Paula Bonet vive y trabaja en un piso noble, bohemio y luminoso arriba de todo de Gran de Gracia. Es una casa-cueva, llena de detalles y de rincones. En el pasillo de entrada, en la pared de la izquierda, tiene colgados una decena de retratos cuidadosamente encuadernados de escritoras del siglo XX. Veo a Anne Sexton, Sylvia Plath, Simone de Beauvoir, Virginia Wolf, Alma Malher, Clarice Lispector, Teresa Wilms Montt y Camille Claudel, mujeres inteligentísimas y tremendas, la mayoría torturadas y suicidas.
Estas autoras han sido la fuente de inspiración del último libro de Bonet, La sed (Lunwerg). Dice que la han sacudido y la han ayudado a conocerse mejor, y que todavía las está descubriendo. De entrada, presa por el entusiasmo y la sorpresa, pensó hacer con ellas lo mismo que hizo con el cineasta François Truffaut en su anterior libro, 813 (2015). Pero a Truffaut lo conocía desde hacía años y podía jugar con él, mientras que las escritoras que tiene colgadas en la pared la ponen ante un mundo que todavía la trastorna, que es superior a ella.
Cuando Bonet habla de las mujeres a veces me recuerda a mí cuándo hablo de Catalunya. Hay una manera creativa de ver el mundo desde la herida y otra manera autodestructiva, incluso ridícula, y la línea no está señalada con semáforos y banderas. Uno se tiene que mover con audacia pero también con cuidado en los paisajes vírgenes y llega un momento que Bonet me dice que dejemos el tema de las mujeres porque tiene miedo de que la haga enfadar, pero el fotógrafo, que es un angelito inteligente y candoroso, y se ha enamorado de los ojos grandes e impetuosos de la entrevistada, nos anima: ¡"No, no, seguid, es muy interesante!"
- Las mujeres todavía estamos construyendo nuestra voz -dice Bonet.
- Es natural, hasta hace poco aparecíais en la esfera pública a través de los hombres.
- Supongo que por eso también nos es más fácil caer en la banalidad o en la impostura, sin querer. Hasta hace cuatro o cinco años, no leía pensando si el libro lo había escrito un hombre o una mujer, pero en cambio ahora lo tengo muy en cuenta.
La sed sale de una toma de conciencia y, como digo, del mundo que le han descubierto las escritoras que tiene colgadas en la pared. "Aunque ya eran valoradas mientras vivían, no han quedado fijadas en los libros de texto". La experiencia literaria femenina es poco conocida y, por lo tanto, poco reconocida. La literatura que se explica en las escuelas y en las universidades es eminentemente masculina -me recuerda Bonet- y hay preguntas que han quedado inexploradas. Por ejemplo: ¿"Qué pasa si rechazo a mi hijo? ¿Soy un monstruo"?, me pregunta hablando de la obra de Ann Sexton.
Bonet me cuenta que la protagonista de La Sed -una mujer intensa, para decirlo suavemente- es una mezcla de las autoras que está explorando. La ilustradora ha tomado metáforas e ideas de los libros que ha leído de sus heroínas encuadernadas. Igual que en los trabajos anteriores, 813 y Qué hacer cuando en la pantalla aparece The End, la obra combina ilustración y prosa, pero la evolución hacia una estética visceral y cruda, es evidente. Los dos primeros trabajos tenían un aire pop; este es oscuro y desgajado "Quería presentar a un personaje con los intestinos al sol. Aceptar la ingenuidad, aceptar los miedos, aceptar los errores."
Aunque de entrada puede parecer un libro sobre el desamor, La sed es un libro sobre uno de estos descalabros existenciales que provocan una ruptura radical con el contexto. La luz siempre entra por las grietas que provoca el dolor y La sed explica un proceso de crecimiento que empieza con "una primera decepción y una primera paz artificial, que no nos deja pensar con claridad y que ya nos anuncia que después del primer terremoto siempre vienen las réplicas."
La idea del temblor que nos pone en contacto con las profundidades del yo salió de un terremoto de 8,5 que hubo en Chile en septiembre de 2015. En el último año y medio, Bonet ha viajado a Chile cuatro veces. En Chile está el taller que ha forjado su carácter como artista. Su primer viaje fue en 2001, cuando estudiaba Bellas Artes en Valencia. "Estaba pintando y pensé: me tengo que marchar de aquí". En el taller de Chile acabó de forjar un "compromiso con la obra" que la ha protegido del desánimo y de las ofertas fáciles que la habrían podido desviar de su camino. Han pasado quince años y todavía vuelve.
