Las imágenes son demasiado familiares en otras latitudes. Un grupo de agentes de policía pide la documentación a un hombre negro y después intenta reducirle. Supuestamente iba bebido e intentó agredir la autoridad, aunque los testigos lo niegan. Como el hombre se resiste, uno de los policías lo acaba inmovilizando en el suelo con la rodilla encima. Estos hechos no tuvieron lugar en Minneapolis el 25 de mayo. Quedó todo más cerca: en la plaza de Nelson Mandela, en el barrio madrileño de Lavapiés, ahora hace dos semanas. Por suerte, la rodilla acabó sobre su hombro y no sobre su cuello, y evitó un final trágico como el de George Floyd. Pero no sería ni el primero, ni el segundo, ni el tercer inmigrante muerto en manos de la policía española.
Más imágenes familiares. Un par de días más tarde se conocía otro caso anterior. Un joven, también negro, era interceptado al salir de casa por seis policías que le pidieron identificarse. Venían a desahuciarlos. Uno de los agentes le preguntó si era el "jardinero" y a partir de aquí empezó su pesadilla. Empezaron a tirarle bolsas de basura, empujarle, escupirle y a propinarle golpes en la cabeza. La misma víctima lo grabó con el móvil, un audio que visibiliza las vejaciones continuadas. Mientras es agredido, se escuchan insultos como "negro de mierda, hijo de la gran puta", "eres un mono" o "intenta irte muy lejos; vete más lejos que África, mejor". También se escucha el joven mientras es reducido: "Me estáis haciendo daño, me estáis ahogando". No fue hasta la madrugada que fue trasladado de comisaría al hospital. Los hechos no tuvieron lugar en Minnesota, sino en Sant Feliu Sasserra, en la comarca catalana del Bages, en enero del año pasado. Los seis mossos involucrados simplemente han sido cambiados de destino.
El caso de George Floyd ha reavivado la lucha contra el racismo institucional en todo el mundo. La vista está muy puesta en Estados Unidos. Pero no hay que atravesar el Atlántico para encontrar multitud de ejemplos de discriminación policiales y gubernamentales. El Estado español ha sido denunciado por prácticas racistas por multitud de organismos, desde de Amnistía Internacional y Humanos Rights Watch hasta las Naciones Unidas. La lista es larga, desde los CIE hasta la situación en la frontera sur, pasando por la ley de extranjería o las identificaciones raciales. La policía española también ha matado. Tienen nombres y apellidos: Mame Mbaye, Ilias Tahiri, Lucrecia Pérez, Jonathan Sizalima, Osamuyi Aikpitanyi, Idrissa Diallo, Samba Fofana o Marouane Abouobaida.
El "pozo" de los CIE
Yasin lo ha sufrido en carne propia y de varias maneras. Su familia es originaria de Marruecos, pero él ha nacido y vivido toda la vida en Madrid, donde se instalaron sus padres a principios de los años ochenta. Tiene permiso de residencia español. Es castellanohablante. Ha estudiado en Madrid. Tiene sus amigos y su entorno en España. Lo tiene todo aquí; poca cosa le queda en el otro lado de la frontera. Su pesadilla empezó al salir de la cárcel, donde cumplió una corta condena del primero al último día. Desde entonces, ha sufrido las diferentes facetas del racismo institucional.
Yasin, nacido en Madrid y con tarjeta de residencia española, ha llegado a ser encerrado en un CIE y expulsado a un país donde nunca ha vivido
Mientras estaba en la cárcel le abrieron un expediente de expulsión, pero él no lo sabía. Le visitaron unos agentes de la Brigada de Extranjería en los locutorios para entregarle una citación para "aclarar" su situación. "En aquel momento lo vi como si estuvieran arreglando mi movida, pero no", relata Yasin. Acudió voluntariamente a la citación el 15 de junio del 2019. Llevaba 37 fotocopias para acreditar su arraigo en España. "El agente ni se molestó a mirar la documentación, me dijo que no paralizaba la expulsión", asegura. Pasó la noche en el calabozo y, en menos de 24 horas, ya estaba en el Aeropuerto de Barajas para ser deportado. Después de ser registrado "como un terrorista", subió a un avión de carga rumbo a Melilla, y de allí a la ciudad marroquí Nador, a centenares de kilómetros del pueblecito donde todavía tenía la abuela paterna. Él ni siquiera ha vivido nunca en Marruecos. El poco árabe que sabe lo ha escuchado en casa; ni lo sabe leer y todavía menos escribir.
