Seguro que lo has hecho estos días y, si no es así, levanta la mano, porque debes ser de los pocos en Occidente que ha sido capaz de vencer la tentación, alimentar un poco a su ego y, de paso, autotranquilizarse ante la que parece que se nos viene encima. Con la UE trabajando contrarreloj —todo lo contrarreloj que una administración puede, sea dicho— para elaborar una normativa que regule el uso de la IA por parte de administraciones, empresas y entidades diversas; media humanidad anda estos días entrando en la web de OpenAI para activar ChatGPT, ver cómo funciona el invento y, de paso tratar de tomar el pelo al sistema de IA generativa. Pues bien, cuidado con lo que haces.

 

¿Por qué hay que tener cuidado?

Como toda herramienta de IA generativa, ChatGPT elabora sus respuestas a partir de la información de la que dispone y que se le ha suministrado previamente. Mientras se conversa con la herramienta, ella misma te advierte de ello. Este sábado, sin ir más lejos, al preguntarle sobre una localidad palentina denominada Vallejo de Orbó, fundada en torno a 1860 como colonia industrial para alojar la mano de obra necesaria para explotar una mina de carbón, Chat GPT indicaba, literalmente, que el pueblo es famoso por una iglesia románica “del siglo XII con una interesante portada con arquivoltas y tímpano decorado” y por “algunas casas señoriales con blasones y balcones de hierro forjado”.

Ni una cosa ni otra existen en el pueblo y, al indicársele a la herramienta esta circunstancia, ChatGPT se disculpaba diciendo que, como “modelo de lenguaje” no tiene “la capacidad de buscar en internet por su cuenta”. La reacción normal de cualquier usuario ante una situación así sería, por supuesto, dar una lección a la herramienta y explicarle cómo es realmente el pueblo que nos ocupa. ¿Qué sucedería entonces? Pues muy simple: la información facilitada sería almacenada por el sistema y este, en principio, no debería volver a equivocarse jamás. Por supuesto, el usuario protagonista de tal trance comentaría ufano a sus allegados lo sucedido y, chuleándose seguramente, presumiría de su sapiencia y de la incapacidad de OpenAI y sus técnicos para diseñar algo que de verdad funcione. Craso error, sin duda.

 

 

¿Por qué hablamos tanto de ChatGPT?

Lo hacemos, sin duda, porque a sus creadores les conviene. La notoriedad genera interés y el interés, ganas de probar el servicio o producto del que se habla. Es una de las reglas básicas del marketing: la notoriedad de algo precipita siempre acciones por parte del público objetivo en relación con aquello que se hace notorio y, si esa acción genera una experiencia positiva en el potencial usuario, todo acabará en una acción de compra. A OpenAI le interesa, por tanto, que se hable mucho de ChatGPT, ya que, así, el interés de la sociedad por dicha herramienta crecerá y las ganas de probarla, también. Es posible, incluso, que sus creadores hagan que se equivoque deliberadamente para que la ciudadanía —que, cuando se trata de IA, se mueve entre el miedo, la curiosidad y la desconfianza— se confíe y facilite nuevos datos de calidad a un aplicativo que, principalmente, es una herramienta de recopilación de datos.

Discutir con ChatGPT es, por tanto y si eres de los que consideran que la IA debe regularse, hacerle un flaco favor a la tus libertades y a las del resto de la Humanidad porque, sin saberlo, estás alimentando a lo más parecido a Skynet que se ha inventado hasta la fecha. Por cierto, después de las múltiples prohibiciones preventivas aplicadas a ChatGPT, OpenAI permite, desde finales de abril, que un usuario pueda decirle a la herramienta que no guarde las conversaciones que tiene con ella y que no las utilice para su entrenamiento. Sea como fuere, convendría tener dos cosas claras siempre: la primera, que los sistemas de IA generativa, en tanto que herramientas, no son ni malos ni buenos, porque todo depende de para qué se usen. La segunda, es mucho más descorazonadora porque demuestra que, aunque nosotros no ayudemos a ChatGPT a aprender, OpenAI no va a tener ningún problema porque llevan meses subcontratando gente en África y otros lugares a dos euros la hora para que hagan eso que nosotros podremos elegir ahora no hacer gratis. Hasta en la revista Time lo cuentan, pero tanto da: hace ya años que no leemos ni revistas ni periódicos.