De qué huías, cuando te marchaste a Chile la primera vez -le pregunto. Es evidente que huía de Valencia. En La Sed hay unas naranjas podridas, así puestas como si nada, en un capítulo que se titula Barcelona-Madrid. Bonet no tiene ganas de hablar del tema. Dice que ahora las cosas empiezan a mejorar, en Valencia. Dice que la facultad de Bellas Artes es muy buena, que la relación entre el oficio y la creatividad se enseña de manera muy equilibrada. Dice que se marchó a Chile huyendo del "paternalismo de ciertos profesores" que no dejaban de verla como una niña mona que pintaba.
En Valencia hay una luz espléndida; hay talento, hay dinero, historia, pero también hay mucha pretensión y mucho faraonismo. No lo dice ella, lo digo yo. Ella se limita a decir que Barcelona la alimenta, que todo lo que saca de la ciudad es positivo, que se siente libre. A Valencia, vuelve siempre, pero no se queda nunca, como estos catalanes que vienen a Barcelona sólo para recordar que la ciudad les ahoga y están mejor en Nueva York, Londres o París. También me explica que ha acondicionado el piso "sin calefacción" del barrio de Rusafa dónde vivió los primeros 10 años de su carrera, para alquilarlo. Dice que le hace rabia no disfrutarlo ahora que lo tiene decente porque fue feliz en él, pero en su caso la nostalgia es sólo un lujo.
En Valencia me sitúa el origen de la decepción que inspira La Sed. En el 2013 le encargaron un cartel por el festival de mediometrajes La Cabina. Bonet diseñó una ninfa con una cabeza de conejo por sombrero y la ilustración tuvo tanto éxito que los tres millares de carteles que la organización repartió por la ciudad se convirtieron en objeto de culto. La gente los arrancaba de las paredes. Los periodistas insistieron en entrevistarla. Ella explicó que se había inspirado en el conejo de Alícia en el país de las maravillas, pero el titular de prensa que se impuso no tenía nada que ver con el cine: "Todos quieren el conejo blanco de Paula Bonet".
Las connotaciones sexuales del titular, y la histeria que generó el cartel, la disgustaron. Poco después publicó The End y el éxito del libro le rompió los esquemas. "Era mucho más preciosista que este. Pero me temo que funcionó porque la gente no lo entendió. Vi cómo todo se frivolizaba. Me di cuenta de que no se me trataba igual que a los hombres. Me dio la impresión de que se quería multiplicar mi obra, para imponerla al público." En definitiva, Bonet tuvo la sensación de que si se relajaba la convertirían en una máquina de hacer salchichas. "Si aquel éxito me coge con 20 años, me destrozan", dice.
Para no desviarse del camino, Bonet tuvo que aprender a decir que no a ofertas y encargos que poco tiempo atrás la habrían hecho saltar de alegría. Durante años, la ilustradora había ido tirando haciendo trabajitos paralelos. "Trabajaba en comedores escolares, daba clases en academias, maquetaba o hacía catálogos de tornillos para agencias de publicidad. Cuando el ilustrador de la agencia estaba saturado de trabajo y me pasaba alguna cosa, me sentía afortunada." Muchos de sus compañeros dejaron de pintar cuando acabaron la carrera y cogieron un trabajo estable. Ella no.
- Mis amigos tenían pareja y piso con calefacción. Pero yo era muy feliz haciendo lo que me gusta. Después del primer libro, ya no tuve que poner la voluntad en hacer trabajos que no me gustaban, sino en rechazar encargos muy jugosos que no me llevaban a ningún sitio como artista.
El piso estudio de Bonet refleja bien su manera de vivir y de crear. Es un piso donde todo se comunica. Cuándo llegó a Barcelona probó una organización más convencional, con espacios compartimentados y no le funcionó. Separar, silenciar, apartar las cosas, volver la espalda al dolor o a la incoherencia, parece que le duela, que le recuerde el uniforme y la disciplina gratuita del colegio de monjas donde estudió, en Villareal. De pequeña, era buena estudiante pero vivía con la impresión de que las cosas que le enseñaban no le servirían para la vida.
"Cuando no he tratado de darle un sentido a todo -me dice-, no he ido bien". Dice que a veces incluso pinta en la cocina y que descubrió su vocación pintando las paredes de casa a sus padres, cuando era pequeña. "Debes haber crecido en una casa con mucho amor", le pregunto. Quizás es una burrada, pero el amor, si lo mamas de pequeño, te acostumbra a que todo tenga un sentido y te da libertad para vivir de manera asilvestrada sin perderte.
Bonet se deshace en elogios a su familia. También me habla con afecto del primer profesor que tuvo, Pepe Biot, que pintaba troncos y espacios desiertos. Biot fue quien explicó a sus padres, que Bonet había decidido estudiar bellas artes y no una carrera convencional, como en su casa esperaban. Bonet dice que la lucha para dar un sentido a todo lo que hace, para vivirlo todo a través de su obra, es lo que la hace avanzar.
- La creación enriquece el resto de cosas que pasan en mi vida y viceversa.