Si estuviéramos en el siglo XIX, el magistrado Pablo Llarena sería uno de estos generales emplomados, con el uniforme lleno de chatarra, que se hacían retratar por los pintores más caros de la época. Sería como Espartero, el cañonero de Barcelona, o como Zurbano, que los vecinos de la ciudad expulsaron fuera de las murallas junto con su ejército, a base de tirar piedras y agua hirviente desde los balcones e incluso alguna cómoda, que mató su caballo.

Igual que los militares liberales del siglo XIX, o como los eclesiásticos del franquismo, Llarena forma parte de un cuerpo público que la prensa y los políticos de Madrid han investido de un simbolismo y de un poder totalitario y paternalista. Si Espartero estaba convencido que hacía un bien al liberalismo bombardeando Barcelona, Llarena está seguro que defiende una idea de la democracia elevada cuando juzga a los políticos escogidos por los catalanes como si fueran una banda dedicada al narcotráfico.

El varapalo que Llarena clavó al fiscal general del Estado manteniendo a Joaquim Forn en la prisión expresa el sentimiento de un colectivo funcionarial que, los últimos años, ha sido llamado a arreglar los problemas que los partidos españoles no sabían como resolver. Competente, ambicioso y muy trabajador, el magistrado es uno de estos hombres providenciales que los países corruptos necesitan elevar, de vez en cuando, para sobrevivir.

Llarena mamó el amor al derecho desde pequeño. Sus padres eran juristas, los dos muy reconocidos en Burgos, ciudad que había sido la capital de la España franquista durante la guerra. Licenciado en la Universidad de Valladolid en 1986, ha hecho una carrera meteórica. No es habitual llegar al Tribunal Supremo antes de los 60 años, como ha hecho él. En cambio es normal que un juez se pase 19 años ejerciendo a Catalunya sin saber ligar dos frases en catalán y que todavía se haga un prestigio.

A pesar de sus problemas para aprender el idioma del país, Llarena dejó un buen recuerdo entre los juristas catalanes, cuando se marchó a Madrid a ocupar la sala segunda del Tribunal Supremo, en enero de 2016. Entonces nadie lo veía como un colonizador o como un enemigo de la libertad de Catalunya. Hombre de cordialidad superficial y jesuïtica, su fama de jurista riguroso y frío parecía suficiente a muchos expertos que ahora empiezan a ver que no hay justicia sin patria que sea humana.

En el 2012, cuando estaba en la Audiencia provincial de Barcelona, se había mostrado partidario de buscar una solución política al conflicto nacional. Quizás por este motivo, y porque tiene casa en Sant Cugat, la Catalunya institucionalizada respiró de alivio, cuando la jueza de la Audiencia Nacional Carmen Lamela aceptó pasarle la causa contra el gobierno de la Generalitat. Pocos previeron que haría suyo el relato de la guardia civil sobre el proceso o el de los políticos unionistas que comparan el referéndum con el golpe de estado del 23-F.

Los autos de Llarena han acabado de sacar a pasear a los pocos fantasmas que todavía dormían en los sótanos de la España de la Transición. Calificando de "fanáticos violentos" a los votantes del 1 de octubre, como si fuera un hooligan de VOX, ha hecho evidente que el ordenamiento jurídico español, y toda su cultura política, se fundamenta en el principio establecido por Franco, según el cual los sectores que hicieron el golpe de estado de 1936 eran inocentes defensores de la legalidad y los republicanos unos rebeldes sediciosos.

Así, no es extraño que los últimos encarcelamientos que dictado hayan dejado Podemos en manos del independentismo. El elemento de rebelión, que es el punto más débil de su instrucción, parece pensado para inhabilitar a los dirigentes políticos catalanes, antes de ir a juicio. España juega, como siempre, a decapitar el movimiento catalán para asfixiarlo en el caos. El problema es que la educación universitaria e Internet han cambiado las cosas y esta vez no es tanto claro que los políticos sean más valientes y cultivados que el pueblo.

El viernes Llarena indignó a muchos catalanes que ya hace tiempo que se sienten estafados por los dirigentes independentistas que duermen en prisión. Si los militares del siglo XIX destruyeron el prestigio del ejército, y los curas franquistas acabaron de extender el ateísmo, no hay que ser muy inteligente para ver que pasará los próximos años con los tribunales españoles. Para evitar un referéndum de autodeterminación, el Estado ha minado su propia autoridad. Incapaz de ganar en las urnas y en los debates de televisión los demócratas españoles han enviado a las trincheras a sus jueces más competentes.

No hay que dudar de la profesionalidad y la inteligencia de Lanera para ver hacia dónde llevan sus puntos de vista. Aficionado a los puros y a las Harley Davidson, el magistrado participa del imaginario quijotesco de esta España conservadora que se identifica con Inglaterra mientras ríe las gracias a los borbons y a los dictadores. Al final, habrá justicia para|por todo el mundo. Tarde o temprano, verdugos y víctimas descubrirán hasta qué punto el infierno está pavimentado de buenas intenciones.