Noche del 4 de diciembre de 2015. Inicio de la campaña que dejaría España sin gobierno durante meses. El programa .CAT de TV3 conecta con las Cotxeres de Sants, donde arranca En Comú Podem, con el candidato más desconocido. Se llama Xavier Domènech y es un historiador de Sabadell (1974). Xavi Coral le hace las preguntas en pantalla partida y Domènech las contesta con el discurso aprendido, pero no mira a cámara, se balancea, está nervioso, no escucha bien. Lleva una camiseta y una camisa azules y la misma barbilla que ahora, el mismo rictus torcido en los labios y el mismo pendiente que ahora luce con intención en los carteles electorales. Solo han pasado dos años. Domènech, sin embargo, ya no es un desconocido. Entre otras cosas porque ganó aquellas elecciones —con casi 928.000 votos— y la repetición del 26 de junio. Y ahora, a pesar de mantener a ratos una pose desgarbada, controla más el medio y mantiene un trato afable y una carcajada de sonoridad nasal, que explota, por ejemplo, cuando su doble del Polonia es requerido para ser ministro de la plurinacionalidad moviéndose como el ministerio de los andares tontos de los Monty Python.
En aquellas elecciones de diciembre del 15, con Catalunya todavía sin gobierno después del 27-S, los catalanes apostaban por los podemites como oposición al bunker y como único partido español que daba apoyo a un referéndum. El Domènech historiador es quien ha explicado Catalunya a Pablo Iglesias para evitar errores como el de su primer mitin en la Vall d'Hebron el 21 de diciembre de 2014, en que censuró el abrazo de David Fernández a Artur Mas y pronunció un discurso de corte etnicista. Quizás por estas clases particulares le dio aquel beso en la boca durante el debate de investidura de marzo de 2016. La trayectoria de Domènech no se puede desligar de la de Iglesias, Errejón y Colau. Las dos parejas, en Barcelona y Madrid, que entendieron que tenían que cambiar el lenguaje de las izquierdas que el historiador conoce tan bien como experto en la lucha obrera y el antifranquismo, y hablar de los de arriba y los de abajo o de la casta, con el objetivo de ganar el marco mental, la hegemonía a la que ha dedicado libros, si quieren vencer de una vez. La hegemonía es la manera como una clase social o grupo de interés consigue presentar sus intereses particulares como universales. Podemos hablar de Antonio Gramsci o Ernesto Laclau, estrategas y teóricos de la hegemonía, pero lo que explica mejor qué quiere decir es una de las frases preferidas de Domènech. Es de Margaret Thatcher: "Triunfamos el día que los laboristas aplicaron nuestras políticas". La mejor herencia de la dama de hierro era... Tony Blair. La conquista del poder cultural es previa al poder político.
Activista social, doctor en Historia por la UAB, Domènech formó parte de Procés Constituent, fue comisionado de Programas de memoria del Ayuntamiento de Barcelona y antes de entrar en política institucional cobraba como profesor y comisionado 43.919 euros. Soberanista, pero antinacionalista, socialista libertario de reflexión marxista, ha tenido un hijo —a quien todo el mundo llama Drac— con su pareja Sònia. El día de su debut mediático anunció el fin del bipartidismo. No ha llegado. Y ahora el reto es mayor, porque su propuesta ha quedado entre dos bloques. La hegemonía soñada atascada entre dos hegemonías. Domènech puede dar la llave de Laclau a una. A la otra. A ninguna. O disolverlas con un pacto ahora impensable. Endemoniado. "Un viejo mundo se muere. Y el nueve tarda en aparecer", dijo Gramsci, pero todavía añadió una cosa que se obvia a menudo: "Y en este claroscuro, surgen monstruos".