Un titular, publicado por La Vanguardia, ponía el foco esta semana en la alarmante cantidad de menores medicados en Catalunya por trastornos mentales. La cifra que ocupaba el titular señala que se trata de 20.000 menores, un dato que ha pasado de ser de 10.000 en 2019, a 12.000 en 2021 y a 21.000 en 2022. La noticia introduce estas cifras ubicándonos en el contexto pospandémico, recordándonos que la pandemia de covid, origen del confinamiento, ha sido el catalizador del incremento de los problemas de salud mental entre niños y adolescentes.
Pero esta noticia, desgraciadamente, no es nueva. Ya en el año 2009, el mismo periódico titulaba de la siguiente manera: “Los niños catalanes menores de 15 años están demasiado medicados”. Ciertamente, en ese momento, se hacía referencia al consumo de distinta medicación como antipiréticos, analgésicos, antibióticos, y se afirmaba que el 97% de la población infantil gozaba de buena salud. Ahora son los psicofármacos los que se están empleando en la medicación de los más pequeños, y sigue aumentando entre las mujeres y los estratos sociales más desfavorecidos (los pobres consumen ocho veces más que los ricos, los desempleados consumen siete veces más que los activos). Hay una tendencia evidente a medicarnos y a medicar a los más pequeños. Se aborda con fármacos lo que en muchos casos son problemas, pero no enfermedades. Es el negocio de las farmacéuticas. Y se hace a costa de nuestra propia salud.
Es alarmante la desinformación existente al respecto. Porque, por ejemplo, la mayoría de los padres no sabe que solamente un tercio de las medicinas que se utilizan en niños han sido específicamente probadas en ellos y ofrecen en sus prospectos información detallada sobre sus indicaciones infantiles. Sirva como muestra que en el año 1997 la FDA estadounidense puso en marcha una ley, precisamente para promover los ensayos de nuevos fármacos en los niños. Y se dieron cuenta de que había que tener en cuenta criterios hasta la fecha ignorados sobre dosis, seguridad, eficacia, o ausencia de esta.
Ya en el año 2003 se alertaba sobre el considerable aumento del número de adolescentes que tomaban psicofármacos. Un estudio publicado en aquel momento, de la Universidad de Maryland, señalaba que la cantidad de adolescentes medicados para el tratamiento de problemas de comportamiento y emocionales se había duplicado, sin encontrar un motivo claro, y sobre todo, sin saber lo que pasaría años después con su salud. Hay expertos que consideran que este sistema está, cada vez más, tratando como enfermas a personas sanas, con el único objetivo de medicarles para vender productos. El estudio señalado, apuntaba a alguna razón, más allá de la consideración de que “ahora se diagnostica más y mejor” este tipo de trastornos. Señala, directamente, a que recetar este tipo de tratamientos es más beneficioso para las compañías de seguros sanitarios, puesto que otro tipo de tratamientos son notablemente más caros. Junto a este factor, el marketing de la industria farmacéutica y la errónea convicción de no pocas familias de que, con la medicación, “el problema” se resolverá de manera inmediata.
La investigación analizó a 900.000 sujetos menores de 20 años. Se observó cómo en una década se produjo un aumento de dos a tres veces del número de jóvenes que consumían psicofármacos. Se marca un punto de inflexión en el año 1991, donde el empleo de estimulantes (prescritos para el déficit de atención), antidepresivos, antipsicóticos y otro tipo de psicofármacos se disparó. En 1996, un 6% de la población infantil estaba tomando fármacos como Prozac, Ritalin y Risperdal. Una trayectoria que no dejó de aumentar hasta el año 2000. Es llamativo contemplar, como hace el estudio, que existe una divergencia geográfica, pues el incremento no se produce de la misma manera en los jóvenes de los distintos estados analizados. En una zona del mapa se empleaban más los antipsicóticos y los estabilizadores de humor que en otra.
