Las ostras han pasado de ser un alimento humilde a convertirse en un manjar exclusivo. En los primeros tiempos de Roma, eran el sustento de pescadores y gentes sin recursos, un simple quita hambres que formaba parte de la dieta de quienes dependían del mar para sobrevivir. Con el tiempo, su destino cambió por completo. Lo que antes era un alimento accesible se convirtió en un lujo reservado para los más privilegiados. Su popularidad creció tanto que llegaron a ser el centro de los banquetes más fastuosos, un símbolo de estatus y refinamiento. Plinio lo dejó claro: “El premio de las mesas hace ya tiempo que se ha asignado a las ostras”. Con ellas, los anfitriones demostraban su riqueza y su gusto exquisito. No eran solo comida, sino un espectáculo en la mesa. Se servían frescas sobre nieve o cocinadas con exóticas salsas. En cualquier presentación, su sola presencia elevaba la categoría de una cena.
De plato sencillo a manjar exclusivo
El negocio de las ostras fue un éxito. Desde el siglo I a.C. ya existían criaderos especializados en su producción, y el más famoso de todos fue el de Cayo Sergio Orata en el lago Lucrino. Este emprendedor supo ver el potencial de las ostras y perfeccionó su cultivo. El sabor de las ostras del Lucrino era tan especial que los más entendidos podían reconocerlas al instante. Pero no fueron las únicas en ganar fama. Desde las costas de Britania hasta el Médoc en la Galia, muchas otras regiones compitieron por el título de las mejores ostras del mundo antiguo.

Llevar ostras a las ciudades del interior era un desafío. El problema del transporte complicaba su acceso a los territorios alejados del mar. Sin embargo, los romanos encontraron soluciones ingeniosas. Se utilizaban cestos de mimbre, sistemas de amarre para evitar la pérdida de líquidos y envolturas de algas para conservar su frescura. Incluso Apicio ideó un método para transportarlas frescas hasta Trajano en plena campaña militar en Partia. La arqueología ha demostrado que podían mantenerse en buen estado hasta siete días, lo que permitía que las ostras llegaran a lugares tan remotos como la actual Alemania o Suiza.
Algunos moralistas las llegaron a considerar un lujo que incitaba a la gula y el desenfreno

A pesar de su éxito, no todos compartían la pasión por las ostras. Moralistas como Séneca las consideraban un capricho innecesario, un lujo que incitaba a la gula y al desenfreno. Juvenal las asoció incluso con la decadencia y la corrupción de Roma, asegurando que, después de una noche de ostras y vino de Falerno, los romanos perdían todo control. No faltaron intentos de frenar su consumo con leyes suntuarias, pero ninguna tuvo éxito. Roma se enriquecía y sus ciudadanos querían disfrutar de los placeres de la vida. Las ostras eran el símbolo perfecto de esa nueva era de lujo y sofisticación.