Estamos en el Bar Café Cosmopolita con el escritor y traductor Adrià Pujol Cruells (Begur, 1974). Adrià es autor de libros como PicaduraLa carpeta és blavaEls barceloninsMíster Folch o Els llocs on ha dormit Jonàs. También de La gola y de Guía sentimental de l'Empordanet, las dos obras que vertebran e inspiran la siguiente entrevista.

Adrià Pujol en el Bar Café Cosmopolita / Foto: Montse Giralt

No había estado nunca, en el Bar Café Cosmopolita.
Yo recuerdo, de pequeño, llegar a Barcelona en un autobús Sagalés. Ahora se detienen a la Estación del Norte, pero antes paraban aquí. En este mismo bar podías comprar los billetes, y era un bar típico de estación de autobuses. Ahora ha perdido muchísimo, aunque la terraza que tiene es impagable. A raíz de la reforma del Passeig Sant Joan, el contraste entre los locales nuevos y los de toda la vida es muy bestia. Estamos en uno de los mejores paseos de Barcelona, con todo acicalado, todo fantástico, urbanismo de última generación; y de repente te encuentras un garito miserable, oscuro, desastrado. El mejor ejemplo de este contraste entre dos mundos es el neón anacrónico que te encuentras en la puerta.

En la Guía sentimental de l'Empordanet nos hablas, entre muchas otras cosas, de tu educación gastronómica. "Yo soy de la época en que los huevos no hacían daño".
Sí. Y gastronómica quiere decir sentimental. Tuve la suerte de crecer en una casa donde en la cocina siempre había alguien trasteando, la abuela. Eso quiere decir que podías sacar la nariz y que la mujer te ofrecía alguna cosa para probar o tú mismo le birlabas lo que fuera. Si acababa de batir huevos para hacer una tortilla, te daba una cucharilla de café para que hicieras unas cuantas razzias. El huevo batido a cucharadas, ojo. Trozos de mantequilla en cremadent, pan con cebolla confitada del sofrito o con alioli, un vaso de caldo con algún tropezón flotándo, una cabeza de anchoa frita, una ciruela, un puñado de mirabolanos del jardín, chicharrones, lo que fuera que cocinara o tuviera por allí. Hablo de la época en que los huevos no hacían daño, quiero decir la época en que no había tanta conciencia (o tontería) de la comida saludable o como se llame. Cada tipo de producto era conocido y "venerado". La abuela me hacía descascarar guisantes, lavar cerebros de cordero, me avisaba cuando salía un huevo con dos yemas, limpiar un pagel que después te comías para cenar con un puñado de patatas. Hay un libro de Martí Sales que transmite bien esta voluptuosidad de los fogones, de la cocina y de la cosa que cocinas y ofreces.

Comida con gente más inteligente que yo me ayuda a drenar la tristeza

Aliment, publicado por Club Editor. Fuimos a tomar una copa no hace mucho, con Martí.
Exactamente. También tienes Historia de la cocina catalana y occitana, de Vicent Marqués, cinco volúmenes publicados por Sidillà Ediciones donde he encontrado a todas y cada una de las recetas que cocino. Al final, todo eso implica una actitud, un talante, una visión del mundo. En una casa como yo lo entiendo, la cocina y la mesa son los botones de la rueda humana, familiar o no. Yo recuerdo que en la mesa de la cocina siempre, y siempre es siempre, había una botella de vino abierta, con el tapón a medio tapar, y un plato de granada. Y ristras de ajos en la pared, y tomates de secar, y cosas en remojo, y cosas guisándose, y varias sangrías en la pica de mármol.

Tus viajes al Auchan de Perpinyà a comprar al por mayor "como si se tuviera que acabar el mundo (...) cosas que no necesitábamos" me han recordado a mis expediciones familiares, de niño, en Andorra: y venga azúcar, y venga tabaco.
Bueno, era un festival. ¡Íbamos con el Dos Cavallos! Pero daba la sensación más de ir a un parque de atracciones que no el hecho de aprovecharse de unos precios más baratos, y es que no creo que fuera el caso. Cerca del pueblo no había supermercados. Las zonas comerciales no se habían "inventado". Ir al Auchan era medio ir de excursión, medio distinguirse con productos que no se encontraban en casa. Es evidente que los grandes compraban azúcar, tabaco, güisqui y queso, y es verdad que hablaban sobre no sé qué de los precios y de la "civilización", pero al final era una fiesta del dispendio y del exotismo. Si era francés, era mejor, como sus carreteras, sus tiendas, sus restaurantes y el tono de la voz...

