Josep Fèlix Ballesteros es el último vestigio del poder socialista del tiempo de Jordi Pujol, junto con Àngel Ros. Forma parte de una élite caciquil de segunda fila que necesita pasar desapercibida porque cada vez que quiere brillar se acaba disparándose en el pie o montando un aquelarre como los Juegos del Mediterráneo.
Anodino y sin ningún modelo de ciudad, hace muchos años, cuando Tarragona estaba en manos del cacique convergente de turno, se hacía pasar por maragallista. Como le ha pasado a Àngel Ros, la presión de Ciudadanos y la disgregación del adversario convergente ha ido sacando los colores a su falta de criterio.
Nacido en Tarragona en 1957, Ballesteros es un alcalde de perfil tan gris y mediocre que si una gitana le intentara leer la mano, no encontraría nada. Es el clásico político socialista funcionarial, como Montilla, como Hereu o como Navarro, que no sabes nunca qué piensa, ni si ha tenido nunca despierta la imaginación.
De Ballesteros sólo se puede destacar la impresión que sus ojos azules dan en los carteles electorales. Mentiroso compulsivo, el 1 de octubre aseguró que había salido a la calle a pedir a la policía que, por favor, parara las cargas contra los votantes, pero todavía no se conoce nadie en Tarragona que lo viera.
Dicen que cuando era joven era idealista y que dejó la carrera de Física para defender los principios del ecologismo. Si Ballesteros tuvo una juventud idealista, podemos estar seguros de que su idealismo quedó oscurecido pronto por una sombra hedonista que no le ha dejado hacer otra cosa que vivir de la comedia, de manera cada vez más descarada.
Psicopedagogo, que es la carrera de los curas que quieren tocar carne, da toda la pinta de haber contribuido a narcotizar a unos cuantos niños con estas concepciones hipócritas de la educación que castran la individualidad y el talento de las personas en nombre de ideales abstractos que sólo sirven para domesticar a las almas inocentes a través de los sentimientos de culpa.
Aunque ha tenido una cierta actividad como psicopedagogo, empezó a trabajar en el Ayuntamiento en 1981, como vicesecretario del Consejo Municipal de la Juventud. A partir de aquí subió en el escalafón del PSC, hasta el punto que en el 2011 pudo presentarse como uno de los posibles candidatos a sustituir a José Montilla, que había sufrido una derrota tremenda en las elecciones autonómicas del 2010.
Como alcalde, representa una élite que se ha perpetuado en el poder a base de mantener la inmigración española en unos estados de primitivismo perfectamente proporcionales a los del votante pujolista, quizás un poco más leído y civilizado por razones históricas. Los barrios de poniente de Tarragona han servido de excusa para acabar de destruir la personalidad de la ciudad, siempre en nombre de ideales buenistas y miedos históricos.
Después de quedarse en las puertas de la alcaldía en el 2003, cuando el poder pujolista ya empezaba a declinar, dio un paso atrás. Como los cuervos cuando esperan que la naturaleza siga su curso, esperó que todo cayera por su propio peso y el 2007 ya era alcalde. Si entonces Tarragona era una ciudad desperdiciada, con Ballesteros el declive se ha ido acentuando todavía más.
Los diez años que hace que gobierna sólo han sido posibles gracias a muchas décadas de esfuerzos sostenidos para destruir la vida interior de la ciudad. Ballesteros es la culminación de un largo proceso de degradación que los Pets ya habían cantado y que Grau satirizaba en el programa de Buenafuente cuando cantaba Murallas de Tarragona: "Testimonio que pregona otros tiempos soberanos".
Los Juegos del Mediterráneo han sido la culminación de una gestión errática, dedicada a mantener la bolsa étnica de votos socialistas que ahora irán a Ciudadanos. Con la bolsa de votantes concentrada en los barrios de Ponent, Ballesteros ha acabado de bajar el nivel de la ciudad a los ideales de Tabarnia, que no tienen ningún otro objetivo que convertir Catalunya en un camping.
Durante los diez años que Ballesteros ha gobernado, Tarragona ha acabado de perder los ejes comerciales y ha estado entregada a la cultura de mall americano. La estupidísima idea de crear una ciudad comercial en Les Gavarres se estudiará en las universidades. Las restauraciones del patrimonio histórico también han demostrado que el mal gusto no es nunca un accidente, y han hecho una chapuza tras la otra.
El abuso del folclore ha conseguido dejar sin un relato creíble una de las ciudades del Mediterráneo que tiene más potencial. España siempre ha hecho pagar a Tarragona los intentos de Barcelona de erigirse como una capital global, y Ballesteros ha sido un cómplice necesario, a menudo contra la voluntad de algunos colaboradores suyos que encuentran excesivo doblarse a los caprichos revanchistas del electorado unionista, buena parte del cual se marchará igualmente a Ciudadanos.
Cuando Anna Arqué preguntó a Ballesteros cómo es que Kosovo había desfilado en la inauguración de los Juegos del Mediterráneo, que tuvo más banderas españolas que público en las gradas, Ballesteros sólo supo sonreír como un conejo. Se pueden poner muchas excusas, pero Kosovo no es un país reconocido por España y, en Málaga, por ejemplo, no habría desfilado nunca. ¿O sí?
Ballesteros es una reminiscencia de esta oligarquía invertebrada que igual te trae un portaaviones para asustar a los tarraconenses, como te envía a un colaborador a visitar Junqueras a la prisión. Es un predicador de mierda, en el sentido que predica mierda, como algunos columnistas montserratinos de La Vanguardia.
Antes de los Juegos, Ballesteros acariciaba la idea de volver a presentarse, a pesar de que algunos de los suyos ya hace tiempo que tratan de hacerle la cama, nerviosos por el ascenso de Ciudadanos. Ahora es otro muerto viviente que habla de Smarts Cities y tiene los días contados.