El ascenso social y político de Montilla solo podría explicarse desde la sorpresa en el caso de que Catalunya no fuera un país ocupado. Llegó a president de la Generalitat porque el país necesitaba demostrar que había superado la división étnica promovida por el franquismo a partir de los años 50, cuando la circulación de ejércitos y los bombardeos contra civiles que había practicado Madrid empezaban a estar mal vistos dentro de Europa.

Nacido en 1956, en Iznájar, un pueblo pequeño y yermo de Andalucía, llegó a Catalunya con 16 años y siempre trató de situarse al margen del conflicto con España, sobre todo una vez tuvo resueltos sus problemas materiales. Con eso quiero decir que sin ser un gran hombre, tampoco ha sido nunca el caradura analfabeto que el nacionalismo victimista quiso pintar por resentimiento y por razones electorales.

Detrás de la fachada de hombre reprimido y rígido, y un poco gris, Montilla tiene un fondo picaresco, de andaluz simpático y sagaz. Dejando de lado las facilidades que pudiera encontrar gracias a los esfuerzos que el Estado hizo para reducir el país a los estándares de la inmigración, su carrera es un reflejo de la fuerza que su carácter astuto y trabajador le dio en un entorno de violinistas invertebrados y pretenciosos.

Después de militar brevemente en Bandera Roja y el PSUC, Montilla ingresó en el PSC. Poco después, con 24 años, conseguía el primer hito de una carrera política larguísima, que todavía dura pasadas cuatro décadas. Teniente de alcalde de Cornellà en la primera legislatura de la democracia, con 28 años tomó las riendas de la ciudad, que había multiplicado su población por nueve desde 1950, sepultando su pasado y su paisaje.

Con la alcaldía secuestrada por la herida demográfica, utilizó la fuerza de las grandes ciudades del área metropolitana para desgastar el poder de la cúpula catalanista del PSC, que era más pedante que patriótico. Durante las dos décadas en que fue alcalde de Cornellà consolidó las ambiciones con tenacidad y pragmatismo. Sus compañeros le llamaban "el mudito" porque sabía cómo matar callando.

En 1994, después de unos años de dares y tomares, derrotó a los sectores obiolistas, que habían quedado atrapados en el resentimiento contra Pujol. Como secretario de organización del PSC debilitó tanto como pudo lo que entonces se denominaba "el alma catalanista" del partido, que en realidad no había existido nunca, más allá de la pedantería y de los intereses de clase mal disimulados de unos cuantos señoritos criados entre algodones.

El año 2000, con Obiols exiliado en Bruselas y Pasqual Maragall domesticado, después de su huida a Roma, Montilla se convirtió en el presidente del PSC. Lo bastante fuerte para dominar el partido, pero demasiado desconectado del país para dar un candidato a la Generalitat, dejaba que Maragall pronunciara sus discursos sin hacerle mucho caso. Cuando Maragall fue investido en el 2003, empezó a tener problemas.

Si Aznar no le hubiera extendido una alfombra de plata a Zapatero con la gestión del 11-M, Montilla habría podido disfrazar de electoralismo contra el PP los delirios federalistas de Maragall. Pero la victoria del PSOE puso en contradicción al socialismo catalán. Poco a poco, la presidencia de Zapatero dejó en evidencia hasta qué punto Montilla y Maragall trabajaban para dos capitales y para dos países diferentes.

En el 2005, después de un parto larguísimo, Maragall consiguió aprobar una nueva propuesta de Estatut con el apoyo de Mas. Al día siguiente Montilla empezó a trabajar para reventar el texto, desde Madrid, donde hacía de ministro de Indústria. Como no conocía el país, no pensó que destruiría los equilibrios que sepultaban el independentismo, bajo la dialéctica izquierda-derecha.

Humillado por Zapatero y acosado por un Alzhéimer que ya se le manifestaba, el 2006 Maragall renunció a presentarse a la reelección. Sin estudios académicos, sin un conocimiento de la cultura y la geografía del país, y con un currículum de ministro que incluía la invasión de competencias autonómicas, Montilla decidió presentarse en su lugar.

Aunque perdió 250.000 votos y sacó los peores resultados de la historia del PSC, Montilla formó gobierno con once diputados menos que CiU. Abandonado por los suyos, y con el apoyo de ERC, se encontró dirigiendo un país que giraba cada vez con más fuerza hacia el independentismo, sin que él pudiera hacer nada para evitarlo.

En el 2010 fue insultado, silbado y casi agredido en la primera gran manifestación del independentismo. Pocos meses más tarde se convertía en el primer president catalán destronado por las urnas. Sensibilizado por el cargo, que le había servido para aprender catalán y para desgastar la utilización que España había hecho de la inmigración, advirtió a Madrid que el independentismo no era un suflé.

Después de un año sabático, aceptó una silla en el senado, algo que no habría hecho ningún antecesor ni sucesor suyo arraigado en Catalunya. El PSC siguió desangrándose con el crecimiento del independentismo, mientras el expresident se lo miraba en silencio. Ante la amenaza del 155, quiso mantener la equidistancia, pero el encarcelamiento de medio Govern lo ha puesto del lado de Arrimadas y Albiol.

Acostumbrado a hacer de benefactor de los suyos, los últimos años se ha quedado cada vez más solo y fuera de contexto, incapaz de representar a nadie en Catalunya. Es probable que el conflicto con España lo lleve a ver escarnecidos los pocos ideales que le deben de quedar de juventud, cuando creía que la llegada de la democracia sería suficiente para legitimar su carrera y sus ambiciones.

Montilla es el único president votado en las urnas que no ha tenido nunca un problema con la justicia española. Incluso Maragall, niño mimado de Porcioles, fue perseguido de joven por la policía. Es como si los silencios que lo hicieron famoso ahora tomen todo su sentido; ahora que reivindica el Estatut que él mismo combatió, después de que Zapatero hiciera aquella promesa vacía: "Apoyaré el Estatuto que salga del Parlamento de Catalunya."

Ahora que se empieza a ver que no había "otros catalanes", como decía Francesc Candel, sino más bien una invasión española que se transforma según las necesidades de cada época.