Si cuando más estresado te sientes, te dan ganas de atacar la nevera y comerte lo primero que pilles, que sepas que no eres el único. Si en este año de pandemia, has tenido momentos en los que para reducir la ansiedad has recurrido a tu alimento favorito, tampoco.
De hecho, satisfacer las necesidades emocionales con comida es una práctica bastante común. Lo que se conoce como alimentación emocional, que implica el uso de la comida como mecanismo de compensación para ayudarnos a sentirnos mejor. Por lo general, no tiene nada que ver con la necesidad fisiológica de alimentarnos, sino más bien con una forma de aliviar o reprimir sentimientos.
Pero… ¿por qué se produce?
Cuando nos enfrentamos a una situación estresante, las glándulas suprarrenales de nuestro organismo liberan una hormona llamada cortisol, la cual, entre otros factores, provoca un aumento del apetito y del deseo de comer alimentos que activan circuitos de compensación rápida en nuestro cerebro, que suelen ser los ricos en azúcares, sal o grasas saturadas.
Por lo tanto, es el propio cerebro el que transmite esa necesidad de ingerir alimentos para que podamos enfrentarnos a una situación potencialmente dañina. Momentáneamente, tras la ingesta, el estrés disminuye y los niveles de cortisol vuelven a la normalidad.
El gran problema es que, de forma constante, vivimos rodeados de factores que nos producen un estrés sostenido en el tiempo y que aumentan los niveles de cortisol en el cuerpo continuamente, de tal forma que nuestro organismo ya no es capaz de equilibrarlos. Y para compensar esta ansiedad permanente, comemos en exceso alimentos de alto valor energético.
¿Se puede poner fin a este proceso?
Para poner fin a la alimentación emocional primero hay que hacer una labor de conocimiento de la conducta. El primer paso es analizar cuáles son factores estresantes. ¿Cuáles son los desencadenantes emocionales de la alimentación? Cuando tengamos el impulso de acudir a la cocina para comer, es importante preguntarse si estamos yendo porque tenemos hambre o si tiene que ver con una búsqueda de alivio ante una sensación de nerviosismo o una situación que no sabemos cómo afrontar. Si no lo tenemos claro, es aconsejable pensar en lo que hemos hecho antes: ¿qué ha ocurrido que nos ha hecho acudir a la comida?
El segundo paso consiste en no tener en la cocina los alimentos a los que solemos acudir en caso de hambre emocional y que, generalmente, son poco saludables. Especialmente si son muy ricos en azúcar, sal o grasas saturadas. Es mejor reemplazarlos con opciones más nutritivas que pueden ayudar a controlar el hambre.
El tercer paso es identificar los momentos del día en los que solemos acudir a la nevera y procurar desarrollar actividades que nos lleven a la relajación y que nos distraigan de esa necesidad de ingerir alimentos. Algún tipo de ejercicio físico, respiraciones, un baño caliente… cada uno debe buscar una rutina que le ayude a olvidarse de comer.
Y, más a largo plazo, lo ideal es descubrir las causas del estrés en la vida y consultar con un especialista que ayude a combatirlas mediante el tratamiento adecuado.