Suena un teléfono en una oficina de Madrid a las 7:45 de la mañana del 11 de marzo de 2004. "¿Ha llegado ya mi marido? Dicen que han explotado bombas en Atocha y estoy preocupada". Eulogio cuelga el teléfono y comprueba en internet que la trayectoria de los trenes atacados coincide con la que su hijo hace cada mañana para ir a la universidad. Le llama al móvil, sin respuesta. Lo busca en el exterior de Atocha, en medio del caos, sin éxito. Y visita en un día todos los hospitales de la ciudad, pero no aparece en ninguna lista de heridos. Finalmente, en el recinto ferial de IFEMA —convertido aquel fatídico día en una morgue improvisada— le dicen que tienen el cuerpo de un chaval que coincide con la descripción de su hijo de veinte años. Al cabo de cinco días, las pruebas de ADN confirman la tragedia. A Daniel lo incineran seis días después del atentado.
La historia de Eulogio —que desde 2016 preside la Asociación 11-M Afectados por el Terrorismo— es una más de las que comparten decenas de personas en el barrio madrileño de Santa Eugenia. Con un solo viaje, se entiende rápidamente por qué las familias de esta zona de la capital española fueron las más mutiladas en aquella matanza. Es una pequeña ciudad-dormitorio de clase trabajadora, sin metro, con la estación de tren como única conexión rápida y directa con el centro de Madrid. Los islamistas radicales introdujeron aquel jueves de 2004 una decena de bombas en cuatro trenes que pasaban por la estación de Alcalá de Henares en dirección al centro de la ciudad. Entraban dentro del convoy, dejaban las mochilas detonadoras, y salían. Aquellos trenes pasaban primero por Santa Eugenia y después por El Pozo. En ambas estaciones se produjeron explosiones. Daniel perdió la vida en El Pozo.
Eulogio preside la asociación de afectados desde 2016. Sucedió en el cargo a su exmujer, Pilar Manjón, la cara más visible de las víctimas, conocida por su demoledor discurso en la comisión de investigación de los atentados, en los que riñó a los diputados del Congreso por haber hecho "política de patio de colegio" con la tragedia. "Les reprocho sus actitudes durante algunas comparecencias; ¿de qué se reían, señorías?", señalaba ante unos diputados completamente enmudecidos en diciembre de 2004. Veinte años después de la masacre, Eulogio explica a ElNacional.cat que una de las tareas más importantes que todavía hace la asociación es preservar la memoria y evitar que la teoría de la conspiración se imponga en el relato.
En su conversación con este periódico en la sede de la entidad —que se encuentra en el barrio de Santa Eugenia— Eulogio asevera que "las teorías de la conspiración crean una segunda victimización". Está harto de los relatos que apuntan a ETA, impulsados por el PP y por sus medios de comunicación afines. Preguntado por como están las víctimas veinte años después de aquel 11-M, explica que hay casos de todo tipo. Desde personas que se han recuperado del todo hasta casos en que, con los años, un impacto de bomba en el oído les ha acabado dejando sordos. "También es complicado demostrar cánceres que han aparecido, muy probablemente, a causa del estrés; o gente que ha acabado perdiendo el trabajo y ahora necesitan ayuda para pagar el agua o la luz de casa", relata.
Eulogio nos asegura que, si preguntamos por el barrio, no nos costará nada encontrar a personas que tengan historias vinculadas a aquel día. No falla. Al segundo intento, un matrimonio nos explica una historia que, afortunadamente, pertenece a la otra cara de la moneda de la tragedia. Su hijo, que siempre cogía aquel tren para ir a la universidad, se durmió aquella mañana y se salvó. Julio Sánchez y Ángela Infante añaden un detalle todavía más importante: su hijo José Luis solía coger el tren con una compañera de clase. A la amiga le salvó la vida llegar unos segundos tarde a la estación: vio con sus ojos explotar el tren.
Todavía está viva la herida en Santa Eugenia. Nati, que actualmente tiene 45 años, estaba embarazada de su hijo cuando ocurrió la tragedia. Explica que ha visto a muchos vecinos de la zona marcharse del barrio debido al trauma. Y cuando nació su hijo, le impactó ver que algunos niños de la guardería eran huérfanos. Loli, 50 años actualmente, tuvo que pasar buena parte de aquel día consolando a su vecina, animándola a confiar en que su marido le cogería en algún momento el teléfono. A él también lo mataron.
Antonio, un hombre de unos cincuenta años, también lamenta la rumorología que se crea en un barrio tan pequeño, donde todo el mundo se conoce: "En este edificio de aquí al lado vivía una mujer que siempre explicaban la historia de que aquel día había castigado a su hija haciéndole coger el tren, en lugar de llevarla a la escuela en coche; a mí siempre me ha sonado a leyenda urbana; pero después la gente iba explicando a todo el mundo que la señora había intentado suicidarse".
La última historia que nos explican también es de las que acaban bien. Una mujer, hoy ya jubilada, relata que, en su caso, si se salvó fue porque ella todavía madrugaba más. Fátima se dirigía cada día al lado del Santiago Bernabéu con aquella línea de tren. Las explosiones se produjeron cuando ella ya estaba en el trabajo. Ahora ya lo ha superado, pero durante años siguió yendo al mismo lugar de trabajo teniendo que hacer múltiples transbordos en autobús.
Nos vamos de Santa Eugenia y nos dirigimos a Atocha. Lo hacemos en tren. Al llegar a la estación, veinte años después de los atentados, es imposible visitar el monumento en recuerdo a las víctimas del 11-M. La Comunidad de Madrid está haciendo obras en el metro, lo que ha obligado a retirar el cilindro traslúcido situado en una de las rotondas al lado de la estación. Isabel Díaz Ayuso, además, quiere aprovechar la ocasión para sustituir el memorial. Quiere un monumento más visible y más accesible. Se pretende que el proyecto esté consensuado con las asociaciones de víctimas.