Kiko Amat (Sant Boi de Llobregat, 1971) es escritor. Su último libro, Los enemigos, es un ensayo sobre cómo cambiar la enemistad para convertirla en fuel creativo, pero el grueso de su obra se vertebra a través de novelas, entre las cuales destacan Rompepistas, Antes del huracán y Revancha. Las tres comparten rasgos distintivos y escenario: el Baix Llobregat, y muy especialmente Sant Boi de Llobregat. Si bajamos todavía más la mira del satélite, avistaríamos la calle Victòria: allí está donde viven muchos de los personajes del escritor, y su cartografía, de manera más o menos explícita, dio forma al bar Provi de Rompepistas. Aquel era un local imaginario, pero el Bar Tropezón es bien real. Situado en el número 64 de la calle Victòria, el Tropezón es uno de aquellos bares de toda la vida que invitan a acomodarse a la barra para brindar con quintos. Con cada nueva ronda, una tapa —cacahuetes, boquerones, olivas— cortesía de la casa.
¿Qué me decías, de la máquina de dardos electrónica?
Se ve que está conectada a una competición internacional, y los días que hay campeonato se reúne mucha gente aquí. Hay peña que se lo toma muy en serio, lo de los dardos. Yo no juego, pero alguna vez he asistido a alguna de estas competiciones como diletante, y está realmente petado. Los propietarios actuales, Marina y Jose, lo pillaron en 2015, pero piensa que el Trope hace 50 años que está abierto. No es uno de los bares de mi adolescencia, sin embargo.
¿Y por qué has querido quedar en El Tropezón?
Porque sí que está dentro de un eje mágico de mi adolescencia en Sant Boi. Es un eje crowleyiano: si yo fuera satanista, aquí encontraría ciertas fuerzas iniciáticas. Para empezar, el bar está en la calle Victòria, que es donde vivían muchos de mis amigos, y donde vive el protagonista de Revancha. Está a medio camino entre los Salesianos, que era donde estudié, y la Sotelo, que es la plaza donde íbamos a beber xibecas y a comer pipas con los heavies. Tenemos al lado el cementerio y el manicomio, también. Y cosas que ya han desaparecido, como la Discoteca Victoria, que estaba llena de quinquis, o el local de máquinas recreativas, donde muy a menudo me atracaban.
Yo no llevo ningún otro tatuaje de marcas, pero llevo uno de Estrella Damm
¿Tú vivías aquí cerca?
No, la casa de mis padres estaba al lado del mercado municipal antiguo, que ya no existe. Pero rápidamente me decanté hacia este barrio, hacia Marianao, porque era el lugar donde mi difunta madre decía que había mala gente; eso fue razón suficiente para venir de todas, todas. La mía era una familia catalana de clase obrera, y pertenecían a un entorno y a una comunidad diferente, donde también había bares, pero yo no heredé su cultura. Los catalanes autóctonos iban a bares, pero no hacían vida de bar, como sí que se hacía en Marianao. Los padres de mis colegas paraban por bares como este, con los chandalacos y el paquete de tabaco en los calcetines, y para mí aquello era el flipe máximo. Porque era mi cultura, una cultura de clase obrera, pero con un componente exótico ausente en mi casa. Todos mis amigos son hijos de inmigrantes que se dedicaban a trabajos manuales no especializados.
Y tú mismo acabaste haciendo trabajos manuales no especializados, ¿verdad? Hablo de cuando trabajaste en la cadena de montaje de la SEAT. ¿Es cierto que había botellas de coñac escondidas en las taquillas?
A petar, sí. Yo trabajé en el turno de noche, y allí la peña iba completamente borracha y drogada. Esto se tiene que explicar en tercera persona, hacerlo impersonal (ríe). Pero sí: todo el mundo se tajava, allí. Para mí, los turnos de noche del viernes eran una noche de parranda. Como desagravio tenemos que decir que aquello era fordismo. Quiero decir: que no hacía falta que pusieras allí todas las putas neuronas. Era un trabajo que podías hacer prácticamente inconsciente. Eran dos mierdas, las que teníamos que hacer. No se manipulaban grúas, no había posibilidad de matar a nadie. Como máximo, se te podía caer el asiento del SEAT Ibiza al suelo.
¿Fueron estos trabajos precarios postadolescentes, los culpables, por contraste, que tengas una relación tan intensa, un enamoramiento palpable en tus novelas y en tus artículos, con tu adolescencia temprana?
No lo tengo claro; pero sí te puedo decir que ese enamoramiento no está exento de asco, horror y malos recuerdos. Pero no sé: son mi asco, mi horror, mis malos recuerdos. Mis malos recuerdos no tienen nada que ver con familias mal avenidas o padres que se chillaban. Tienen que ver con mis decisiones, y mis decisiones implicaban cosas nefastas, ideas horripilantes, momentos violentos. La mía no es exactamente una juventud inmaculada, y volver no es una cosa sencilla, ni libre de trauma, de culpa, de pena; de mil mierdas. Para mí no es ninguna parida, caminar por Sant Boi. Tengo mapas mentales de patetismo, como si ciertas energías hubieran quedado condensadas en sitios donde hice el ridículo, y cuando paso siento aquel cringe estremecedor: "Hostia, aquí hice mucho el pena". Nunca vuelvo a Sant Boi cogiendo flores. Pero, al mismo tiempo, para mí es un caldo de cultivo de pura energía.
