Santiago Vidal es el pequeño Francesc Macià de la Catalunya processista. Como el Avi en su tiempo, su conversión un poco iluminada al independentismo no se puede separar de su oficio, ni de su decepción de España. Si Macià fue expulsado del ejército, Vidal fue suspendido por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) después de participar, junto con 9 personas más, en una propuesta de Constitución catalana.
Nacido en Sant Sadurní d'Anoia en 1954, su abuelo era médico y militar y recibió una medalla por su participación en el alzamiento y en la Guerra Civil, reseñada en La Vanguardia. Su padre se casó con una señora de la burguesía y llegó a ser alcalde de Sant Sadurní durante la dictadura, aunque sin mucha mano izquierda: incluso se le llegó a acusar de tener una excesiva afición al coñac.
Licenciado en Derecho por la UAB, Vidal empezó como abogado laboralista en un bufete vinculado a la CNT. En aquella época leía a Trotski y a Bakunin, llevaba el pelo largo y los colegas más conservadores le reprendían por su manera de vestir poco ortodoxa. Enseguida se dio cuenta de que, por más argumentos que aportara a los tribunales, siempre estaría expuesto a la decisión final del juez. "Yo quería tener la última palabra, aunque corriera el riesgo de equivocarme", explicaría años más tarde en una entrevista. Es así que en 1988 pasó las oposiciones de juez.
Su carrera como magistrado está llena de pequeños hitos que expresan un intenso deseo de destacar y, mezclado, con un afan de contribuir al bien común de alguna manera. El 1998, fue el primer juez que dictó una condena por apología del genocidio y del odio racial, basándose en una ley aprobada por el Gobierno socialista dos años atrás. En el 2001, se convirtió en el primer juez que ordenó la expulsión de un inmigrante por maltratar a su mujer.
Portavoz de Jueces para la Democracia, y fan de Perry Mason y Ironside, en el mismo 2001 decoró una sala de los tribunales como una habitación de juegos para tomar declaración a un menor en un caso de abusos sexuales, sin traumatizarlo. Vidal es autor de libros como Los tribunales de justicia durante el franquismo o la Cooficialidad lingüística en el mundo de la justicia, y en el 2013 admitió una querella por crímenes de lesa humanidad contra el Aviazione Legionaria por los bombardeos contra Barcelona durante la Guerra Civil.
Acostumbrado a salir en la prensa por sus prácticas, sentencias y declaraciones, su paso al independentismo lo convirtió en una de las estrellas sobrevenidas de la política catalana. Como le pasó a Macià, la decepción creciente con respecto al cuerpo del Estado en el cual había servido, y probablemente el recuerdo que tenía del franquismo a través de la familia, acentuó su sentimiento de haber hecho el primo durante media vida adulta, y el miedo de no estar a tiempo de compensarlo.
Como muchos catalanes, Vidal acabó de caer del caballo a raíz de la sentencia del Estatuto. Cuando era joven comulgaba con el federalismo abstracto de Miquel Roca y Solé Tura, aquel socialista que extendió la idea de que el nacionalismo catalán era un invento de la burguesia. Convencido de que la Constitución de 1978 era un instrumento jurídico y no un dogma de fe, incluso escribió artículos defendiendo la creación de una Federación ibérica, formada por España, Portugal, Catalunya, Galicia y el País Vasco.
A diferencia de los convergentes pujolistas o de la Liga de Cambó, Vidal colaboró con los españoles sin entender bien a qué jugaba. Si se analiza su evolución en los últimos años, se verá que sus reacciones han sido siempre más de carácter sentimental que no político, o propias de un juez. Mientras que Forcadell, Rufián y otras vedettes del independentismo han ido perdiendo la ingenuidad, Vidal no ha dejado de actuar nunca como lo haría cualquier catalán alejado de los círculos de poder.
Su buena fe, protegida por un ego y una vanidad enormes, lo han hecho muy próximo a los votantes de ERC y CDC. Hay en Vidal una mezcla de fragilidad, bondad y narcisismo enternecedora, que hace pensar en Companys. Esto lo conecta con el pueblo llano, con tendencia a ser remilgado y a dejarse enredar por los políticos profesionales que confunden el cinismo con la astucia y la inteligencia.
Todavía hoy es una de las figuras del independentismo que llena mítines y conferencias con más facilidad. En las encuestas obtiene valoraciones altísimas, superiores a las de Junqueras. Hace unos días el Tribunal Supremo rechazó, por diez votos de diferencia, el recurso que Vidal presentó contra el castigo que le impuso el CGPJ. El juez ha anunciado que llevará su caso al Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, donde seguramente no le harán caso, mientras Catalunya no sea un Estado independiente.
Cuando el CGPJ lo suspendió, ERC le ofreció ir de segundo en las municipales y, cuando vinieron las generales, ir de senador. Próximo al presidente Mas durante unos meses, y muy activo en la reivindicación de una unidad que llevó a la creación de Junts pel Sí, Vidal creyó hasta a última hora que iría de candidato a las elecciones del 27-S. Le habían repetido tanto que sería el presidente del Tribunal Supremo de la República catalana que probablemente le sorprendió quedar fuera de la lista.
Hombre entregado, que es capaz de estar desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche enseñando el Senado a los estudiantes, ahora parece que pasa un momento duro. Como es natural, le duele en el alma no poder ejercer su oficio. La frontera entre ERC y CDC, que en cierto momento lo situó en la centralidad, ha dejado de ser una frontera interesante. Poco disciplinado, y con tendencia a ir a la suya, es capaz de hacer volar palomas por un aplauso, cosa que lo ha erigido como uno de los grandes representantes del independentismo mágico.
Todavía no ha entendido que si los españoles no lo fusilan es porque no pueden. Si entendiera eso, le harían daño demasiadas cosas, pero seguramente su discurso sería más eficiente y sólido.