Adrià Pujol en el Bar Café Cosmopolita / Foto: Montse Giralt

También recuerdas el Begur de los ochenta, donde los embutidos se compraban en la carnicería, el pescado en la pescadería o a pie de arena, las frutas en el mercado o en casa del campesino, y la leche en la lechería. ¿Qué has podido mantener, de todo eso que ahora parece excepcional, viviendo en Barcelona?
Hombre, mantener, mantener, nada. Pero no es que en Barcelona no puedas, más o menos, practicar este deporte de comprar cada cosa donde toca. Es, mejor dicho, que no tengo tiempo o no lo sé encontrar. Con niños y trabajo, dedicar una mañana al pescado, la carne, la fruta, hombre, no tengo tiempo... Y en segundo lugar está el tema de los precios. A veces sí, que voy a mercado, pero el capazo que sale vale bastante más que la carretilla de cuando voy al supermercado. Digamos que priorizo el tiempo de cocinar, que también no veas. Cada día hago desayunos, comidas y cenas. La merienda también... No lo sé. Para comer mal siempre estaremos a tiempo.

En la guía nos recomiendas el Ter-Mar, un restaurante de Torroella de Montgrí donde en los noventa te sentaban en sillas de plástico, cubrían las mesas con servilletas de papel y, a pesar de la ausencia de pedantería, podías encontrarte a Pasqual Maragall comiendo con el alcalde de Berlín. Me ha hecho pensar en una tendencia, creo, que se detiene en el siglo XXI: la de restaurantes populares con paredes forradas con fotos de políticos y otras stars.
Sí sí, y en el Ter-Mar la cosa no ha cambiado mucho. Fotos de famosos no hay, pero el orgullo de haber dado de comer a famosos lo tienen y te lo hacen saber. Y tienes razón: aquellos locales con fotos de vedettes y futbolistas eran "encantadores", pero ya no se estilan. Si te tengo que ser franco, a mí me generan angustia. Cabe decir, sin embargo, que ahora las fotos se cuelgan en las redes. Basta con que un influenciador coma allí, para que un restaurante se llene de turistas flipados.

Aquellos locales con fotos de vedettes y futbolistas me generan angustia

De los caracoles, escribes: "Cuando un producto necesita tanta, tanta salsa, alguna cosa falla". ¿Qué escritor del sistema literario catalán, traspasado o still kicking, te levanta una suspicacia parecida a la que te genera un plato de caracoles?
No sé qué nombres decirte, porque la mayoría de los que me vienen a la cabeza ni los he hojeado, pero para el caso apuntaría a los premios importantes del país. Dicho al por mayor, son una fuente cautivadora de procesismo literario, en el sentido que hacen un esfuerzo notable por premiar obras de consumo acomodaticio, digerible, y eso no quiere decir que sean malas o mediocres. Quiere decir que no podemos pedir peras al olmo, un refrán castellano magnífico. Casi cada obra ganadora se vende como si fuera un hito y, claro, son libros que los abres y piensas, ¡cojones, qué despropósito! Cuándo se trata de ganadores profesionales de premios no me preocupa, forma parte de la normalidad de esta franja de escritores, ir ganando y ganando, este es un "tipo" de escritor muy catalán, nada que decir, pero cuando son óperas primas me fijo más y entonces espero al segundo libro, al tercero, a ver si eran despropósitos o eran alguna cosa más consistente que la segregada de babosas con caparazón que escriben al dictado de lo "que se lleva. Y hay buenos escritores que se dieron a conocer con un premio bajo el ala.