Hemos pedido un par de quintos de Estrella.
Yo soy de Estrella Damm. Es la bebida de mi adolescencia. Para mí es como un credo o un axioma de fe: no me planteo por qué la bebo. Los de Lleida no se plantean por qué beben San Miguel. Es mi birra y punto, y lo digo siendo plenamente consciente de que es una puta birra industrial; pero es la que siempre he bebido. Yo no llevo ningún otro tatuaje de marcas, pero llevo un tatuaje de Estrella. Me pareció supernatural tatuármelo, porque supone una parte estimulante de mi adolescencia. Pero su ingesta, y la de alcohol en general, para mí no es ningún dogma. Me la he tenido que repensar muchas veces, esta relación. Incluso he iniciado pequeños periodos de abstemia.
Escribir no es una cosa que se pueda hacer taja, digan lo que digan los históricos tajas literarios
¿Por qué los inicias, estos periodos de abstemia?
Porque, en realidad, en mi estructura de prioridades, escribir novelas está por encima de todo. Y obviamente es una cosa que requiere concentración, horas de oficio, regularidad; muchas cosas que no van nada bien con una vida alcohólica. Con los años, yo me he ido volviendo mucho menos bebedor de lo que era. Ahora mismo tiene que haber cuatro días a la semana donde yo no bebo en absoluto. Además, para mí la bebida está relacionada con el diálogo, con una cosa colectiva y social. Los días de cada día, lo que me chuta bien es no beber: escribo mejor, leo mejor, duermo mejor. ¿Sabes que es el beer lag? Si hace dos días que te tumbas birra tras birra, estará un día que tendrás insomnio toda la noche. No es una cosa que te puedas permitir, si quieres escribir en serio. Los escritores nos inventamos un mundo de cero; no hablamos precisamente de picar notas de prensa. Escribir novelas no es una cosa que se pueda hacer taja, digan lo que digan los históricos tajas literarios. Yo sospecho que todos mentían.
Bukowski mentía.
O mentía, o exageraba, o no mentía y eso explicaría la redundancia de su producción. Yo soy bukowskiano. Soy hacen del pavo. Ahora, de 20 y tantas cosas que tiene, hay 5 de supermérito, 10 que se podía haber ahorrado y 4 libros de poemas que te la soplan. Mucha de aquella producción quizás sí que la puedes hacer bebiendo vino barato de California. Pero volviendo al tema: para mí escribir pasa por delante de todo, casi por delante de las relaciones afectivas. Desde mi segunda novela, Cosas que hacen BUM, tuve bien claro que escribir es lo que quería hacer el resto de mi vida. Que no estaba aquí de paso, ni quería formar parte del club de tíos que hacían fanzines y, de repente, publicaban una novelita. Para mí, lo más importante es mi oficio y mis hijos.
Háblame de eso. Me interesa mucho, la relación entre beber y criar.
¿Sabes qué pasa? Que la paternidad tiene momentos muy alienantes. Yo creo que, dentro de unos ciertos márgenes, como padre te tienes que obligar en una cierto gozo. Con los hijos vives momentos muy excitantes, pero también otros muy aburridos. Pues, yo qué sé, los momentos aburridos los tienes que capear como puedas, tío. Qué prefieres: ¿un padre sobrio y gruñón, o uno que se toma dos birras y puede estar jugándose al UNO toda la tarde? El UNO no es la meta de mi vida, ya te lo digo. Pero puedes dar cariño y ser atento con tus criaturas sin necesidad de autoimponerte una ley seca. ¿Por qué no? Ahora son preadolescentes, pero cuando eran pequeños, yo siempre me metía un quinto antes de bañar a mis hijos. Y era un momento de júbilo.
Cuando te pedí esta entrevista, en la sección gastronómica del diario, me dijiste que te sorprendía, porque en tus novelas nadie come.
No es ninguna cosa premeditada, pero sí que tiene mucho que ver con cómo crecí. En mis libros, o nadie come, o se come mierda. En Antes del huracán, la madre del protagonista le cocinaba cosas incomibles. También encuentras a menudo el menú Baix Llobregat: pipas, kikos, cortezas... No te lo digo con soberbia, pero la cultura gastronómica es una rareza absoluta para mí. No pienso en ello. Me gusta comer, pero puedo comer cualquier mierda. La excelencia la sé distinguir, pero la gastronomía está muy al final de mi lista de prioridades. Muy, muy al final. Mi adolescencia se desarrolló en un mundo no gastronómico, donde la gente no comía. Nosotros no comíamos nunca. Salíamos de fiesta sin comer. En parte, porque cuando tienes poca guita, y la quieres invertir en estimulantes, no hay lugar para bocatas. De ninguna manera. Si te tenías que quedar sin alguna cosa, te quedabas sin comida.
