Callau, engominado como si una jirafa le hubiera lamido la cabeza, entretiene al personal haciendo preguntas como si aquello fuera el primer juego de conocimiento de unas colonias del Estiu és teu. Haciendo tiempo para que empiece el acto, decido salir a fumar y fuera veo unos futbolines, un food-truck e incluso una carpa llena de mesas y sillas, ahora lógicamente vacía por culpa de la tormenta.

La estampa me recuerda tanto a una fanzone del Barça en alguna final de Copa del Rey que me pregunto si en algún momento también aparecerá Jimmy Jump con barretina. No se puede descartar nada, porque si alguna cosa tiene esta campaña electoral de Junts + Puigdemont por Catalunya es que de normal, desgraciadamente, no tiene nada. Por primera vez en la historia, un partido ha decidido celebrar los mítines por unas elecciones en una comunidad autónoma del reino de España fuera del Estado español. Si normalmente son los candidatos los que van a las diversas comarcas para explicar sus propuestas, esta vez son las comarcas las que van al candidato para oírlo hablar, por eso este fin de semana un ejército de principatinos con un coche tipo SUV ha venido a ocupar la Catalunya del Nord. No para anexionarla de nuevo al Principat, sin embargo, sino para hacer turismo patriótico.

Dos señoras con simpatías escocesas ante un perfil de Puigdemont tipo moneda. Foto: David Borrat (EFE)

Entre el público, impaciente por el inicio de la jarana, también hay mucho matrimonio de cincuenta largos que este sábado ha decidido no ir a la casita del Empordà o la Cerdanya, y hacer unos cuantos kilómetros más hacia el norte. El hombre con anorac North Face que hace pis a mi lado en el lavabo, por ejemplo, tiene toda la pinta de llevar una camisa del Macson, tener dos pares de Múnich en el zapatero de casa y al pasar por la frontera administrativa, de camino para acá, haberse sorprendido de que en territorio francés todavía se escuchara a Bundó. Le pregunto de dónde viene y me dice que de Badalona, pero en coche. "Una escapadita de fin de semana", me afirma satisfecho. Me lo puedo imaginar: mitin en Argelers, moules te frites para comer en Portvendres, un paseo por Perpinyà a media tarde y un hotelito en Prada para llevar un ramito de flores al maestro Pompeu Fabra al día siguiente. Ni aquella tal Sara que anuncia excursiones con carteles hechos con Word Art lo clava mejor.

Mirándolo bien, quizás Convergència dejó de ser un partido político para pasar a ser un tour operador de emociones el día que dejó de hablar de Catalunya para hablar de Ítaca. De eso ya hace más de una década, pero toda aquella gente que quería llegar a puerto resulta que está aquí hoy en otro destino, menos metafórico pero más real: Argelers. Si la isla griega es sinónimo de libertad, la ciudad rosellonesa estará eternamente ligada a nuestra memoria histórica más bien como una prisión en la cual acabaron miles de exiliados en 1939, por eso no deja de ser grotescamente redondo que casi un siglo más tarde sea otro exiliado político, Carles Puigdemont, quien vuelva a reunir aquí a catalanes del sur que, por lo que he ido oyendo, sospecho que no lo ven como un candidato, sino más bien como un símbolo de carne y huesos ligado a la esperanza, la firmeza y la perseverancia. Lo confirmo a las doce en punto, cuando el 130.º president de la Generalitat aparece con paso firme hacia el escenario como una estrella del rock y el millar de presentes, de pie, estalla en gritos de '¡Puigdemont, nuestro president!'.

"Todos los colores del azul", diría Raimon. Foto: David Borrat (EFE)

No es hasta cuarenta y dos minutos más tarde, después de los parlamentos de Isidre Sierra, Jordi Bou, Ariadna Urroz, David Torrents y Jordi Turull, que Carles Puigdemont sube al escenario y deja claro que no quiere ser president para recibir instrucciones de Madrid, sino que si lo es será para ir a Madrid a dar instrucciones. El discurso tiene el tono y la forma unilateralista que hace vibrar al público, pero en esencia tiene el fondo pactista que lo hace enternecer, ya que, se llame Junts + Puigdemont o Convergència, en el fondo aglutinar fuerza política para negociar de tú a tú con Madrid tiene muchas resonancias con el color corporativo azul que la candidatura ha escogido para estas elecciones. "No es el azul de Convergència, no seas malo", me dice una compañera de trabajo mientras ya me lío un cigarrillo y miro la cola kilométrica que hacen los asistentes, al acabar el acto, para hacerse una foto con Puigdemont. Quizás tiene razón y no es el mismo azul, pienso. Qué más da. En realidad, lo único en que se parecen Ítaca y Argelers, de hecho, es en el azul del mar.