¿Y en el caso de los fenómenos literarios?
En este grupo hay buenas obras, como es el caso de Irene Solà, y verdaderas chapuzas, como es el caso de no pienso decirte nombres porque para eso ya tenemos el periodismo cultural y los críticos de profesión, que son los que tienen que sacar las castañas del fuego, que por eso cobran y se tiene que decir que hace un tiempo que viven, la mayoría, encadenados al buenismo. Sí que puedo decir que hay debilidades que no entiendo o que me parecen más impostadas que las sonrisas de las fotografías de estudio de boda. Al mismo tiempo no soy tan inocente como para no entender el mercado, las operaciones de mercado, y por lo tanto entiendo que un cierto tipo de obra reciba un cierto tipo de atención, aplausos y masajes. Quejarme mucho me parece una pérdida de tiempo.

Adrià Pujol en el Bar Café Cosmopolita / Foto: Montse Giralt

En La gola, dices que éste es un pecado que se ve a simple vista, pero que es absurdo contemplarlo como una ofensa a Dios: más bien, estaríamos hablando de una mutilación.
Yo hablaría de una automutilación, en caso de que haya consecuencias evidentes. Da un repaso a los directivos del Barça, aquellas caras rojas, los vientres que pugnan por hacer saltar los botones bajos de la camisa, el andar despatarrado cuando salen a la calle. Aquellos cuerpos que estar dentro es peor que estar en Guantánamo. Quién dice directivos del Barça, dice según qué empresarios, políticos, banqueros, o toda aquella procesión del colesterol desbridado que te encuentras un domingo al mediodía en los centros comerciales. La gula no es ningún pecado, pero puede ser un atentado al amor propio y, de rebote, al sentido ético y estético de los espectadores, que por otra parte pueden ser unos completos cretinos, a su vez.

"El pecado de la guls es extraño", escribes en el libro. "Cuelga del abuso de dos cosas lícitas, alimentarse y pasárselo razonablemente bien". ¿Por qué crees que desde Fragmenta Editorial, de los siete pecados capitales, te encomendaron la gula a ti?
Ah, no me acuerdo. No sé si era porque había escrito cosas sobre cultura popular, el carnaval y tal, o si porque tengo fama de fiestero. Sí que sostengo a menudo en público que comer juntos debe ser la mejor manera de no reñir juntos. Tenemos que pensar que si hay una comida por el medio, las posiciones más antagónicas tienden a llegar a un punto intermedio en el cual todo converge. Al fin y al cabo, somos mamiféricos... Yo creo mucho, en el punto equidistante de las cosas, ahora tan poco valorado, a tanto lúsers. Quiero decir que me gustan las tontadas, hacer al indio, pero tengo que reconocer que el punto medio, la templanza es un gran invento.

La gula no es ningún pecado, pero puede ser un atentado al amor propio

Defiendes que sin la gula no existirían ni Carme Ruscalleda ni el McDonalds.
Claro, ni el capitalismo tampoco. La gula empieza cuando las necesidades primarias (nutrirse) están aseguradas. Entonces empieza la cultura, la acumulación, el gasto, tirar la casa por la ventana. Es aquí cuando somos más humanos. Y hay una gula para cada cosa, la comida, el beber, el arte, el dinero, el poder, el sexo, el éxito, la posesión de tecnología... La glotonería, el deleite, ve y páralos. El ciudadano que no puede controlar la glotonería, cualquier tipo de glotonía es, arquetípicamente, un niño atrapado en un cuerpo de adulto. Y es cómico, y es triste, y tantas cosas más.

Me dejó muy pasmado un dato que das: hace 20 años, un grupo de restauradores y críticos gastronómicos dirigieron una súplica a Juan Pablo II pidiendo que la "gourmandise" dejara de ser un pecado, y que solo lo fuera la "gloutonerie".
Fueron listillos. En Francia la gastronomía es una estructura de estado. Haciendo ver que les preocupaba una dimensión moral, consiguieron sobredimensionar la vertiente económica y cultural de la restauración francesa. Fue una boutade, es obvio, pero, ¿qué quieres, del "país" de Rabelais y de Roussel?

