Remontémonos por un momento a la prehistoria, digamos en algún rincón del Creciente Fértil (alta y baja Mesopotamia) de hace diez mil años. En invierno hace un frío que pela. Los bosques hierven de depredadores y es casi inevitable no adorar el sol, cuya luz ahuyenta a las bestias salvajes y aporta el calor necesario para calentarse y hacer crecer los primeros cultivos. Por alguna razón que todavía desconocemos, en el cielo aparecen cada noche unos puntos que centellean. Si día sí día también les seguimos la trayectoria y apuntamos sus movimientos en el suelo con troncos, menhires o megalitos, con el tiempo comprendemos que prevén la llegada del frío y el calor y de algunos fenómenos como los eclipses o las lunas llenas. Al agrupar estos puntos titilantes en conjuntos más o menos definidos, se revelan las constelaciones. Nos damos cuenta de que hay doce principales que bautizamos con nombres de animales o personas, y que el sol pasa de una a otra a medida que los días avanzan. Nos decidimos por representarlas todas juntas en una sola imagen y topamos inevitablemente con la Cruz del Zodiaco. Los solsticios y equinoccios cortan vertical y horizontalmente la figura: son cuatro estaciones con tres meses cada una, doce en total.

Nos sorprende que este animal confíe tan ciegamente en nosotros, incluso cuando lo conducimos a una muerte segura

La Cruz del Zodíaco / Foto: Wikimedia

El dios solar

Por las noches, en torno a la hoguera, se inventan historias sobre el sol, considerado el dios supremo, la luz del mundo o el salvador de la humanidad, así como de las constelaciones. La de Acuario, por ejemplo, que aparece a medio camino de la primavera, se representa con una jarra o un aguadero y se asocia con la llegada de las lluvias que riegan las cosechas. Sin embargo, pronto nos damos cuenta de que el sol hace algo raro. En el momento más frío del año, allá por el 22 de diciembre, éste alcanza su mínimo eclíptico y se detiene tres días (hasta el 25 de diciembre) para reanudar a continuación su tendencia cenital. En ese momento el sol se alinea con una pequeña constelación de cuatro estrellas que llamamos La Cruz del Sur. Sin embargo, a pesar de la tendencia al alza que anticipa la llegada del buen tiempo, no celebramos que el sol ha recuperado su energía hasta que el día es más largo que la noche. Por todo ello, adoptamos la cruz como símbolo espiritual e inventamos mitos sobre un dios con doce acompañantes que nació un 25 de diciembre, murió en una cruz y resucitó tres días más tarde coincidiendo con la primera luna llena después del equinoccio primaveral -la Pascua-. A este dios podéis llamarlo como deseéis. Con los años, sin embargo, acabará adoptando nombres como Horus (Egipto, 3000 aC), Attis (Frigia, 1200 aC), Mithra (Persia, 1200 aC), Krishna (India, 900 aC) o Jesucristo; el hecho es que todos ellos y muchos más comparten la susodicha estructura mitológica.

En Catalunya tenemos hoy tres razas de ovejas autóctonas: la Ripollesa, la Xisqueta o Pallaresa, y la Aranesa

 


Ejemplares de oveja Ripollesa del Mas Marcè / Foto: Agricultura.Gencat

El origen de la oveja doméstica

Pero volvamos a la hoguera y a la necesidad de cocer un trozo de carne. En las montañas que rodean nuestra aldea hay un animal que destaca sobre el resto: el muflón asiático (Ovis orientalis orientalis), cuya carne, especialmente de los animales más jóvenes, representa un deleite incomparable (no es casualidad, pues, que diez mil años después de que se extinguieran en nuestra región, éstos se hayan reintroducido en lugares como los Ports de Beseit, el Vall de Núria o el Principado de Andorra). De entrada, la caza del muflón se presenta como una hazaña alcanzable. Se trata de un animal social, que forma grandes rebaños y cuenta con un comportamiento básicamente diurno. Sin embargo, una vez abatidas las presas más grandes, a alguien se le ha ocurrido atrapar a los animales más jóvenes para intentar domesticarlos. Y esto, algunos milenios más tarde, conllevará grandes progresos a la humanidad en forma de carne saludable, nutritiva y asequible, lana de excelentes propiedades térmicas y leche para la elaboración de yogures y quesos.



