Fèlix Millet es el simulacro esperpéntico de aquella gran burguesía catalana, culta y cosmopolita, que fue vejada y desvertebrada durante la Guerra Civil y el franquismo. Su padre era un financiero de Unió Democràtica, director del diario El Matí, que primero se jugó la vida combatiendo por Dios en el bando de Franco y después pagó de su bolsillo la preservación del país y la cultura que la dictadura destruía.
Para dar una explicación tranquilizadora del desfalco del Palau de la Música se ha llegado a decir que, de pequeño, Millet ya robaba los caramelos de sus hermanos y los vendía a los compañeros de la escuela. En los años duros de la dictadura, mientras su padre ayudaba a la cultura catalana a través de fundaciones clandestinas o semiclandestinas, Millet coincidió en la escuela Virtèlia con Jordi Pujol, Pasqual Maragall y otros protagonistas de la Transición.
Aunque la escuela era cara y tenía calidad, la trayectoria de Millet no se explica sin la incapacidad de las familias que la pagaban a la hora de transmitir a sus hijos los valores que las habían hecho importantes y ricas. Penúltimo de cinco hermanos, Millet és más que un bergante sin escrúpulos. También ha sido víctima de una concepción atrofiada de la filantropía y de unos deseos de grandeza que dificílmente podían encontrar una base moral o intelectual donde apoyarse, en la Catalunya autonómica.
La misma educación profesional de Millet transcurrió en la Guinea Espanyola de los años 60, en el período anterior a la descolonización. No hay que saber mucha historia para hacerse una idea de qué concepción de los negocios, del catalanismo y de la vida social debió de hallar en Fernando Poo. Mientras jugaba a tenis y tocaba el saxo en un grupo de colonos que se llamaba Banana Boys, Millet dirigía una sociedad de su familia que explotaba plantaciones de cacao y de café.
En 1967, Millet volvió a Barcelona con motivo de la muerte de su padre, que era entonces uno de los héroes de la resistencia antifranquista. El señor Millet había contribuido a la creación de Òmnium y de Banca Catalana y había dado trabajo a los padres de Miquel Roca y de Pasqual Maragall. Enseguida, su hijo entró de vicepresidente en el Orfeó, avalado por el tío del futuro alcalde de Barcelona.
Mientras conspiraba para descabalgar a Joan Anton Maragall de la presidencia del Orfeó, creó bajo el paraguas de Banca Catalana una sociedad de inversiones que lo llevaría a prisión unas semanas. Los antecedentes judiciales no le impidieron prosperar y, si su hermano Xavier fue el primer candidato de CDC al Ayuntamiento de Barcelona, Millet entró en el entramado de instituciones civiles que habían aguantado el país durante la dictadura y que se irían degradando a medida que traicionaban el espíritu culto y altruista que las había originado.
En 1978 Millet fue escogido presidente del Orfeó y emprendió la restauración del Palau de la Música, que se encontraba en un estado lamentable y era despreciado por el simple hecho, tan prestigioso hoy, de ser modernista. En 1983 creó un consorcio formado por la Generalitat, el Ayuntamiento y la Diputación que le dio plenos poderes para gestionar el dinero de las obras. En 1990 creó la Fundació Orfeó Català-Palau de la Música Catalana para recoger dinero de las grandes empresas catalanas y españolas.
Como pasa con el Barça, el Liceu o la Caixa, el Palau es una institución demasiado grande para no tener un Estado detrás y sin un propósito nacional se convirtió en una tapadera para contentar a las elites barcelonesas y hacer negocios envueltos con la senyera. En 1999 Millet empezó una ampliación del Palau con el apoyo personal de Aznar, con quien trabó amistad. De los 24 millones de euros que costó oficialmente, el Estado aportó más de la mitad, mientras las instituciones catalanas daban poco más de un par todas juntas.
En 2002, en plena mayoría absoluta del PP, Hacienda desestimó una denuncia detallada del espolio que sufría el Palau en manos de Millet. En aquel momento, el presidente del Palau era miembro del Patronat de la Fundació del Conservatori del Liceu y vicepresidente de la Fundació FC Barcelona. Los años siguientes se convertiría en patrón de la rama catalana de la FAES y ocuparía la presidencia de Bankpime, de la Agrupació Mútua y de la inmobiliaria AMCI Habitat, entre una treintena más de distinciones y cargos.
A pesar de comportarse como si el Palau fuera suyo, hasta que saltó el escándalo nadie protestó. Las auditorías externas realizadas entre 2001 y 2008 no detectaron ninguna irregularidad. El dinero negro con el que se pagaba a artistas y colaboradores no levantó protestas. Tampoco nadie dijo nada cuando Millet utilizó el edificio de Domènech i Muntaner para celebrar el casamiento de su hija, el mismo año en que Aznar ofrecía una boda a su primogénita que era un autohomenaje de rey moro.
En 1997 el Palau había sido declarado Patrimonio de la Humanidad y Millet parecía que tenía carta blanca. Aunque hablaba demasiado de dinero, vestía sin estilo y las grandes familias lo tenían por un pequeño aprovechado, Millet pasaba por un señor de Barcelona. Aznar estaba encantado de tener a un catalán de pedigrí a su servicio. A Pujol ya le iba bien mantener viva la memoria del catalanismo puritano y ramplón a través de un hombre práctico, hedonista y capaz de sacar los cuartos a los españoles.
Con la emergencia del independentismo y el desastre del Estatut, el clima que protegía a Millet se desvaneció. En el verano de 2009, poco antes de las consultas de Arenys, una investigación lo imputó por una desviación de dinero de 2003. El PSC de Montilla vio en el caso una oportunidad de convertir la corrupción en arma contra el discurso de CiU, que cada vez era más nacionalista y tenía más adeptos, empujado por la presión del Barça de Laporta y los pequeños partidos independentistas.
El caso Millet enseguida extendió un hedor de Place de la Concorde en tiempos de Robespierre que ha ido rebrotando a temporadas. Con cada ataque de rabia y de dignidad se ha visto mejor hasta qué punto Catalunya recuerda la película Casablanca. Las ganas que la gente ha tenido de hablar de Fèlix Millet dicen casi tanto del resentimiento acumulado por tantos años de vejación, como la misma dimensión grotesca de la estafa.
La pregunta es quién sabrá instrumentalizar todo este dolor y para hacer qué. De momento veo una luminosa relación entre la Cataluña que dejó que Franco muriera en la cama y esta que pronuncia discursos vengativos contra un viejo vencido, deshecho en una silla de ruedas.