Así, de primeras, todo el mundo está de acuerdo: nada mejor que ser inmortal. Por eso, porque a nadie se le escapa que vivir para siempre es uno de los más antiguos anhelos de la humanidad, diferentes equipos de científicos financiados por millonarios excéntricos en su mayoría trabajan para ver si encuentran el secreto de la vida eterna. Uno de esos millonarios, el ruso Dmitry Itskov, crre que en 2045 ese sueño de muchos podría convertirse en realidad.
Una inmortalidad sólo virtual
El problema es que, la inmortalidad que promete Itskov no es como la imaginamos: se trata, en concreto, de una inmortalidad virtual que se consigue tras volcar el contenido de nuestro cerebro en un servidor y, a partir de todos esos datos, diseñar una copia en forma de avatar de nuestra persona. Itskov no es el único que lo plantea: Ray Kurzweil, director de Ingeniería de Google, también cree que será posible. Mientras, empresas como la estadounidense Nectome, trabajan para preservar cerebros usando un proceso de embalsamamiento de alta tecnología y permitir que, en un futuro no lejano, se pueda descargar la mente en un superordenador.
¿En serio?
A priori, todo ello parece más un despropósito que una posibilidad cierta y suena muy parecido a las ocurrencias de los que, no hace tanto, decían que había que congelarse para resucitar en el futuro. Yo, que soy de natural desconfiado y pragmático, tengo claro que si mis nietos, cuando me toque dejar este valle de lágrimas, deciden volcar lo mucho o poco que he aprendido y sentido en esta vida a un ordenador y me conviertem, qué sé yo, en un personaje de Red Dead Redemption 25, haría lo mismo que, probablemente, me haría a mí mi abuelo si le convierto en un personaje de Return to Monkey Island, el nuevo juego de la serie de aventuras gráficas que protagoniza Guybrush Threepwood: fastidiarles el juego y, si puedo, reventarles el ordenador. Pues eso: que, con las personas, tonterías, las justas. Morirnos (y hacerlo para siempre) es un derecho que nadie, nunca debería poder arrebatarnos, porque nada hay más triste que sobrevivir a todo lo que te hizo feliz un día y, encima, tener que hacerlo si ni siquiera darle un guantazo a quien tuvo la peregrina idea de meter tus recuerdos y experiencias en un disco duro para convertirte en dibujo animado.