Al cabo de quince días, con el permiso de residencia español en la mano y un sello en el pasaporte comprado, volvió. Tuvo que coger un avión hacia Burdeos (Francia), de allí fue a Bilbao en autocar, y acto seguido otro autocar hasta Madrid. "Me pasé unos cuantos meses en casa, sin salir y sin poder hacer nada. Y si salía, era con miedo", explica Yasin. Un día salió de fiesta con su pareja e iba a desayunar "como de costumbre". De repente aparecieron tres guardias civiles pidiéndole la documentación. Sólo a él, a su chica no. Está convencido de que lo reconocieron, que sabían que era un deportado. De allí acabó en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche, en Madrid, donde pasó una cincuentena de días. Su suerte: que con el coronavirus los liberaron.
Sobre el papel, los CIE son centros de retención de inmigrantes que tienen pendiente una orden de expulsión. A la hora de la verdad son una especie de prisiones que se mueven en el oscurantismo y la sombra de las vulneraciones de derechos humanos. El Consejo de Derechos Humanos de la ONU llegó a condenarael Estado español por la detención arbitraria de Adnam el Hadj, un inmigrante marroquí que fue expulsado después de denunciar maltratos y vejaciones al CIE de Aluche. Se han llegado a abrir investigaciones judiciales por torturas en estos centros. Incluso ha habido muertos, como es el caso de Idrisa Diallo, que estaba recluido en el CIE de la Zona Franca de Barcelona. Hay ocho CIE en toda España, todos con historiales similares.
¿Cómo son estos CIE por dentro? "En el caso de Aluche, es un pozo. Para mí fue como una prisión regida por un sistema tercermundista, o incluso peor que una cárcel", denuncia Yasin, que conoce de primera mano tanto lo que es una cárcel como lo que es un CIE. "No notas que estás en España, y mucho menos en Europa. Ni por las instalaciones, ni por el trato, ni por los medios", remacha. Lo describe como un "régimen autoritario casi militar". Y pone un ejemplo: "Bajamos a desayunar y en las escaleras ya nos encontramos un agente antidisturbios con el escudo en la mano, preparado para atacar".
Además de abusos físicos que se producen en total opacidad, Yasin denuncia que hay falta de atención hacia los inmigrantes que están internados, desde el punto de vista médico e incluso del alimentario. "Te dan la comida justa para no desmayarte", asegura. Las duchas están frías. Las instalaciones son precarias y están sobrecargadas. "No hay nadie que ayude en nada, a no ser que vengan de las ONG. Y aún así su labor queda muy limitada por las restricciones del régimen policial", lamenta. "Son instalaciones completamente represivas. No es un centro de internamiento, sino que de reclusión", concluye.
Una vez en el CIE, ya con el coronavirus desolando España, llegó el cierre de las fronteras europeas. "Ya creía que me volverían a expulsar, pero cerraron las fronteras y me soltaron", admite. "No puedo agradecer a Dios que haya habido una pandemia mundial... Pero es que mi suerte ha estado en esta puta mierda", recuerda. Pero no parece que nunca vaya a dejar de vivir con el miedo en el cuerpo.
La frontera "sin derechos" del sur
El estado de alarma por el coronavirus también ha servido, justamente, para visualizar el racismo policial. A petición del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Rights International Spain elaboró un informe al respecto. Documentaba al menos 70 "incidentes racistas y prácticas institucionales discriminatorias", 39 de los cuales a manos de la policía. Pero estos son sólo los casos que se han denunciado y han podido recoger.
Probablemente donde más claro se visualiza es en la frontera sur de España, en las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, fortificadas y militarizadas sólo para frenar la llegada de inmigrantes. La lista de vulneraciones de derechos humanos es larga, algunas incluso con el aval del Tribunal de Estrasburgo, como las llamadas devoluciones en caliente. Esta frontera ha dejado imágenes terroríficas en la retina, como la masacre del Tarajal del 2014. Quince inmigrantes murieron ahogados intentando llegar nadando a esta playa de Ceuta. En vez de socorrerlos, los agentes de la Guardia Civil respondieron disparando balas de goma y botes de humo de ocultación. El caso llegó a los tribunales, pero fue archivado poco tiempo más tarde. El Tarajal es el símbolo de una realidad diaria en este punto del Mediterráneo.
