Una de las mejores cosas buenas que te pueden pasar el tercer fin de semana de octubre es que la organización te invite a formar parte del jurado del Concurso de Quesos Artesanos del Pirineo, que se hace en la Seu en el marco de la Fira de Sant Ermengol. Eso es lo que le ha pasado al 50% de los arribafirmantes (al 50% del tándem que es quesero, que el otro no). Es, al mismo tiempo, un honor y una altísima responsabilidad. Hay dieciséis categorías, dieciséis, algunas de tipologías de quesos que no sabías ni que existían.
La taxonomía es compleja, y es la imagen perfecta de la gran biodiversidad del sector: una de las posibilidades, por ejemplo, eran los quesos de cabra de cuajada enzimática y pasta dura. Pero a Albert le era igual. Que le hicieran sentarse allí donde el azar, con sus leyes misteriosas, tuviera a bien determinar. Pero si fuera posible, decía con la boca pequeña, preferiría no tener que hacerlo con los de puchero o gaztazarra. No por nada, sino porque sospechaba que, a partir del tercero, todos le parecerían iguales y tendría el paladar anestesiado hasta el domingo por la noche, y eso no era una feliz perspectiva.
Además, Albert recordaba cuando su primo veterinario llevaba quesos de puchero de verdad a la madrina Rosa, de casa del Draén de Sisquer y devoraba aquella pasta de olor indescriptible (y con alguna larva bulliciosa) como si fuera néctar y ambrosía: ahora, los pucheros contemporáneos le parecen fieras domesticadas, sin carácter. Y a Albert, sibarita como es, tampoco le gustaría que lo pusieran en los yogures y leches fermentadas o a la de requesones y quesos frescos: si nunca tienes que participar en una fiesta tan sensacional, mejor que te proporcionen emociones fuertes. Si no, decía, sería como ir a Port Aventura y solo subir al carrusel aquel que hay en la parte de Penitence, el pueblo de Far West, en vez de probar el Stampida.
Llegamos el sábado por la mañana, a la hora de la verdad. Han cambiado el lugar donde está la feria, y ahora se hace en el Passeig. El concurso se dirimirá en el segundo piso del Centre Cívic, con ventanas abiertas a la jauría de los plátanos. Hay 160 quesos, que se dice pronto. Los ves allí, esperando la hora de la verdad, como pequeños animalitos dormidos. La responsable del concurso va leyendo los nombres de los miembros del jurado y la categoría que les ha tocado. Albert está tan nervioso como cuando en la escuela escogían los equipos para jugar a fútbol y él era de los últimos en ser llamado.
Quesos azules. Viva: la última frontera de los queseros pirenaicos, que se esfuerzan —como si lo hicieran para ponerse una medalla— al descubrir los secretos de la elaboración de estas maravillas. Albert es un firme partidario del azul en los quesos: aquellas vetas de hongos, aquella dulce picoreta, aquel aroma delicadísimo, aquella microbiología aplicada. Por suerte, en cada mesa había un especialista, alguien que entendía de verdad. En la que le tocó lo eran todos menos él: había el gran Enric Canut, profesores, cocineros e incluso un conocido periodista sueco. Pero nunca miedo.
Eran doce quesos, doce. Todos azules y pirenaicos—en intensidades diversas. Primero te enseñaban la pieza entera, y uno se lo iba pasando como si fuera el cáliz de la Santa Cena. Los olores eran el primer indicador. A veces engañaban, como las apariencias. La flora del exterior podía ser uniforme o variada: había de bien mohosos y de otros que insinuaban que el bueno estaba en el interior. Después, un acólito lo empezaba, lo cortaba y servía una pequeña porción. Aquí empezaba la diversión.
Había que puntuar el aspecto, la textura, el aroma, el bouquet: toda una serie de parámetros. El veredicto sería difícil, porque no había ningún queso malo. Había intensos, de más flojitos, e incluso un experimento en forma de Gorgonzola. Pero había que tomar una decisión y, oh maravilla, se produjo rara unanimidad. Justo es que, ya que hemos puesto la miel en los labios, quede constancia aquí (el resto, en firasantermengol.cat). Bronce: el Azul de Jutglar de la quesería Reixagó. Plata: el Azul Bastareny de la quesería Miraval. Y Oro: salta la sorpresa, es el Urdin de la Leze, la quesería alavesa del Eli y el Josemari. Allí hacen unos idiazabals de ensueño, también. Y Eli prepara las mejores tortillas de patatas del mundo, tan buenas que se ha creado la escala Gorrotxategi, un sistema internacional de puntuación que sirve para evaluar la calidad de una tortillada con chorizo. Pero esta es, amigos, amigas, toda otra historia.