Jueves 23 de noviembre. Arboretum de Tervuren, el bosque próximo a Bruselas que Carles Puigdemont ha convertido en refugio, lugar de entrevistas y escenario de su spot electoral. Le recuerda al parque de la Devesa de Girona. De hecho, a ratos el paseante se encuentra en la Fageda d'en Jordà. O en cualquiera de los bosques del hemisferio norte que reproduce. El frío y el sol de las últimas horas de la tarde le dan un aire mágico. Tan sobrenatural como que quien baja ahora de un coche es el 130º presidente de la Generalitat. Va vestido con abrigo largo y bufanda. Sergi Pàmies diría "de dramaturgo polaco de los setenta". El Puigdemont que se acerca y saluda es un hombre que sufre, triste, profundamente irritado con los diferentes poderes del Estado. Con un enorme peso sobre los hombros. Y, a pesar de todo, se le ve sereno. El Puigdemont que está en Bélgica quiere ganar las elecciones para evitar dos escenarios por los que, de todos modos, se mentaliza. Ir a la prisión o pasarse muchos años en el exilio. Y entre estas dos opciones, se cierne la idea de que al Estado le interesa más tenerlo en el limbo de Bruselas que en una prisión española. El presidente de Catalunya en una prisión española por haber permitido aquel 1-O que el Estado combatió con las porras. Este sería el relato del mundo.
Carles Puigdemont (Amer, 1962), periodista en El Punt, fundador de la Agència Catalana de Notícies y creador del diario en inglés Catalonia Today, entra en política en CDC en 2006. Contra pronóstico y a propuesta de su sombra en el exilio, Jami Matamala, llega a alcalde de Girona (2011-16), acabando con el nadalismo. Y un buen día, como un cisne negro de la historia, se encuentra de presidente de la Generalitat. Sus antiguos compañeros de El Punt le dedicaron cuatro libros biográficos. Pero los cuatro evangelistas se precipitaron. Su corta presidencia esconde misterios que suenan a best-seller y a serie de televisión. Los que le conocen hablan de él como un hombre solitario, introspectivo, que escucha, pero que decide solo. Y los últimos dos años han sido para él hamletianos, tratando de escapar del asno de Buridan, aquel que, situado entre una pila de trigo y un barreño de agua, es incapaz de decidirse y se muere de hambre y de sed. Ha tenido que decidir sobrevivir.
Imaginadle volviendo solo a casa en coche por la AP-7 aquel 9 de enero del 2016 cuando Artur Mas, vetado por la CUP, le acaba de ofrecer la presidencia. Imaginadle el 10 de enero siendo investido. Imaginadle la mañana del 1 de octubre burlando el helicóptero de la Policía dentro de un túnel para poder ir a votar a Cornellà del Terri porque en Sant Julià de Ramis, donde vive, la Policía reparte golpes de porra. Imaginadle subiendo las escaleras del Parlament el 10 de octubre antes de dirigirse al mundo para anunciar la independencia y suspenderla inmediatamente, pedido mediación. Imaginadle la noche del 25 y la mañana del 26 de octubre decidido a convocar elecciones y recibiendo presiones en ambos lados. Imaginadle en el pleno de declaración de la independencia del 27 y en el vacío de las horas posteriores. Imaginadle el 29 burlándo a los Mossos para marcharse a Bruselas, mientras le esperan en la sede del PDeCat. Imaginadle diciendo a Marta Pascal que solo hará su lista. Imaginadle las noches en el internado del Collell. Imaginadle en los días de reflexión en Poblet. Imaginadle caminando ensangrentado bajo la niebla por la carretera de Salt la madrugada del 25 de enero de 1983 después de un accidente de coche que casi le cuesta un ojo y un brazo. Imaginad que el Hamlet d'Amer ya tiene incorporado de serie el sentimiento trágico de la vida que describió Unamuno, y que lo esconde bajo la ironía de un verbo ágil y directo.