¿Y ahora?
Pues si quedo con mis amigos santboianos, exactamente igual. Hay un par que están viviendo una historia un poco Ken Loach, muy romántica: la fábrica de rejas donde trabajaban, en el polígono entre Sant Boi y Viladecans, estaba a punto de cerrar, y decidieron quedársela y hacer una cooperativa. Y el negocio les va de puta madre. El caso es que el otro día quedé con ellos y unos cuantos más, una quedada en que hacemos anualmente, donde nos encontramos a las 9 de la mañana, desayunamos para adquirir una cierta base, pero después... Nadie comió durante las siguientes 14 horas. No estoy defendiendo esta práctica, pero estoy muy acostumbrado a ella. Cuando fui a vivir en Inglaterra, en este sentido me sentí muy en casa. Allí no come nadie. No pararían nada para ir a comer. Aquí hay una conexión superrara, entre Sant Boi y Londres. Cuando llegué, en el 95, me podía pasar siete horas en un pub y por mi gaznate solo habían pasado dos cacahuetes salados. Nadie decía nunca: "Vamos a comer".
Rompepistas, tu tercer libro, sí que tiene una imagen gastronómica que me gusta bastante: aquel momento donde los personajes están gestionando, al mismo tiempo, helados y litronas, en el tráfico de la infancia a la vida adulta.
Si descubres el alcohol mucho más tarde, es diferente, supongo —el caso de mis hijos, por ejemplo—; pero yo la primera taja la pillo con 14 años. Si vives en un mundo donde los ritos están mediados por el alcohol, esta imagen que dices llega muy pronto. Cuando yo hacía BUP no tomaba ni café: la dieta eran magdalenas, con Cacaolat, y Xibeca. Es un momento muy breve, muy puro, y muy raro. Eres realmente un niño haciendo cosas de mayor. Es una imagen muy guapa, pero también muy efímera. Quiero decir: mis padres se reían, la primera vez que me tuvieron que acompañar en casa porque me había pasado de frenada en el concierto de El Último de la Fila. A la segunda borrachera, ya no se reía nadie: directamente, me dieron una ducha fría. Un clásico.
Antes decías que no querías ser un fanzinero que juega a ser novelista, pero el otro día subrayé eso que publicaste en el fanzine La Escuela Moderna: "Los bebedores somos más guapos, más chulos, más divertidos, más rápidos. Molamos más".
La frase, formulada así y vista ahora, me parece una parida monumental y completamente bullshit de bocazas. También te diré que Benja Villegas, mi compañero al podcast Pop&Muerte, es el único abstemio genuinamente divertido que he conocido en la vida. La única cosa que creo que sí que se pierden, los abstemios, es la posibilidad del azar absoluto. Cuando llegas a los 50, y tienes el trabajo que tengo yo, que implica estar en pijama cerrado en una puta habitación, las posibilidades de romper con aquello previsto son muy reducidas. Beber puede romper esta tendencia. Beber hace que un día que tú pensabas que harías una cosa, acabes haciendo otra. "Me he liao" no lo puede decir, un abstemio. El "me he liao", la posibilidad de que aparezca algo que no te esperabas, es una cosa que vale mucho la pena. Esta vida regular necesita momentos breves de ruptura, que son excitantes y que a mí me funcionan. Pero me funcionan porque mi día a día no es así. Yo soy falubertiano: una vida burguesa es lo que yo quiero para mi trabajo. "Si quieres escribir como un anarquista, tienes que vivir como un burgués". Pues sí. Si quiero escribir 5 horas cada puto día, no puedo vivir como un punk rocker. Tengo que vivir como un tío que va en pijama y se hace infusiones.
Siempre me metía uno quinto antes de bañar a mis hijos, y era un momento de júbilo
Paradójicamente, la retórica paposa de bar tiene muy de peso en tu obra. Pienso en Antes del huracán, donde los separadores de los capítulos eran literalmente una perorata de bar.
El entorno del bar crea una desinhibición, una dialéctica, un tipo de humor y una manera de hablar de que tienen mucho que ver con lo que yo hago. El ingenio y la forma de expresarme quizás las llevaba de fábrica, pero el bar me entrenó. Hay una parte de la cita que me leías antes de la que sí estoy a favor todavía hoy: en el bar tienes que hablar mucho más rápido, tienes que ser mucho más gracioso que tus contertulios. Eso no se crea en un equipo de fútbol sala o en un colectivo de amantes del té. Se crea en un bar, donde la gente no tiene nada más que hacer al mundo, y en la puta vida, que charlar entre ellos. Mi cultura es de oralidad absoluta. La oralidad tiene mucha más influencia en mí que los libros que haya podido leer.