Adrià Pujol en el Bar Café Cosmopolita / Foto: Montse Giralt

Leyéndote también he descubierto que a los banquetes grecorromanos el momento de comida y el de charlar estaban separados. ¿Con quién te gusta sentarte a la mesa y charlar, a ti?
Una pregunta magnífica. Tú hablas del banquete y del simposio. A mí me gusta la tertulia sin reloj. Tanto me da quien haya, los intelos o el último peón del Universo. No soy ningún juez. La cuestión es que se congregue gente con ganas de filosofar, con la manía de buscar los ángulos muertos de la vida, y, sobre todo, con ganas de reír. Siempre trato de comer con gente más inteligente que yo, cosa más bien sencilla de conseguir. Más aguzados, más sibilinos, más lo que sea. Me nutro. Me ayudan a drenar la tristeza. Hay verdaderos ases de la conversación, gente con una cabeza prodigiosa. Y lo del reloj es importante. La tertulia es un ser vivo a quién hay que dejar morir por agotamiento, pero no se puede forzar la hora del adiós, o no se tendría que forzar. La tertulia tiene que nacer, tiene que crecer y tiene que ir, ir muriendo, sea la hora que sea. Eso cuesta, evidentemente, porque solemos ir escopeteados por el mundo, todo el mundo, y los que tenemos niños, más.

Aparte de autor publicado, también contribuyes a aquella mente enjambre que denominamos Twitter Catalunya. De entre tus tuits, me tienen ensimismado aquellos del estilo: "Es grande, que los niños cada día quieran cenar".
Hombre, son tuits en broma pero no lo son nada. Los niños separan el mundo en dos aguas, los que tenemos y los que no. Los que, por el motivo que sea, no han tenido o no tendrán, pues ep, estupendo, yo no tengo perro, o barca, ni patinete ni carné del gimnasio, todo son opciones de vida y todo pasa por una cuestión posibilidades y proyecciones personales. Los que tenemos criaturas, sin embargo, sabemos que son puras máquinas de segar en todos los ámbitos. Con respecto a la alimentación, comen y comen y comen más. A mí las criaturas me caen muy bien. Hasta los doce, trece, no sé, hasta los quince o dieciséis son seres presentistas, del ahora y aquí, a pesar de todo, y he aprendido una pila de cosas. Y vivir a su lado este crecimiento es un gozo, y al mismo tiempo acabas exhausto. Yo cuanto menos. No sé los otros padres y madres. Gozo y cansancio.. Son los cepillos del cosmos: gastan la ropa, los zapatos, la despensa, los muebles, cualquier objeto o requisito, y me entusiasman.

Las criaturas son los cepillos del cosmos: gastan la ropa, los zapatos, la despensa, los muebles, cualquier objeto o requisito, y me entusiasman

"Vuestros niños también quieren cenar cada día?"
Cuando hago estos tuits, en el fondo es una manera de decir que algunos hemos traído niños al mundo en un rincón y una época en que todo cuesta un ojo de la cara y en qué hay más gente sin hijos que nunca, con un mercado que les seduce más que nunca. También es una manera de recordar la insolidaridad sideral que pardres y madres sentimos habitualmente, una indiferencia que sobre todo sentimos durante la pandemia y que sentimos cada vez que, por ejemplo laboralmente, pedimos conciliaciones, equiparaciones, derechos, equipamientos, etcétera. La administración no se puede decir que proteja mucho el futuro, es decir ellos, los niños. Y el sálvesequienpueda es tan bestia, que a veces parece que más de uno no recuerde que un día fue un niño y que si ahora está en el mundo, pongamos por caso de vacaciones en Grecia o embelesado en un conciertillo, es porque alguien tuvo cuidado de él cuando era pequeño, en general. Una niña. No, de verdad, sé que lo parece, pero no es resentimiento: es un recordatorio como cualquier otro de cualquier otro colectivo.

