En tan solo una semana, hemos sido testigos de un enorme tsunami que ha pasado del norte al sur, del este al oeste, recorriendo puntos vitales del mapa. Hace diez días, el mundo miró con asombro el debate entre los candidatos a la presidencia de Estados Unidos. La audiencia quedó ojiplática. Y es que, obviamente, a nadie se le puede escapar que Biden no puede dirigir absolutamente nada. Por responsabilidad de todos, pero también, por qué no decirlo, por respeto a él mismo. El clamor ha retumbado por todos los rincones y ahora ya nadie pone en duda, salvo su esposa, que pueda seguir al frente de semejante responsabilidad.
Como Macron, a quien la primera vuelta le ha dejado noqueado. Creo que aún sigue mirando al vacío, rodeado por la ansiedad de ver cómo se desmorona todo y de una manera tan rápida. Y para colmo, para ponerlo en manos de quienes tanto dice despreciar. Va con saña la enseñanza, además. Como la de Sunak. Porque lo de Reino Unido ha sido otro tortazo de los que dejan la cara marcada. El destrozo electoral que han hecho las urnas a los conservadores británicos ha producido un sonido de abucheo que ha llegado hasta Gibraltar. Le faltó llorar a Rishi al despedirse de todos.
Y mientras unos se despiden, otros se saludan. Porque a Orbán le ha tocado por turno liderar el Consejo de Ministros de la Unión Europea, y se ha lanzado de cabeza para ir a visitar a Zelenski y a Putin. Pim pam. Ha tenido que venir este señor, y encima de pura chiripa, porque ha llegado por turno, para hacer lo que se tenía que haber hecho desde el minuto cero cuando estalló el conflicto. Por fin, algo de cordura que pone a Europa en el lugar del que no debió salir nunca, es decir, el de la neutralidad y la disposición a ser colaborador de la paz, de la democracia y de la libertad. Que se supone que eso era Europa. Semana de cambios que se precipitan. Pero que, en mi opinión, eran inevitables y necesarios.