En el 2016, Amnistía Internacional publicó la informe Ceuta y Melilla: un territorio sin derechos para personas migrantes y refugiadas. La organización de defensa de los derechos humanos identificaba hasta ocho tipos de violaciones de derechos humanos en la frontera española, como la falta de condiciones adecuadas en los CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes) para las víctimas de violencia de género y las personas LGBTI. Pero también el cierre de fronteras para los refugiados que no provenían de Siria, un sistema arbitrario de sanciones, restricciones a la libertad de circulación de los solicitantes de asilo, la falta de información para los que buscan protección internacional o los elementos lesivos colocados en las fronteras (las polémicas concertinas). Otro informe, elaborado por Human Rights Watch en 2018, constataba como a pesar de la llegada del PSOE al Gobierno, las "devoluciones sumarias" continuaban y miles de inmigrantes se enfrentaban a "condiciones deficientes en las instalaciones de acogida y obstáculos para solicitar asilo".
"Ceuta y Melilla son lugares muy intensivos en vulneración de derechos, tanto cualitativamente como cuantitativamente"
Carlos Arce, responsable de Migraciones de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA), utiliza expresiones como "fronteras sin derechos" o "fosa común de Europa" para referirse a la frontera sur del continente. "Ceuta y Melilla son lugares muy intensivos en vulneración de derechos, tanto cualitativamente como cuantitativamente", constata. "El punto de partida inicial está en la inexistencia de vías de acceso legales y seguras a territorio español. Es la clave de bóveda de la que cuelgan el resto de vulneraciones de derechos que podemos ver en la frontera española, pero también en la italiana o la griega", explica.
"Este punto de partida hace que haya una gestión exclusivamente securitaria y policial del control de fronteras y los flujos migratorios", critica Carlos Arce. "Cuando dejamos temas tan sensibles en manos exclusivamente de la perspectiva policial y represiva, nos encontramos un sistema muy pobre en materia de protección de derechos humanos", lamenta el responsable de APDHA. Pone el foco en la situación de los CETI, que multiplican "por dos o por tres" su aforo y "en condiciones materiales nefastas". Señala que "teóricamente son centros de acogida, pero en la práctica son lugares de retención". Algunos migrantes llegan a pasarse años "bloqueados". En momentos como el actual es directamente imposible garantizar la distancia de seguridad recomendada por las autoridades sanitarias. "Es una realidad bastante sangrante".
La ONU ha advertido a España sobre el problema "endémico" del uso de perfiles raciales como criterio para detenciones e identificaciones policiales
"Quieren ser centros de acogida, pero son centros de acogida de personas que no quieren estar allí", constata Arce. "Ceuta y Melilla son auténticos lugares de paso. Nadie quiere ser acogido en Ceuta y Melilla. Es sólo un paso más en su periplo migratorio", añade.
Un día a día "infernal"
No obstante, el coordinador de migraciones de la ADPHA avisa que "en la frontera sur se ve un tipo de racismo institucional", y que quizás es "más llamativo" y sale más en los medios de comunicación, pero que se ven otros tipos en todo el Estado español. "Una de las muestras de este racismo institucional son las identificaciones policiales por perfil racial", ejemplariza. Señala que estas prácticas "pueden ser mucho más comunes en las grandes ciudades como Barcelona, Madrid, Sevilla, Bilbao o Valencia".
Justamente para relatar esta realidad, el grupo de la ONU sobre afrodescendentes visitó España ahora hace dos años. Su informe final advertía al Gobierno sobre el problema "endémico" del uso de perfiles raciales como criterio para detenciones e identificaciones aleatorias de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Cuantificaban esta discriminación: "La población negra corre el riesgo de estar señalada 42 veces más a menudo en los puertos y el transporte público simplemente por el color de su piel". Los expertos avisaban de que esta práctica policial "alimenta el racismo, ya que los que presencian estas interpelaciones dan por sentado que las víctimas desarrollan actividades delictivas".
Malick Gueye lo ha vivido en su propia piel. Ya ha perdido la cuenta de las veces que ha sido identificado por la policía. Tiene 37 años y hace quince que vive en España. Es uno de los portavoces del Sindicato de Manteros de Madrid. Él, después de lucharlo mucho, ha conseguido los anhelados "papeles" y ha podido abandonar la manta. Pero no es el caso de muchos de sus compañeros, que sufren las trabas y obstáculos de todo un sistema que no los deja ser "legales". Son víctimas de persecución policial y de estigma social.
