Josep Borrell no se puede entender sin la Catalunya áspera, sórdida y vencida que aparece en novelas adaptadas al cine como Las voces del Pamano o Pan negro. Nació en la Pobla de Segur en 1947, el año que Franco ganó la batalla internacional, y recibió las primeras lecciones en un mundo de gente rota, en el cual la única forma de amar alguna cosa dignamente era hacerse maqui o español.
Sus padres tenían una panadería. Como la Pobla de Segur quedaba lejos de todo, hizo el bachillerato con la ayuda de su madre y de un maestro jubilado. En 1964 baja a Barcelona para hacer Ingeniería Industrial, pero un año después se traslada a Madrid para estudiar Ciencias Empresariales y Aeronáutica. Una vez licenciado, amplía estudios en Stanford y en el Instituto del Petróleo, antes de volver a tiempo para afiliarse al PSOE.
La eclosión de Felipe González le pilla como responsable sindical de Cepsa, la compañía de petróleos, donde trabaja de ingeniero, mientras se doctora en Económicas. Quizá porque viene de pueblo, quizá porque no ha estudiado en Barcelona, en el PSC no acaba de encajar. Después de ser elegido concejal del municipio de Majadahonda, pasa a dirigir la política fiscal de Madrid en los años previos a la constitución de la comunidad autónoma.
En 1982 es nombrado secretario general de Economía y en 1984 secretario de Estado de Hacienda, cargo que lo hará famoso por sus choques con el tejido empresarial catalán y algunas folclóricas. Aprovechando el sentimiento de revancha que González despertó entre las clases bajas españolas, Borrell convirtió las inspecciones de hacienda en un ariete propagandístico y recentralizador del nuevo Estado democrático, y también en una forma de promocionarse.
En plena guerra fría entre la Moncloa y la Generalitat, el político socialista salía en televisión señalando al espectador con el dedo índice y, contraviniendo el tópico del catalán avaro, le decía: "Tú también pagarás". Hombre brillante, pero reprimido y melancólico, de una agresividad mental típica de personas que no se pueden relajar, Borrell encontró en el antipujolismo una forma de justificar sus abstracciones de científico prepotente y desarraigado que vuelve al pueblo una vez al año.
Raier aficionado y, por lo tanto, de carácter vital y simpático, pero también duro, Borrell era ideal para normalizar el espolio fiscal de Catalunya, València y las Balears en un momento en que la democracia se sentía insegura con el pasado autoritario del Estado español. Con un apellido que en Madrid no saben pronunciar, Borrell servía para recordar que cuando la Moncloa decía Hacienda somos todos, también incluía a los catalanes. En muchas casas de Catalunya el lema tenía una resonancia especial, que hacía pensar en el Españoles todos del régimen franquista.
El 1991 Borrell fue premiado con el Ministerio de Obras públicas. En 1996, después de la derrota de González ante Aznar, intentó encabezar la renovación del PSOE. Se presentó a las primarias y, contra todo pronóstico, las ganó. El PSOE habría podido colocar al primer presidente catalán de la democracia pero el mismo partido lo tumbó sacándole unos trapos sucios sin importancia, después de perder un debate con Aznar en el Congreso.
Con Pujol apurando los últimos años de gobierno, Borrell se convirtió en un fastidio para el catalanismo de Pasqual Maragall, y lo mandaron a Europa. Entre 1999 y 2004 fue presidente del comité parlamentario de asuntos europeos. El 2004 fue cabeza de lista del PSOE en las elecciones europeas y acto seguido presidente del Parlamento europeo hasta el 2007. En el 2009 entró como asesor en Abengoa, una multinacional del sector eléctrico creada durante el franquismo, de la que cobró 2 millones de euros antes que se hundiera.
Cuando parecía que su carrera estaba más que acabada, el conflicto catalán le dio una segunda juventud. Su claridad mental brillaba en medio de los discursos simiescos de la parroquia unionista. A diferencia de muchos de sus compañeros de origen castellano, Borrell ha tenido que trabajar los datos y hacer el esfuerzo de pensar para llegar a desarrollar una mínima identidad española.
Aunque ya había dejado a Oriol Junqueras en ridículo en un debate de televisión con cuatro trucos de inspector de Hacienda para cazar defraudadores, la fama de Borrell fue creciendo en las semanas posteriores al 1 de octubre. El vacío de discurso y el clima por miedo a que los dirigentes independentistas dejaron, volvieron a despertar el matasuegras profesional que Borrell llevaba dentro desde los años ochenta.
Con la caída de Rajoy, Borrell ha sido nombrado ministro de Exteriores del nuevo Gobierno de Pedro Sánchez. España necesita limpiar su imagen internacional, y Borrell es catalán, no tiene vínculos familiares con el franquismo y conoce bien Europa. No llega a luchador antifranquista, como ha afirmado algún diario, pero al lado de los perlas de ERC y PDeCAT que el Estado promocionará con la excusa de la prisión servirá, como lo hizo durante el pujolismo.