Manuel Valls es un blanqueador, un alma vencida por| la dureza de la historia que viene a enterrar a los muertos y a ofrecer un olvido dulce e indoloro a los herederos impacientes de las derrotas mal digeridas. Cansado de ver fracasar a sus antecesores, el exprimer ministro francés se ha convertido en una fachada presuntuosa que busca consuelo en la sombra del poder.
Uno de sus bisabuelos se hizo enterrar envuelto con la señera después de insistir inútilmente en redactar el testamento en catalán. Otro, Agustí Valls, escribió un poema sobre Rafael de Casanova, recitado en un homenaje a Rubió y Oros, que dicen que fue el origen de la festividad del 11 de septiembre.
El abuelo paterno, el último dueño de la banca Valls, dio clases de catalán en la clandestinidad, después de ver arruinado el negocio famíliar en tiempos de la República. Su tío músico, que también se llama Manuel, compuso el himno del Barça y es el autor de la banda sonora de la Ciutat cremada, la mejor película de Antoni Ribas, el cineasta que se encadenó a la Plaza Sant Jaume para denunciar la marginación de las producciones en catalán.
El padre emigró a París a finales de los años 40 para triunfar como pintor, pero tardó en ser reconocido. Cuando Valls llegó a primer ministro, los diarios franceses explicaban que en la escuela le daba vergüenza decir cuál era el oficio de su progenitor. La madre era una arquitecta Suiza que hablaba catalán a los hijos y al marido en un momento muy difícil para el idioma, que luchaba para no desaparecer. No cuesta pensar que lo hacía imbuída por la fuerza que el patriotismo tenía en la familia.
A pesar de la quiebra de la banca Valls, en la familia no faltaron nunca los recursos. El padre era un artista de producción lenta, que siempre huyó del éxito fácil, pero que se podía permitir pasar horas corrigiendo una pincelada. El ex primer ministro estudió en las mejores escuelas de París y pasó los veranos en una torre modernista de Horta llena de libros. A diferencia de él, su hermana volvió a vivir en Barcelona, donde se pasó veinte años luchando para superar la adición en la heroína que había cogido en París.
Como muchas personas heridas en su orgullo, el ex primer ministro es un hombre práctico, que ha perdido el sentido de la trascendencia tratando de escapar del denso pasado de su familia. Durante años, la prensa le colgó la etiqueta de Sarkozy de izquierdas. Igual que el marido de Carla Bruni, Valls ha cultivado una imagen de político sexi y atrevido, de gestualidad bonapartista. Como tiene una idea vulgar del realismo, es un hombre que promete más que da.
Con 20 años se naturalizó francés y con 24 ya era secretario nacional de comunicación del partido socialista. Más tarde, dirigió el gabinete de prensa de Lionel Jospin, en cuyo entorno lo tenían por catalanista. En 2001 fue premiado con la alcaldia de Evry, después de comprarse un piso para poder presentar candidatura. A pesar que era un feudo socialista, durante los 12 años que gobernó multiplicó el presupuesto de seguridad y propaganda. También subió los impuestos hasta el punto que la ciudad todavía hoy paga unas de las tasas más altas de Francia.
Igual que Sarkozy unos años antes, Valls acabó de hacerse un nombre en la política francesa como ministro del interior durante la presidencia de François Holande. Su mano de hierro acabó de redondear la imagen que se había hecho de político decidido, que tanto gusta en las sociedades desvertebradas, dirigidas por élites que tienen miedo de perder su status. En el 2014, una crisis de gobierno lo elevó a primer ministro en plena descomposición de la política francesa.
La llegada de Macron lo cogió con el pie cambiado y no tuvo tiempo de escaparse del colapso del sistema de partidos y, especialmente, de la izquierda estatista. Eliminado de la carrera a la presidencia por un candidato poco conocido, en las últimas elecciones a duras penas conservó el acta de diputado en la Asamblea nacional. Sin la prestancia que le daba el poder, empezó a enseñar el latón y dar vuelcos como un moscardón en un tarro de cristal.
Después de romper con su partido demasiado oportunamente y de ser rechazado por Macron, se ha dejado querer por Ciutadans, igual que Sarkozy se dejó querer por el PP cuando todavía no se le acusaba de corrupción. El independentismo ha dado tanta categoría a Barcelona que ha vuelto a hacer emerger la geopolítica de la guerra de sucesión. Richard Florida ya escribió hace una década, en su ensayo sobre las ciudades creativas, que París recela de la capital catalana, una cosa que en el país se ha sabido siempre.
Ciutadans ha ofrecido a Valls presentarse con su partido para aspirar a la alcaldía barcelonesa. Valls es una figura ideal para blanquear el pasado y podría tener la tentación de dejarse utilizar por los malotes que intentan saquear España y evitar que el mundo se pregunte por qué demonio Catalunya ha pasado tantos siglos desapercibida. Si Valls no hubiera sido un perdedor disfrazado por el sistema, la implosión de la política francesa no lo habría cogido desprevenido y no le habría arruinado la carrera.
Al margen de lo que decida, la propuesta de Ciudadanos vuelve a poner sobre el mapa la vieja fractura europea entre los países que priorizan la igualdad para poder robar mejor y los países que priorizan la libertad para potenciar el comercio y la cultura.