"Muy a menudo", escribe Jordi Graupera (Barcelona, 1981), "preferíamos pedir comida a domicilio a un coreano-francés que se llamaba Bistró Petit y que hacía unas hamburguesas con un trozo de foie encima que costaban trece dólares con cincuenta más impuestos y propina, o un sitio de tapas japonesas que hacían una tripa que se deshacía en la boca y era imposible no hacer metáforas sexuales cuando la comíamos". En La perplexitat (Destino), el filósofo y actor político hace un ejercicio memorialístico con senderos hacia el ensayo que, de pasaje en pasaje, y sin proponérselo, te hace entrar hambre. Aprovechamos la ocasión para encontrarnos con él y tomar unas copas en el Bar Malasang.
En La perplexitat haces más de una confesión. También pasas revista a algunos de tus placeres culpables gastronómicos. ¿Qué demonios son, los Twizzlers y los Skittles?
Todavía compro de estas golosinas. Hay una tienda en la calle Balmes, Taste of America, donde puedes encontrarlas. Los Twizzlers son una especie de regalices rojos, y los Skittles son unos caramelos de colores con la apariencia de M&M's, pero con relleno de caramelo en vez de chocolate. Son muy adictivas, las dos marcas. Empezamos a tomarlas en los cines americanos y se convirtieron en nuestra golosina preferida. Todavía ahora, cada año, los reyes de oriente nos traen un cargamento.
¿Has importado alguna otra, manía gastronómica adquirida durante los años de la etapa americana? En el libro hablas de un ultramarinos argentino llamado El Gauchito.
Allí compraba entraña y vacío, que es una cosa que todavía me gusta cocinar. La etapa americana también me hizo abrazar lo picante, que antes de marcharme era una cosa que no me gustaba y, por otra parte, ha hecho de mí un virtuoso de la hamburguesa; del pan con que el que se sirve y de cuántas variedades diferentes puedes encontrar. También aprendí que, si llenas la máquina de café con agua con gas, en vez de poner agua normal, el café adquiere aquel toque amargo del ristretto que es tan bueno.
Para nuestra boda, traje diez botellas de bourbon de estraperlo, para servirlo durante el convite en homenaje a mis ingenuidades, que son las mismas que te llevan a casarte
¿Y el bourbon? En el libro dices que llegas a EUA diciéndote a ti mismo que volverías sabiendo de jazz y de bourbon. En la licorería de Harlem encuentras una marca que te cunde, pero cuando te das cuenta de que te gusta porque es suave, te sientes ingenuo. ¿Dirías que te has deshecho, de este tipo de ingenuidades?
Hay ingenuidades que, una vez las has pasado, ya no las puedes volver a tener. Después hay otras que te acompañan siempre. El Bulleit, que es el bourbon del cual hablo al libro, es un destilado que no tendrá ni 15 años, y que gusta mucho a los hipsters. Tiene un color perfecto, una suavidad perfecta. Es afrutado, y sin el punto agresivo que tiene el bourbon. Para nuestra boda, traje diez botellas de estraperlo, para servirlas durante el convite en homenaje a mis ingenuidades, que son las mismas que te llevan a casarte.
¿Por la iglesia?
Sí. Nos casó al rector de mi parroquia: mosén Claret. Hacía teología matrimonial a la facultad; era su tema. Tenía un tono magnífico, una oratoria maravillosa. Era muy progresista. Mi religiosidad siempre ha estado en el bando progresista del catolicismo catalán. Mosén Claret era un cura fantástico, y yo creo que mi necesidad de sermones bien trabados nace de escuchar los suyos.
En el libro precisamente dices que dejas de ir a misa porque no habías conseguido encontrar a un cura que no te hiciera sentir idiota. En Brooklyn lo vuelves a probar, y vas a parar a una misa donde se pide a los feligreses que no se beban los salarios.
