Joan Tardà es una buena persona. Lo dicen políticos de todos los partidos. En la época de Zapatero, incluso José Bono le defendió con este argumento una vez que el dirigente de ERC gritó en un mitin "viva la república y muera el borbón". Cuando llegó a Madrid en 2004, el maquiavélico Rubalcaba le llamaba "el asilvestrado", pero también lo acabó queriendo.
Al contrario que el circo de comediantes que la antigua CiU enviaba al Congreso, el carácter genuino de Tardà ha podido lucir a medida que la España de la Transición se ha ido hundiendo. El dirigente de ERC no ha intentado aparentar nunca aquello que no era y Madrid no ha podido contrahacerlo ni caricaturizarlo con sus cepillos y su pedantería de salón.
Nacido en 1953, Tardà no ha tenido necesidad de evolucionar ni de sofisticarse respecto de los años setenta, cuando militaba en el PSUC y era concejal de Cornellà. De hecho, si no fuera porque parece salido de la máquina del tiempo no habría sobrevivido tan bien en el Congreso de Diputados mientras otros políticos catalanes de más renombre se iban deformando y convirtiendo en una caricatura de ellos mismos.
Tardà es irreductible, pero gusta por el mismo motivo que gusta el buen salvaje, porque es un catalán inofensivo, con todos los colorines del indigenismo y ninguna de las pulsiones naturales de agresividad que pide la capacidad de progresar y de defenderse. Desde el punto de visto político, es el negrito de Banyoles de Madrid, el lacito amarillo en la solapa de ERC, la Lola Flores de la izquierda antimonárquica catalana y española.
Incluso Gabriel Rufian encontró, con razón, que el hotel donde se hospeda cuando va a la capital de España es de una modestia innecesaria. Sencillo, austero y poco refinado, el diputado de ERC ha sabido bunquerizarse en una honestidad folclórica, típica de un país atemorizado como Catalunya, donde la cobardía se esconde siempre detrás de algún discurso fuertemente moral -sea conservador o progresista-.
Tardà tiene la virtud de ser un primario en un país donde la mayoría de la gente que se quiere sofisticada acaba pervirtiendo sus mejores virtudes para poder encajar en la estructura. Como reclamo electoral, no hace una función demasiado diferente de la que hacía Artur Mas. Los dos son un producto ideal para estos catalanes que aman de manera estética y que necesitan un poco de culpa y de padecimiento para sentirse vivos y libres.
En Catalunya, las buenas personas no acostumbran a hacerse responsables de nada importante. Hijas de unas traiciones que ellos no cometieron pero que no tienen fuerza para afrontar, han perdido el contacto con su monstruo interior y viven refugiados en la humildad impune, resentida y sumisa de las víctimas. Así se explican los discursos que Tardà pronunciaba diciendo a los españoles que Catalunya se iba o que Europa no permitiría la represión, mientras ERC pensaba más en sentar el PP a negociar que en hacer la independencia.
Cada vez que oigo que Tardà es buena persona me vienen ganas de beber whisky y de fumar. Y un poco de exiliarme. A mí no me ha sorprendido el giro que ha dado los últimos meses, ni me parece que diga nada nuevo de él, ni de los que ahora le critican o le defienden.