Gabriela Serra es una reminiscencia de la historia, un Frankenstein entrañable creado por un pasado traumático que todavía no hemos digerido –por eso los partidos del sistema hablan ahora de una segunda transición. Nacida en 1951, en una familia de clase media, se educó en una escuela de monjas de Mataró en el momento más tóxico de la dictadura. Si su familia había tenido inquietudes políticas, ella no oyó hablar del tema. En la calle, el pasado y el futuro eran un abismo de dolor y la gente iba viviendo al día.

Quizás porque no percibía esperanza a su alrededor, de pequeña, Gabriela Serra quería ser monja misionera o bailarina. Con la adolescencia, sin embargo, llegaron las oleadas de inmigrantes. La gente venía en masa con lo puesto y quizás una maleta. Algún día hablaremos del impacto emocional que debió suponer para un pueblo derrotado verse confrontado a un alud de desposeídos que hablaban la lengua del régimen opresor. Casi dos millones de pobres llegan a un país vencido, avergonzado y humillado. Es imposible que las pasiones no se remuevan.

De repente, la ocupación militar atrapaba al país vencido para darle la última estocada en forma de chiste macabro. Para conservar la dignidad, la mayoría de catalanes sólo tuvo fuerza para escoger entre la fría indiferencia o el amor incondicional. Serra tomó este segundo camino. Bajo su apariencia de carnicera intolerante y agria, la dirigente cupaire es una mujer muy sensible. Quizás porque vivía en un entorno gris pero confortable, ver la miseria al lado a casa la vinculó al mundo y le dio una misión. De repente, los estudios de catequesis adquirieron un sentido y una épica.

Serra es muy querida en Santa Coloma, incluso por abuelos que votan a Ciudadanos

Casada con 19 años, probablemente para marcharse pronto de casa, llega a Roma en 1972 siguiendo a su marido. En Roma se deslumbra con el comunismo italiano, que era el comunismo europeo por excelencia y que entonces lideraba Enrico Berlinguer, un sardo de familia catalana, que se remonta a la época de la Corona de Aragón, a la que la isla estaba sometida.

Cuando Serra regresa a Catalunya, el PSUC le parece un partido demasiado moderado –como el PCI del compromesso storico—. Al igual que otros amigos, quiere experimentar de primera mano la vida de los obreros y se instala en Santa Coloma de Gramenet, donde todavía hoy es querida y recordada. Lo es incluso por abuelos que votan a Ciudadanos –si bien por razones que no sé si Inés Arrimadas está preparada para imaginar—.

Serra hace de maestra en el Camp de la Bóta y se implica en las luchas vecinales del barrio de Singuerlín. Mientras que compañeros suyos regresan a barrios más tranquilos, ella arraiga en Santa Coloma. Participa en el secuestro de autobuses, en la organización de escuelas y en todo tipo de luchas comunitarias que la alejan de la teoría revolucionaria para acercarla al activismo de base. Cuando Felipe González organiza el referéndum de la OTAN, Serra ya forma parte de organizaciones pacifistas. Además, se siente en las antípodas de la izquierda hegemónica, que pasó de prepararse para la revolución a confiarlo todo a las instituciones públicas.

Decepcionada del PSOE y de la democracia española, Serra se marcha a Guatemala y a El Salvador después del referéndum de la OTAN de 1986. No hace de monja misionera, pero sí de escudo humano de obreros que defienden los mismos derechos que había visto reclamar en las postrimerías del franquismo. En Centroamérica faltaban activistas y en el Estado español el antifranquismo se había convertido un modus vivendi. La violencia pone a prueba su coraje y su pacifismo. En este contexto conoce a su pareja actual. También a Rigoberta Menchú, que fue Premio Nobel de la Paz.

El muro de dolor que separaba Catalunya de su pasado era demasiado alto para Serra y para la mayoría del país

Y bien ¿por qué Serra descubre ahora que es independentista? ¿Por qué no se ha afiliado a Podemos? Seguramente porque, hasta hace poco, el muro de vergüenza y de rencor que separaba Catalunya de su pasado era demasiado alto para ella y para la mayoría del país. Seguramente porque tenemos que hacernos mayores para que el pasado que no hemos vivido nos caiga encima y oigamos hablar a los muertos que no tuvimos la suerte o la desgracia de conocer. Los psicólogos lo denominan síndrome de la nostalgia sin memoria. El viernes lo comentábamos con el escritor francés Frédéric Beigbeder, para quien Francia no se ha recuperado de la Segunda Guerra Mundial y que ahora empieza a entender muchas cosas.

En Francia también les hicieron creer que la historia no formaba parte de su presente. En Francia los abuelos también convirtieron a los hijos y a los nietos en eternos adolescentes tratando de protegerlos del pasado con silencios y cuentos de hadas. Por eso Serra no era independentista y todavía ahora gasta una hipocresía en este tema que no se permitiría en la cuestión social o de la mujer. Decir que el 9N fue un éxito no es diferente que pretender que la justicia social puede separarse de la nacional. O que demonizar a Pujol por corrupto, cuando tú tuviste que marchar porque no soportabas la peste de la podredumbre. O dar lecciones de feminismo a Thatcher y a Merkel sin tan siquiera intuir la indefensión en que se encuentra el hombre catalán desde hace siglos.

Serra pertenece a una generación que, quisiera o no, tuvo que aceptar la transición. Si en su época no pudo romper con la dictadura, mucho menos podía romper con el Estado español. Era más fácil creer que podías liberar a las mujeres y a los obreros en un país ocupado. Con el tiempo, el Frankenstein español cada vez tiene más problemas para vender motos y disimular sus monstruosas incongruencias. Por eso la CUP absorbe figuras como Gabriela Serra, que irritan tanto a los convergentes, y por eso Inés Arrimadas se va volviendo recatada y monjil desde que tiene un papel importante en la política el país. Se habla mucho de las chicas de la CUP pero te fijas en Arrimadas y parece que se vista en Tenka.

Fotografías: Sergi Alcàzar.