La verdad es que voy muy de vez en cuando, a misa. No he encontrado, aquí en Barcelona, ninguna comunidad donde me sienta cómodo. Cuando volví a aterrizar en el barrio, fui a una parroquia y el cura me dijo: viene muy poca gente, muy pocas familias; te aburrirás. Así que el lugar donde acabo volviendo cuando quiero oír misa es allí a donde iba antes de marchar a Nueva York: Mare de Déu de la Pau. Allí me reencuentro con el cura de mi adolescencia, Toni Llompart, que entonces era vicario y que ahora es el rector de la parroquia. Siempre me ha gustado mucho, porque hace unos sermones muy sentidos.
¿Viviste una transformación religiosa en los Estados Unidos, verdad?
Una muy grande. Lo que hago allí es dejar de preocuparme por el sermón y tratar de disfrutar de la liturgia. Encontrar, en el acto ritual, una verdad que conecte con todas las veces que yo he ejecutado esta liturgia, que haga eco dentro mío. Ahora hace cosa de un año, pasé por un momento de crisis personal, y un amigo mío que es muy religioso me llevó a una iglesia abierta 24 horas que está en Plaça Artós. Me llevó a rezar un rosario. Yo eso no lo había hecho nunca. No era una cosa que formara parte de mi imaginario. Como te decía, vengo de un mundo religioso muy progre, de base, de acción social, muy poco ritual, sin todo aquello de la plegaria sacrificada.
Y te llevan a rezar un rosario.
Me regala uno, este amigo mío. Y lo rezamos juntos. El rosario es lo contrario de mi religiosidad: es una plegaria repetitiva, hasta que las palabras llegan a perder el sentido. Eso, para mí representaba la parte más infantil de la religión. La parte más hipócrita, farisea y vacía de significado. A mí me interesan las cosas que tienen sentido. Aquel día, sin embargo, experimenté una especie de levitación. Entré en una especie de tráfico espiritual, descubriendo el sentido más puro de la palabra «meditación». La meditación es un pensamiento sin narrativa, el estado contemplativo de tus verdades más hondas. La transformación religiosa que vivo en los Estados Unidos se concretó allí: al reconocer que en el ritual hay una parte de verdad que, en el pasado, había menospreciado por arrogancia.
¿Esta resignificación del ritual tiene continuidad, en el momento de sentarte en la mesa a cenar en familia? Sin rodeos: ¿bendecís la mesa, en casa?
No, pero a menudo pienso que me gustaría hacerlo. Lo que sí que hacemos es, después de leer el cuento de antes de ir a dormir, rezar un padre nuestro con mis hijas. Después de rezarlo, yo hago una plegaria en voz alta, cada día diferente, pero que siempre acaba con las mismas palabras. Esto es súper íntimo, no lo había explicado nunca a nadie. Las palabras con las cuales acabamos la plegaria son: "Haznos luz en el mundo, instrumento de tu amor; que Dios os guarde los sueños". A ellas les encanta. Si un día me pasa por alto, me lo recuerdan. Es una cosa que me preocupa mucho, la transmisión de la religión a mis hijos. Nosotros escogimos llevarlos a la escuela pública, escogimos una que nos gusta mucho, y decidimos que la religión la haríamos en casa.
¿Y cómo te lo haces?
Es difícil. En la Librería Claret encontré una Biblia para niños que estaba muy bien, y pasó una cosa alucinante. Nosotros en casa leemos muchos cuentos y claro: los cuentos que los niños leen hoy día están muy mediados por la pedagogía, son muy planos. La Biblia, en cambio, es súper salvaje. Hay inundaciones, masacres, guerras. Es durísima, pero a unos niveles increíbles, y nos la pulimos en un mes y pico. Las niñas se quedaron totalmente enganchadas. La mañana del Domingo de Ramos, leímos el evangelio que tocaba en versión infantil, y después fuimos a la parroquia. Allí me pidieron que leyera el Evangelio según San Mateo, que tiene muy pocos adjetivos, mucha acción; es muy duro. Allí se dice cómo hacen burla de Jesús, como le escupen en la cara. Todo aquello lo tuve que leer yo, y a pesar de haberlo hecho por la mañana con ellas, que se sentaban en primera fila, se echaron a llorar como magdalenas. Con todo, tenemos una relación muy intelectual con la religión.
