Alberto Garzón Espinosa (Logroño, 1985) es el más honesto del grupo de jóvenes políticos que se disponen a asaltar el poder del Estado con la excusa de cambiar España. El líder de Izquierda Unida, que cuenta sólo 30 años, y que fue el diputado más joven en la última legislatura, ha sido excluido de todos los grandes debates, a pesar de encabezar un partido con un millón de votos y representación parlamentaria. Amigo de Pablo Iglesias, fue el primer activista capaz de traducir la indignación del 15M al lenguaje político. Con sólo 26 años, su popularidad se disparó hasta el punto que el periodista Jordi González le preguntó si se veía presidente del Gobierno español en un programa que lo señalaba como el futuro líder de la izquierda.
Militante de Izquierda Unida desde los 18 años, su partido retrasó el liderazgo con la excusa de que era demasiado joven. Si el partido de Anguita se la hubiese jugado, quizás Garzón sería hoy uno de los líderes indiscutibles de la nueva política y la música de la izquierda alternativa sería otra, menos populista, menos demagógica, menos emocionante. A Garzón no le faltaron oportunidades de desengancharse de las viejas momias republicanas y se añadieron a los grupos más dinámicos del 15M –a los cuales él mismo pertenecía–. Todavía en estas elecciones, Podemos le ofreció una plaza. Pero Garzón siempre ha querido salvar su partido o, en todo caso, nunca ha querido abandonarlo a una extinción segura.
A diferencia de Iglesias, que es un maquiavélico convencido, Garzón no parece movido por ninguna fuerza oscuraGarzón es un romántico con una idea de la política muy idealista, que tiene más interés por el bien común que por el poder. A diferencia de Iglesias, que es un maquiavélico convencido, Garzón no parece movido por ninguna fuerza oscura. Iglesias ha venido a la política a cambiar el mundo y a vengar a su familia, mientras que Garzón prefiere defender su razón sin concesiones a la galería, convencido de que siempre tendrá un sitio y hará un bien. Eso, en una época de egos barrocos, que ama la novedad y odia el clasicismo, lo hace sonar antiguo. Pero, de hecho, Garzón sólo defiende, desde la pureza y la contención, las mismas posiciones que Iglesias ha distorsionado creyendo que así alcanzará la hegemonía cultural y podrá llegar al poder.
Supongo que Garzón piensa que, a la larga, cuando los otros hayan pasado, él todavía estará. Al fin y al cabo, las modas nunca llegan para quedarse.