Un rebaño de muflones / Foto: behance

Una ofrenda por Pascua

Finalmente, el invierno abre paso a la primavera. Esto de plantar trigo se nos da -aún- francamente mal, así que decidimos sacrificar un animal y ofrecerlo al dios sol para que nos recompense con una cosecha benevolente. La víctima es la más preciada que tenemos; uno de los pequeños muflones en proceso de domesticación. Nos sorprende que este animal confíe tan ciegamente en nosotros, incluso cuando lo conducimos a una muerte segura. La pureza e inocencia de su comportamiento nos recuerda al modo en que nosotros confiamos también en nuestros dioses, y esto estimula nuestra imaginación y nos sentimos identificados con el sufrimiento de este animal mientras lo degollamos, desangramos y, por supuesto, nos lo zampamos. Diez mil años después del primer sacrificio de un muflón doméstico -una oveja-, la técnica de cocer el cordero seguirá siendo básicamente la misma: a la brasa. De hecho, sólo cambiará la manera de referirnos al animal en cuestión: llamaremos lechal al cordero de menos cuarenta y cinco días de vida y 8 kilos de peso que sólo ha mamado leche materna; llamaremos recental al cordero de menos de cuatro meses y 12 kilos que ha combinado la leche con un poco de hierba; y llamaremos pascual a aquél de menos de un año de vida y 16 kilos de peso ideal para asar en comidas multitudinarias como las de Semana Santa. Y, por norma general, preferiremos el primero al segundo, y el segundo al tercero, y cualquiera de los tres a la carne de las ovejas o carneros; las primeras hembras y los segundos machos, cuya carne sabe ligeramente a lana y sólo sirve para los kebabs.


Un hombre griego cocina corderos en la playa con la técnica del antikristo / foto: Candidsbyjo

El ritual pagano

Pero volvamos al presente ahora. El muflón asiático ha evolucionado, se ha cruzado con otros muflones como el europeo, lo que ha comportado que en Catalunya tengamos hoy tres razas de ovejas autóctonas: la Ripollesa, la Xisqueta o Pallaresa, y la Aranesa, que equivalen a tres sabores genuinos de lechales, recentales y pascuales. Los rebaños de estos individuos son escasos, casi inexistentes. Sin embargo, gracias a iniciativas como la Escuela de Pastores de Catalunya, a cambios en las políticas públicas a favor de una visión menos industrializada del paisaje, y a una sensibilización generalizada hacia la cultura autóctona, éstas todavía resisten. Para los interesados ​​e interesadas, encontréis su carne principalmente en el comercio digital -algo bueno nos tenía que llevar la covid, que ha integrado al universo ecommerce buena parte de la artesanía alimentaria catalana-. Ahora bien, si por el motivo que sea os decantáis por otra raza, priorizar aquellos animales con certificación ecológica o producidos mediante la ganadería extensiva, sin olvidar que más allá de Catalunya, en la Meseta Central y en buena parte del territorio español hay una larga y reputada tradición ovina. Dicho esto, si las chuletas os enamoran, pero buscáis una experiencia más profunda y conectada con las susodichas prácticas atávicas, os animo a encargar una canal entera -un cordero entero- y a cocinarla a las brasas o bien crucificada o bien al ast. Si hacéis el paso, por internet encontraréis una procesión de recetas (con o sin salmuera, untado con grasa, aliñado con anís y hierbas, flambeado con ron o cognac, adobado con especias y cítricos...), y decenas de tutoriales sobre cómo apuntalar el cordero a los palos de cocción o mantener la brasa a la distancia y temperatura oportuna. Un servidor ya hace diez años que asa corderos los Lunes de Pascua y creedme, desde entonces ya no sabemos a quién adoramos más: si al Cordero de Dios, al Buen Pastor, o al individuo que llueva, nieve o caiga un sol de justicia seguirá pastoreando su rebaño.

Cordero al ast / Foto: thespruceeats