Los cuentos que los niños leen hoy día están muy mediados por la pedagogía, mientras que la Biblia es súper salvaje
¿Esta relación intelectual tiene que ver con tu formación filosófica? Me gusta mucho cuando hablas de Nietzsche en el libro, diciendo que las primeras lecturas de su obra te hacían sentir como si alguien te hubiera metido "una cucharada de wasabi en la boca".
Para la gente que nos dedicamos a la filosofía, la religión es un tema difícil, porque escribimos cabalgando sobre la duda de las cosas y con el escepticismo como método. Eso hace que cueste abandonarse, a la creencia. Con respecto a Nietzsche, es un autor que escribe con mucha fuerza, pero con una honestidad tan grande que, en sus posiciones, siempre te da espacio para que tú puedas explorar las tuyas. Leerlo, ahora, no se parece en nada a una cucharada de wasabi: me da mucha paz, de hecho. Entiendo que pueda gustar tanto a los postadolescentes, porque pone palabras en cosas que, cuando tienes 18 años, todavía no sabes expresarlas. Nietzsche te da margen para afirmar la ignorancia pueril de la postadolescencia con la fuerza que tiene la verdad. Y eso da mucha alegría de vivir.
Tu yo postadolescente quizás no era nietzscheano, pero ya firmaba columnas. En el libro, recuerdas aquella etapa entre pizzas Casa Tarradelles y farras en el bar Mediterráneo. Hablas de las trampas donde caíste como columnista joven. ¿Crees que los columnistas jóvenes están cayendo en las mismas trampas donde caíste tú?
La gente joven que publica en medios corren los mismos peligros que corríamos nosotros, pero en un mundo todavía más desencantado que el nuestro. Ahora todo es más cínico, pero el vicio es el mismo. Es decir: los medios te contratan porque puedes decir cosas inteligentes, pero hacen que incorpores sus límites hasta que se te haga imposible decir nada inteligente. Quieren a gente inteligente que no diga nunca cosas inteligentes. Eso es un proceso de corrupción interna y moral, que acaba convirtiendo a la gente en fotocopiadoras de los argumentarios de los partidos. Aparte, la precariedad hace que las temáticas estén limitadas y siempre sean las mismas para todo el mundo. Te encuentras en un juego de posiciones, en un círculo cerrado de reflexiones que no llevan a ningún sitio. Siempre que hablo con articulistas jóvenes, les digo que hagan aquello que yo no hice hasta que no llego a Nueva York: salir a la calle. Salir de la rueda. Marcharse al extranjerosi se puede y, si no se puede, rodearse de lecturas y marcharse al pasado.
En La perplexitat, este retorno al pasado está muy presente. En el libro hablas de la Pizzería Da Milà, el restaurante familiar que tus padres abren en Olesa de Montserrat. Allí lavabas platos, repartías pizzas a domicilio, hacías de camarero...
Hacer de camarero en la pizzería me hizo darme cuenta que no soy tan simpático como me pienso, y que el camarero bueno es el camarero que no se nota que existe. Hay un tipo de camarero que quiere hacerse el simpático, intervenir en la conversación, que lo recuerdes... y es un error. La gente quiere que seas invisible, y la parte buena de serlo es que podías escuchar muchas conversaciones ajenas; aquello era divertidísimo. Repartiendo pizzas a pie con 12 años pasaba una cosa parecida, que es veías fragmentos muy pequeños de las casas de la gente: el marco de la puerta, el recibidor, su viernes poco edificante. Cuanto más veces iba, a sus casas, más generosas eran las propinas. Pero yo quería ser cocinero.
¿Te dejaron alguna vez, ponerte tras los fogones?
