Javier Cercas habría podido ser un escritor mejor si hubiera nacido en un país sólido, con una memoria estructurada, que aguantara con un mínimo de solvencia las debilidades de la gente. La velocidad de la luz es una novela impecable, que recuerda a las historias de Philip Roth. Sus libros más famosos, Soldados de Salamina y Anatomia de un instante, desprenden un cierto perfume de oportunismo y propaganda, pero están planteados con gracia y efectividad.

La obra que retrata mejor al escritor es El impostor. Como Enric Marco, el hombre que fingió haber sido víctima de los nazis por miedo de ser engullido por la vulgaridad, Cercas ha ido perdiendo el norte tras una idea mal entendida de grandeza. La gente a menudo se pierde por el camino por el que pensaba que se salvaría, pero resulta tragicómico, y es material digno de novela, ver como un autor tan obsesionado por el concepto de memoria y de verdad va quedando devorado por su propia impostura.

Si Catalunya hubiera sido un país libre, o si sus padres se hubieran quedado en Extremadura, el talento de Cercas se habría podido alzar sobre unas bases estables. Cuando su estrella empezaba a brillar, el imaginario de la Transición vivía su mejor época. España parecía a punto de devenir una nación acabada y poca gente podía darse cuenta de que un escritor tan vanidoso como Cercas sólo tenía futuro en un país sin catalanes, como el que retrata Trueba en la versión cinematográfica de Soldados de Salamina.

Entonces bastaba con ser antipujolista o de izquierdas para marcar distancias con la tradición autoritaria y colonizadora del Estado. En Girona, donde Cercas vivió hasta no hace muchos años, mucha gente le llamaba Xavi y daba por hecho que compartía con el escritor una idea parecida de Catalunya. Aunque de pequeño jugaba a tenis en la hípica militar y vivía en un edificio de funcionarios franquistas, el mundo de Cercas era catalanohablante y sólo el aire de maestro desganado que traslucía en las aulas universitarias dejaba entrever las ganas que tenía de escaparse de ello.

Incapaz de agradecer nada a la tierra que lo había educado y, por lo tanto, de percibir la fuerza del país, el independentismo emergió de las profundidades de su mundo como uno de estos monstruos de las películas de terror que te coge por las piernas de imprevisto y te arrastra al fondo de una cueva tétrica. Cercas había construido su obra sobre una idea de memoria ideal para seguir castellanizando Catalunya de forma pacífica y, a medida que la falla nacional se le ha abierto bajo los pies, las palabras se le han convertido en un chicle, con el peligro que eso supone para un escritor.

A base de forzar el significado de las palabras para hacer encajar los discursos madrileños con el recuerdo de su vida gerundense, Cercas se ha ido convirtiendo en una caricatura de sus monstruos, que tan bien retratados aparecen en sus libros. Corrompido por el afán de reconocimiento y por el miedo de verse desplazado, como había visto que estaban desplazados los autores en catalán durante tantos años sin mover un dedo por ellos, ha seguido la evolución del diario El País con una obscenidad que ha sorprendido a muchos de sus antiguos amigos y conocidos.

El mismo resentimiento que Cercas gastó contra su padre, cuando el franquismo de la familia se convirtió en un problema para su reputación en Catalunya, ahora lo proyecta contra el independentismo, para no perder la fama que sus libros le habían dado en España. Arcadi Espada ya puso en evidencia el relativismo interesado y vanidoso de Cercas en una polémica sonada entre matones. A medida que el discurso madrileño ha perdido ambigüedad, se ha visto hasta qué punto los dos tienen en común el odio a Catalunya, que supongo que es una respuesta incontrolada al dolor existencial que provoca sentirse hijo de una nación artificial, con cuerpo de Frankenstein.

A diferencia de Espada, que escribe con una elegancia sobria y afilada de uniforme militar, Cercas ha tirado siempre del colonialismo sentimental que se construyó a finales de la dictadura para vestir de rosa el intento de exterminio lingüístico y político del país. Así, se autocalifica de charnego, aunque sus padres son los dos de fuera, y siempre ha pretendido equipararse a los españoles que llegaron sin nada a Catalunya, aunque su familia pertenecía a la casta provincial y llegó con el apoyo de toda la fuerza del Estado.

Incapaz de reconocer que se había equivocado, para reconstruir su discurso sobre una base de realismo, que le habría permitido hacer de puente entre Catalunya y España y profundizar en el concepto de memoria y de verdad, ha preferido apuntarse como un hooligan al bando que parece más fuerte. Aparte de la crisis del imaginario de la Transición, al que su obra lo había apostado todo, Cercas tiene otro problema. El lector ya le conoce los trucos literarios y la defensa la unidad de España parece una manera de sacar réditos rápidos y llamar la atención.

Si el falangismo, que tuvo tanto éxito en su familia, utilizó el catolicismo para justificar los crímenes de la dictadura, Cercas intenta ahora utilizar la democracia para negar a los catalanes su nación. Aunque el escritor ha dicho en entrevistas que no se ha acabado de marchar nunca de Extremadura, y que sería extremeño incluso si hablara chino, todavía tenemos que verlo explorar sus orígenes. Parece que Cercas habría deseado crecer en unas circunstancias más claras y como no tiene valor para superarlas con la sola fuerza del talento, da las culpas a Catalunya.

En resumen, hace exactamente igual que los políticos procesistas que critica, pero al revés. Arrogante y narcisista, su tendencia a creer que la gente le tiene envidia por su éxito, hace difícil creer que haga ya ninguna otra cosa que no sea autodestruirse mientras reivindica una Europa de izquierdas desde Sant Gervasi, como si fuera Ada Colau.