¿Y si hablamos de crianza y escritura? Otro tuit: "Hoy hace cinco años que me pregunté en voz alta (por aquí) cómo era que a la hora de crear residencias de escritores no se pensaba en los que tenemos criaturas y no las queremos aparcar".
Una vez, una poco a modo de astracanada y al mismo tiempo a modo de denuncia, envié una carta a una residencia de escritores. Una residencia nacional catalana. Un mail. Comprobado que no tenían servicio de acogida para escritores con niños, cosa que entiendo, ellos quieren artistas liberados, los dije que quizás tengo calidad suficiente para optar a una estancia en su tinglado, quizás, repito, y que tres semanas pagadas para escribir me irían francamente bien. Ofrecían tres semanas, no me inventaba yo la duración. Soy autónomo y lucho encarnizadamente por 'comprar' el tiempo que implica escribir. Les dije que las obligaciones familiares me lo ponen difícil, para irme mucho tiempo a aislarme en una residencia, yo vivo la paternidad así, y les propuse que, por lo tanto, calculáramos qué cuesta tener un residente tres semanas a pensión completa, un inquilino que ensucia sábanas, que caga, gasta el mobiliario, saquea el botiquín, todas estas cosas, comida, electricidad, agua, wifi, a menudo es el billete de avión, o de tren, la gasolina, los taxis que más de uno se hace enviar, un largo etcétera. Les decía que hiciéramos un cálculo y que yo, que también tengo derecho a postularme como un creador subvencionado, recibiera la misma cantidad para escribir, pero en mi casa.

Adrià Pujol en el Bar Café Cosmopolita / Foto: Montse Giralt

Parece un trato justo.
Los prometía gastar lo mismo y no desviar ni un céntimo a las necesidades de los niños. Incluso me comprometía a conectarme virtualmente para hacer todo lo de los intercambios de impresiones a la hora de la cena. Y les aseguraba que, a diferencia de muchos otros aspirantes, yo cumplo, quiero decir que verían la obra hecha en un impás razonable de tiempo futuro. De guinda, me comprometía a hacer un 'retorno' de mi experiencia en sendas conferencias por el país. No me respondieron, como te puedes imaginar, pero me consta que se molestaron... ¿Y sabes por qué se enfadaron? Porque yo les demostraba que menosprecian a la gente con niños, por sistema. O te lo diré de otra manera. Hablamos de dinero público. Yo pago impuestos, supongo que como todos los que reciben dinero para estar en residencias, a veces encadenando una tras la otra, durante años. Mi condición familiar, que tengo el derecho de escoger, se menosprecia en la mayoría de casos digamos residenciales. Quiero mi trozo del pastel. Si quieres, es un ejercicio recreativo, repasa el palmarés de becas y residencias otorgadas a nuestro país a lo largo de los últimos diez años. Y después comprueba cuántas obras, de las que se decían que se iban a hacer, han acabado saliendo a la luz. Buena suerte.

También has expresado a redes tu intención de ir a votar a las generales. Había una dicha que era que contra Franco se vivía allí mejor. ¿Viviremos mejor, contra Pedro Sánchez?
Tres cosas. La primera: la abstención masiva como acto de protesta, es cojonudo y tiene una eficacia política innegable. Segunda cosa: la abstención ni es nueva, ni la hemos inventado nosotros. Que los colectivos minorizados y apaleados se giren de espalda es tan viejo como el hecho de que existen colectivos minorizados y apaleados. Y tercera cosa: yo hace muchos años que voto, aunque alguna vez no lo he hecho, y esta vez no iba a votar. Pero ha sido a raíz de oír opiniones de amigos y amigas del colectivo LGTBIQ+ que ven peligrar sus derechos, que he decidido que sí que iré. Voy a votar por ellos, no por mí. ¿Qué privilegios tienes que tener, para no ir a votar? Esto quedará fatal, sin embargo: solteros y solteras, gente que no tiene ningún otro problema que sacar a pasear el perro. Yo tengo dos hijas. Quiero escuelas. Quiero catalán. En Baleares han puesto de política lingüística a un tipo de Vox; pues ya está: voy a votar. Los derechos lingüísticos se vuelven a poner en entredicho, y eso no se detendrá con la abstención. ¿Que si contra Pedro Sánchez viviremos mejor? Lo que tendrían que empezar a admitir algunos es que contra los partidos procesistas también se vive muy bien.