No exactamente. Pero, cuando me pusieron detrás de la barra a servir bebidas, me inventé una cosa que bautizamos como «sangría para niños». Me la inventé porque el trabajo que me había tocado hacer era desagradecido y me aburría. En el restaurante teníamos las clásicas sangrías de cava y de vino. ¿"Puedo hacer una sangría de niños"?, le pedí a mi padre. "Qué pondrás?". Todos los refrescos. Todos los que tengamos, bien mezclados, con hielo, rodajas de limón y de naranja. "Pongámoslo en la carta, a ver qué pasa". Y bueno, aquello fue un hit. Llevaba cola, naranjada, limonada, gaseosa... y, además, añadíamos dos sobres de azúcar. Era dulcísima, y a los niños les flipaba.
¿Se ha manifestado de alguna otra manera, tu pretensión de ser cocinero?
Yo ni cocino muy bien, ni se podría decir que sea un buen cocinero en ningún sentido homologable, pero alimento a mi familia cada día de una manera buena y equilibrada. Mis padres murieron antes de transmitirme todo lo que sabían de cocina, así que me he tenido que inventar mi propia tradición: he hecho cursos de descuartizar pollos, cursos de cocina tradicional catalana... Cuando invito gente a comer en casa, sin embargo, lo que hago es apostar por la una buena materia prima que no haga que mi habilidad determine la calidad del plato. Prefiero servirles una buen chuletón, si puedo. Hacer un arroz es jugártela porque, si te sale mal, lo pasas mal toda la tarde.
Cuando haces la compra en el mercado, toda la amabilidad y la amistad en torno a la transacción se aguanta sobre el hecho de que, en última instancia, la transacción es la que es
Pero tiene que haber algún plato estrella para cuando invitas gente a comer. ¿Cuál es?
Justamente hoy he enviado una nota de voz de cinco minutos con mi receta del fricandó, porque la semana pasada hice para unos amigos y dos de ellos me la han pedido. El gran secreto de las yayas catalanas es escondernos que el fricandó en realidad es un plato muy fácil de hacer. Cuando les dije a mis amigos eso, que el fricandó era el plato más fácil de hacer de toda la cocina catalana, les picó la curiosidad. Cocinarlo, cocinar en general, me gusta mucho. El ritual de la cocina: cortar la cebolla, el pimiento, el tomate, hacerlo bien pequeño... Cortar verduras es el zen del Mediterráneo.
¿Cuando cocinas en casa, lo haces solo o en compañía?
Cuando estan mis hijas en casa, quieren cocinar conmigo. Es muy divertido, porque a medida que han ido creciendo, han ido incorporando habilidades. Me dicen: ¿"Confías en mí para cortar la patata"? Y yo les digo: "Confío en ti". No sabes la ilusión que se los hace. Rallar el tomate, pelar las zanahorias y las patatas con pelador. Lo hacen con dificultad, pero aprenden y son semiseguras. Para mí es un gran momento compartido. Es otra de mis obsesiones, que mis hijas cocinen bien.
La fe, la cocina... ¿Qué más tratas de transmitirle, a tus hijas?
Mi mejor catalán lo hablo delante de ellas. En casa, la televisión nunca se ve en castellano. Todo lo ven en inglés. Ellas nacieron en los Estados Unidos, y les dijimos que la televisión era de allí y que solo podría sintonizarse en inglés. La grande, un día que comía sopa, se metió una cucharada y dijo: "It's delicious!". Lo había oído a la Peppa Pig. Ellas hablan castellano, su abuela es castellanohablante y algunos compañeros de clase también; pero cuando juegan entre ellas, juegan en inglés. Y el único contacto que tienen con esta lengua es del de los dibujos. Ponerlos en inglés no es solo para ahorrarme una academia en el futuro: quiero que, cuando tengan catorce años y entren en YouTube, no tengan que pasar por los youtubers españoles.
