Pablo Casado es el típico joven guardián de las viejas esencias en un final de régimen. Quizás porque no se ha tenido que trabajar el físico apolíneo ni la posición social, el poder le ha dado un aire de patricio intransigente y sin fondo que ha crecido dando por descontado el mundo de sus tutores y el lugar de privilegio que espera ocupar.
Educado para lucir en una España de vacas gordas, rechoncha y satisfecha, forma parte de una generación de políticos jóvenes que el Estado ha utilizado para combatir el independentismo con una imagen de modernez y de regeneración democrática. El vacío de cartel electoral que se intuye tras su imagen impoluta hace pensar en Felipe VI y Albert Rivera, pero también en Macron o Hillary Clinton. Y por qué no, en Artur Mas.
Simpático y bien educado, la presión impuesta por las circunstancias le ha hecho saltar la pintura antes de tiempo y, como de otros políticos de su generación, ahora corre el peligro de haber crecido demasiado rápido y dejar un fósil joven y nuevo. Junio del 2015, Rajoy lo nombró vicesecretario de comunicación del PP con la intención dar un aire juvenil al mensaje del partido, que llevaba meses bajando en las encuestas.
Durante un tiempo se habló de él como de uno probable aspirante a relevar a Rajoy. En Italia, el jovencísimo Mateo Renzi vivía entonces su momento más dulce como primer ministro, mientras que Pablo Iglesias y sus chicos de Podemos, que también rondaban la treintena, acariciaban el sueño de llegar a la Moncloa, después de irrumpir por sorpresa en el panorama político español.
La estrella de Casado brilló mientras el discurso regeneracionista fue útil para contener a Podemos y torpedear el vuelco de la vieja CiU hacia el independentismo. Cuando el caso Rita Barberá empezó a ahogar el PP, Casado se asustó. Viendo su carrera amenazada por la misma dinámica política que lo había elevado, en vez de marcar perfil con un discurso inteligente y creativo se sumó a la demagogia de Podemos para aleccionar a la vieja guardia del partido.
Quizás por este temperamento de ejecutivo que siempre busca al mejor postor, Casado no ha pasado de tener un protagonismo de tertulia, en el PP, a pesar del cargo que ocupa. Nacido en Palencia en 1981, tiene un currículum académico brillante, que no se corresponde con la mediocridad de su discurso, de chico sin criterio que habla de memoria y combina los tópicos de forma pueril.
Licenciado en Derecho y en Administración y Dirección de Empresas, tiene una retahíla de títulos de universidades como Deusto, Harvard o Georgetown. Fue director de gabinete del expresidente Aznar y diputado en la Asamblea de Madrid, entre 2007 y 2009, cuando Esperanza Aguirre era presidenta de la comunidad. También lideró las Nuevas Generaciones del PP durante ocho años, entre 2005 y 2013.
Casado con la hija de un empresario hotelero de la Comunidad Valenciana, su familia tiene una clínica oftalmológica en Palencia. A su boda, celebrada en el 2009, asistieron tanto Aguirre como Aznar, del cual se declaró admirador y discípulo el 2015, cuando Rajoy lo elevó a vicesecretario de comunicación. La muerte política de sus dos mentores lo ha dejado un poco huérfano.
El 2016 Aznar renunció a la presidencia honorífica del PP. Este 2017 Aguirre dimitió como concejala del ayuntamiento de Madrid, a causa del caso Lezo, poco después de perder el control de su partido en la capital. Aunque suena como posible candidato para disputar la alcaldía de Madrid a las confluencias de Podemos, lo tendrá difícil para resituarse.
La presidenta de la comunidad, Cristina Cifuentes, no la quiere -quizás porque es una señora que se hizo a si misma, mientras Aguirre la martirizaba. Además, el malestar de la guerra con Catalunya empieza a llegar a Madrid y en la capital no gusta el mal rollo. Aunque algún partidario suyo haya desembarcado en el ayuntamiento para tratar de abrirle el camino, Casado no tiene la cordialidad cálida de los alcaldes.
La mejor carta de Casado es que, de momento, es un mal menor, una figura de consenso entre las diversas familias del PP. Además, en el plano retórico conecta con la contundencia de las medidas que Rajoy anunció ayer contra el autogobierno de Catalunya. Hace poco, soltó que Puigdemont acabaría como Companys con la agresividad típica de los jóvenes que no saben de qué hablan.
El problema es que, con Cataluña o sin ella, el PP necesitará ganar elecciones y pronto se verá que las frases vacías de Casado sólo traen desertización y violencia gratuita, igual que la de algunos estrategas audaces del soberanismo. Casado es como la bisutería, que es suficiente para dar una buena impresión en las fiestas cuando las cosas marchan solas, pero no tiene ningún valor cuando lo que necesitas es poder comprar patatas en medio de un conflicto absurdo y descarnado.
El anticatalanismo estaba bien como discurso electora, mientras no había que llevarlo a cabo. Si el mundo de la vieja CiU ha sido destruido por los mismos ideales que decía defender, es muy probable que el PP de Casado corra una suerte parecida.