Los que fuimos niños en la Barcelona preolímpica nos sentimos hoy tristes y viejos: Arata Isozaki; aquel arquitecto e ingeniero japonés que, permitiéndonos en el ya lejano 1988 ver subir poco a poco la cúpula de lo que hoy es el Palau Sant Jordi, nos demostró que la ciudad donde vivíamos podía ser una de las grandes capitales del mundo; ha muerto este 29 de diciembre con 91 años. Con él, se va un genio de esos que ya no quedan y quitan la razón a todos los que, desde la soberbia, mantienen que el arte, la arquitectura y la ingeniería no tienen nada que ver.
El arte de lo posible
Isozaki nació en 1931, vivió la II Guerra Mundial y, con sólo 30 años, levantó en Oita, su ciudad natal, una biblioteca sólida, sincera, recia y, dicen, brutalista, que todavía está considerada como una de las obras de aquel estilo rabiosamente moderno. Diez años después, en Kytayashu, reinterpretó aquel estilo introduciendo en otra biblioteca formas más redondeadas y amables, pero sin renunciar al afán de procurar goce estético mediante la exhibición de esa fealdad sólo supuesta y singularmente poderosa al tiempo que identifica a la arquitectura del hormigón que tan bien practicó en España Eduardo Torroja, que seguro hubiese admirado a Isozaki de haberlo conocido porque, como él, fue mucho más que un simple técnico.
Tras aquellas realizaciones primeras llegarían, claro, más obras, como el Museo de Arte Contemporáneo de los Ángeles (el primero concebido como un contenedor que se levanto en todo el mundo) que prologaría la obra que, para siempre, le unió a Barcelona: el Palau Sant Jordi. Su estilo, envergadura y brillantez convirtieron en mediocres a los otros dos grandes recintos deportivos cubiertos de la ciudad (El Palau Blaugrana y el Palau dels Esports) y enlazaba con sutileza la Barcelona que pudo ser, no acogió los JJOO de 1936 por culpa de una guerra y ejemplificaba el viejo Estadio Olímpico de 1929 con la que nacía en aquellos primeros años 90 para celebrar los JJOO de 1992, que se inaugurarían en aquel mismo estadio, ahora recuperado, y tendrían lugar también y en parte el nuevo palacio de los deportes diseñado por Isozaki.
La cúpula
El Palau Sant Jordi es una de esas obras que sólo puede diseñar y levantar un técnico que, además de saber cómo funcionan las cosas, tiene claro que los edificios son emblemas. Por eso, seguramente, escogió para cerrar el edificio una cúpula singular como pocas: se construyó a ras de suelo utilizando un sistema denominado Pantadome que patentó en su día otro genio japonés, el ingeniero de estructuras Mamoru Kawaguchi.
Tras completarla, y durante diez días de 1988 y con la fuerza de distintos gatos hidráulicos se elevó desde el suelo del recinto hasta su ubicación definitiva. Y todo se hizo ante los ojos de una Barcelona asombrada porque Isozaki ( y es de suponer que Maragall también) sabían que Montjuïc se ve desde media ciudad y no había mejor manera para demostrar que aquel fabuloso sueño de organizar unos JJOO que Barcelona llevaba acariciando más de medio siglo iba a cumplirse. Gracias, Arata Isozaki, por ayudar a Barcelona a ser mejor. Que la tierra le sea leve, maestro.