Malick ha podido abandonar la manta y obtener la residencia, pero sigue sufriendo la discriminación policial y ha visto amigos morir a manos de la policía
"Era mi amigo", responde preguntado por Mame Mbaye. Murió hace dos años de un infarto en Lavapiés cuando escapaba de una persecución policial contra manteros. El Malick lo tiene claro: "Existe un racismo institucional que mata a mucha gente en España". El problema es que está invisibilizado. "Las personas que hablan en nombre de los manteros siempre son políticos blancos que no tienen ni idea de la vida de los manteros, ni han dedicado tiempo a hablar con ellos", denuncia. Tampoco la izquierda, que ha puesto "justificaciones morales" para la persecución de este colectivo. "Ningún mantero sueña con vender en la calle. Cualquiera que ha tenido la oportunidad, lo ha dejado corriendo", asegura.
¿Cómo es su vida? "Un día de un mantero es un infierno. Cada día se levanta con el estrés infernal de tener que correr delante la policía, cuando su único objetivo es sobrevivir", señala el portavoz del sindicato. "Cada día de su vida" con el temor de ser víctimas de "agresiones, acosos y persecuciones". ¿Por qué lo hacen entonces? "Porque tienen barreras como la Ley de Extranjería, que criminaliza, segrega y excluye. No tienen otra cosa que eso". Y hay miedo a denunciar.
Pero no sólo es la persecución policial. Es también la difusión de los mensajes de odio, que con el auge de la extrema derecha se abren espacio dentro de la sociedad. Se ha visto en acosos como el de Premià de Mar contra jóvenes migrantes. El Malick ha visto con sus propios ojos cómo las agresiones verbales y los acosos han ido a más: "Cuando hay unos discursos que fomentan el racismo, siempre los racistas se ven más legitimados". No sólo señala las formaciones xenófobas, sino también los medios de comunicación: "Cuando hablan de los mena... Los demonizamos como si fueran monstruos. ¡Estamos hablando de menores de edad que necesitan protección!".
No se limita el caso de los manteros. También lo es de otros colectivos de migrantes, como los temporeros de la fruta. Este mismo viernes, el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la pobreza extrema y los derechos humanos denunciaba las "pésimas condiciones" de estos trabajadores en Huelva, pero también el "silencio" de las autoridades competentes. Olivier De Schutter detallaba cómo trabajan muchas más horas del límite legal por sueldos inferiores al salario mínimo o directamente sin remuneración. La dependencia de estas personas, advertía el relator, "conduce rutinariamente a situaciones que equivalen a trabajos forzosos, con total desprecio tanto de las normas internacionales de derechos humanos como de la legislación nacional".
¿Qué ha hecho Sánchez?
Al final, se trata de personas "ilegales" para la legislación española, con todo lo que eso comporta. Carlos Arce señala la Ley de Extranjería y las normativas europeas como "la clave de bóveda del racismo institucional". El responsable de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía indica que, ante la falta de vías seguras y legales, "la única opción viable que queda es la vía irregular, la vía insegura, la vía donde se vulneran los derechos fundamentales." También acaban quedando excluidos del sistema de protección. Se ha visto estos días con el ingreso mínimo vital, que requiere residencia española. Y conseguir los papeles tampoco es garantía nada.
¿Qué ha hecho el gobierno de Pedro Sánchez en sus dos años en el poder para revertirlo? Empezó con muy buenas palabras. Incluso su primera acción como presidente fue acoger a los migrantes del barco Aquarius a la deriva en el Mediterráneo. Pero la evolución ha acabado siendo otra, como demuestran los mismos supervivientes de la embarcación. Dos años más tarde, de los 374 que solicitaron asilo, sólo se han resuelto 66 expedientes. De estos, sólo ocho han sido aceptados. Nueve han sido archivados y 49 han sido denegados. Es el caso de los migrantes del Aquarius, pero también de los menores de edad abandonados a su suerte.
"Deben ser lo que se denominan políticas de estado, porque realmente no ha habido ningún cambio en la política de fronteras y migratoria. Han pasado todos por el gobierno y no hemos visto nada diferente", lamenta Carlos Arce. "En este gobierno, nominalmente de izquierdas, no hemos encontrado ningún tipo de medida revolucionario en este sentido. Insiste en políticas de hace décadas", asegura. Sin ir más lejos, toda esta denuncia, la del racismo institucional, directamente es falsa para el ministro Fernando Grande-Marlaska. El primer paso para resolver un problema es ser conscientes de su existencia.