Al día siguiente de la victoria de Trump, en la cafetería de la universidad donde dabas clases, la camarera que a menudo te regalaba una pieza de fruta cuándo comprabas un bocadillo te dijo: "Big shit, eh"?. ¿Crees que una victoria de la derecha en España, un gobierno del PP y de VOX, generaría la reacción que EE.UU. vivió con Trump?
Yo creo que no, porque España es un país que está sustentado sobre la crueldad de fondo que representa la derecha española, y el PSOE no deja de ser un partido falangista. Entonces, en España están muy acostumbrados a convivir con la estructura estatal surgida del autoritarismo más chusquero. Y sí: claro está que harán todos los aspavientos que tengan que hacer, porque aquí y allí todo el mundo performa el papel que le toca. Pero, en realidad, los españoles están de vuelta de la Historia. España es una nación muerta. Una nación derrotada por ella misma.
¿Y qué pasará, con Trump, ahora que ha sido formalmente acusado?
A Trump le están haciendo un Al Capone: en vez de pillarlo por las cosas que la gente sabe que ha hecho, se lo pilla por una cosa lateral. Yo creo que eso es muy peligroso, y no puedo predecir qué pasará; pero sí que creo que el mecanismo de todo me recuerda mucho al funcionamiento de un mercado. Mira: yo voy al Mercado del Ninot, y allí hay tres o cuatro paradas que son mis paradas; dónde me conocen, dónde saben lo que quiero. Los mercados son lugares donde ocurren las transacciones comerciales más agradables de la vida. Es gente dándote comida buena y que han seleccionado específicamente; un gozo inmenso. Al mismo tiempo, sin embargo, la transacción es perfectamente cruel.
Los españoles están una de vuelta de la Historia: España es una nación derrotada
¿En qué sentido?
En el que nunca hay nada fuera de la transacción comercial, y el cálculo de beneficio siempre está presente. Es un juego que aceptamos todos, y es porque lo aceptamos todos, que nos entendemos tan bien. "Jordi, hoy tenemos nosequé que sé que te gustará". Siempre me acaban colando algo. Y lo acepto, porque toda la amabilidad y la amistad en torno a la transacción se aguanta sobre el hecho de que, en última instancia, la transacción es la que es. Con Trump pasa lo mismo: si el votante conservador tiene que votarlo para que, de esta manera, el Tribunal Supremo sea todavía más duro contra el aborto, tendrá que aceptar el hecho de que este señor haya tenido affaires sórdidos con prostitutas. La transacción es esta. En el mercado y en la política, nadie hace ningún favor a nadie.
¿Podría volver a ganar, si consigue presentarse por segunda vez?
Es muy difícil de predecir. Durante mucho tiempo, pensé que el victimismo era una manera de ganar simpatías políticas. Con los años, sin embargo, creo que la verdad de fondo acaba pesando más que el victimismo. Los carteles estos del alzhéimer de Pasqual Maragall, por ejemplo: hay gente que dice que es un ataque de falsa bandera hecho por ERC, en un intento de aglutinar simpatías. Si fuera así, sería un error de cálculo, porque pesa más la palabra «alzhéimer» que el ataque injusto.
¿Votarás, en las municipales?
Todavía me lo tengo que pensar, pero votaré Primaries o me abstendré. La abstención es una opción que me parece bien. Los partidos catalanes viven de hacernos creer que estamos entre España y la pared; que, uno incompetente de Junts, de ERC o de la CUP siempre será mejor que un incompetente unionista. Eso hace que la lealtad de voto en Catalunya sea muy difícil de romper, y que la única alternativa, el único coste que les puedes hacer pagar, es que se tengan que ganar tu voto. Tienen que sentir el miedo a la muerte, el aliento de la muerte tocándoles la nuca; enviarlos al sector privado y que aprendan a ganarse la vida. Hay momentos para votar estratégicamente, pero ahora mismo estamos donde estamos. No tenemos nada que perder. ¿Colau y Collboni son un retroceso nacional? Maragall y Trias también son un retroceso nacional.