Ya entonces, el Dr. Michael S. Jellinek, profesor en Harvard de Psiquiatría, se preguntaba por la deriva que estaba observando y ponía el foco en distintos puntos de interés: el desconocimiento de las dosis, de los efectos adversos, del contexto en el que se estaban aplicando, si las familias estaban trabajando también otro tipo de terapias o si se sentían “aliviadas” y confiaban en exceso en la medicación. Y sobre todo, si se estaba realizando un diagnóstico correcto antes de recetarles este tipo de medicación.
En la década del 2000 al 2012 ya se advertía de que había “una epidemia de TDAH”. En España, en este periodo de doce años, se multiplicaron por 30 los diagnósticos. Y ya entonces se alertaba de que la principal consecuencia del sobrediagnóstico era la sobremedicación. En aquel momento, José Ramón Ubieto, de la Universitat Oberta de Catalunya, ya consideraba que la medicación no debería plantearse como la primera opción, pero por desgracia, era lo que se solía hacer. Precisamente entonces, en 2018, el Consejo de la ONU dio un toque de atención a las autoridades sanitarias españolas, al considerar que se estaba sobremedicando a los menores debido al TDAH.
En Estados Unidos, el aumento en esa década fue de un 53%. Más de seis millones de menores habrían sido diagnosticados entonces. En el año 2019 el 10% de los niños estadounidenses tuvieron un diagnóstico de TDAH. Ese mismo año, Quebec dio la voz de alerta, por el abuso de fármacos aplicados en menores. Y curiosamente, los datos, nos volvían a mostrar que la sobremedicación también tenía mucho que ver con la ubicación territorial de los pacientes. En Quebec el consumo de psicoestimulantes era tres veces mayor que en el resto de Canadá.
Se detecta un aumento en la prescripción de estos fármacos, que tienen efectos secundarios a veces muy graves y que pueden afectar a los más pequeños a lo largo de toda su vida. Los criterios para diagnosticar han cambiado, los límites se han reducido. Sería en 2023 cuando se reconocería que los errores de medicación para niños con Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) había aumentado en un 300% en las últimas dos décadas en EE. UU. Un dato que ponía de manifiesto la gran cantidad de niños medicados. El año pasado, más de 3 millones de niños estadounidenses tomaban medicación para el TDAH. El estudio elaborado por el doctor Smith, director del Centro de Investigación y Políticas de Lesiones del Nationwide Children’s Hospital en Colombus, Ohio, advirtió entonces que el aumento de los errores en la medicación para este transtorno iba en paralelo con el aumento de los diagnósticos. Pero la sobremedicación no se da solamente en los casos del TDAH. En 2013 se advertía de este proceso de sobremedicación de los niños autistas en Estados Unidos, a pesar de la limitada evidencia del éxito de estos productos para estos casos.
La tendencia de medicarnos, en términos generales, ha ido al alza. De hecho, en España el año pasado se pusieron en marcha estrategias para reducir el número de medicamentos que consumimos. Con los datos frente a nosotros, y los que especialmente apuntan a nuestros hijos e hijas, es más necesario que nunca hacerse preguntas y tratar de encontrar las respuestas. El experto en farmacovigilancia Joan-Ramon Laporte, que fue perseguido y brutalmente maltratado cuando advirtió en la comisión parlamentaria que analizaba la aplicación de las medidas contra el covid-19 y especialmente las vacunas de los peligros que existían entonces, hoy por fin está siendo escuchado. Laporte presentó sus sabias palabras entonces, tal y como lo hace de nuevo ahora. La diferencia está en que esta vez se le está escuchando, y su mensaje está teniendo recorrido. Con la publicación de su último libro, Laporte nos explica las prácticas de la industria farmacéutica para provocar la sobremedicación de la población en lugar de su curación. Porque curar, según Laporte, no es negocio ni es rentable. Pero tenernos toda la vida comiendo pastillas sí lo es.
Somos una sociedad intoxicada, y lo somos hasta tal punto, que ya no se respeta ni a lo más sagrado, que son nuestros hijos. La medicación puede ser muy útil cuando no quede más remedio. Sin embargo, introducirla en nuestra vida de manera frecuente y abusiva no es una estrategia de salud, sino de negocio para la industria. Es fundamental que lo tengamos en cuenta