Antonio decía a menudo que que a él, en los diarios, le había tocado ser jefe casi siempre, desde joven. Medio en broma y medio en serio, usaba ese hecho como presunto argumento de autoridad para imponerse en una conversación o para lamentarse de que no podía fardar de ninguna exclusiva, de ninguna primicia propia. Entonces se abría en su cara una sonrisa enorme, más ancha que una avenida, y cambiaba de tema antes de que todo el mundo se pusiera a protestar. En su última entrevista, publicada en L'Avenç de este mismo septiembre, lo repite. "Yo quería ser periodista. Me ha tocado traicionar esta idea. Me ha tocado ser coordinador de periodistas. Ayudante de la libertad de los periodistas. Organizador. Dinamizador. Escribir un poco. ¡Pero no he sido periodista!".
No es verdad. No traicionó nada y fue un periodistazo. Pero es que él era así de salvaje. Salvaje bien entendido: directo, indomable, espléndido, formidable, sólido, firme, incombustible, luchador. No tuvo miedo a marcharse del Diario de Barcelona a la intemperie porque el editor no les dejaba hacer periodismo a él ni a sus compañeros. Se atrevió a parir un diario popular, El Periódico —en un país donde esta prensa siempre había fracasado— que se convirtió en el diario de la gente que no tenía diario y un modelo influyente en todo el mundo. Aceptó el desafío de arrancar la edición catalana de El País, que era todo lo contrario, y salió adelante. Volvió a El Periódico para recuperar el espíritu original y triunfó. En las cosas pequeñas, también salvaje. Una muestra mínima: en su despacho tenía el aire acondicionado a temperatura polar y él iba en mangas de camisa (y tirantes). Igualmente para el trato: era directo, no se cortaba y venía de cara.
Militante de la amistad
Era salvaje, sobre todo, a la hora de los amigos, porque era un militante de la lealtad y del buen humor. Si no lo saludabas con algún exabrupto, cosa que él hacía, te acusaba de haberle perdido la amistad o el respeto. En el funeral de Carlos Pérez de Rozas —eran uña y carne—, ya se arrancó diciendo "la gente de esta generación nos estamos muriendo" y acabó protestando que a Carlos no lo habían tratado bien en la última etapa de su vida profesional, sin que le importara la presencia de los responsables del maltrato, que se lo tomaron con elegancia. Salvaje incluso en el cáncer: Antonio resistió hasta seis tratamientos de quimioterapia en diez años y parecía que volvería a salir adelante.
Gracias a gente como Antonio Franco, el periodismo es hoy una profesión de profesionales —o lo puede ser. Todos estamos en deuda con él, los periodistas y los ciudadanos. No sólo porque él es abanderado de la primera generación de universitarios que quiso vivir del periodismo, que no lo compaginaba con otros trabajos principales o se lo tomaba como un complemento salarial o una prebenda al margen. Sobre todo porque en las redacciones de Antonio Franco se han hecho profesionales, a veces al estilo salvaje, muchos de los buenos periodistas del país. Todos le deben alguna cosa, muchas cosas, la primera de todas haberlos descubierto casi a primera vista. También porque, durante cuatro décadas, los diarios de Antonio Franco eran el contraste necesario, decisivo, valiente, tanto al oficialismo político y periodístico que se vivía en Catalunya como a un modelo de diario pesado, gris y formalista. Suyo es el editorial del 3% que Maragall hizo estallar en el Parlament. A José María Aznar lo mandó a paseo cuando quería engañarle sobre la autoría del atentado del 14-M en la estación de Atocha. Hay mil historias más.
Su gran obra profesional es, sin embargo, El Periódico, el modelo de prensa popular de calidad —una actualización de la idea del desaparecido France-Soir-— que ha promovido la renovación de los diarios de esa tradición en el mundo, desde Clarín en la Argentina a Sud-Ouest en Burdeos. Fue el primero de los diarios grandes en lanzar la versión en lengua catalana en 1997. La movió él. Al mismo tiempo, ha inspirado las evoluciones de la prensa de traje y corbata, como la misma La Vanguardia —diario que Franco admiraba—, que en 1989 se renovó para hacer frente a la competencia de El Periódico, de lo que tomó rasgos gráficos y literarios... y también algunos periodistas. Antonio Franco corrió riesgos, se atrevió —con El Periódico, pero también con Barrabás o El Papus—, con muchos aciertos y alguna pifia. Al final, ha sido el mejor periodista de su generación y el padre y/o la madre de los mejores periodistas de su quinta y la siguiente. Un legado profesional salvaje.