Una vez, en una taberna de aquellas de toda la vida, me topé con una carta de vinos escrita en la pizarra que todavía hoy me parece un enigma. "Vinos en copas", decía con letras en mayúscula, y abajo estaba el repertorio de los vinos que se ofrecían con el precio correspondiente de cada copa: "Penedès", "Priorat", "Rioja", "Albariño", "Moscatel", "Verdejo", "Garnacha", "Crianza", "Joven", "Cava" y "Ecológico", este último no hace falta decir que fue el que más en fuera de juego me dejó. Absolutamente desconcertado por esta oferta casi indescifrable, estuve más rato preguntando al camarero de qué tipo de vino se trataba cada referencia de la carta que disfrutando de una copa que finalmente fue de Priorat. Era un Garnacha Oscura de Proyecto Garnachas, por lo tanto era un Priorat, pero también era uno Garnacha, un Joven y un Ecológico. Alarmado, temí que cuando pidiera la cuenta me acabaran cobrando cuatro copas, ya que técnicamente me había bebido un vino que en la carta aparecía de cuatro formas diferentes, pero gracias a Baco en el tique solo constaba un "Priorat".

Una chica de Olot leyendo la carta de vinos en la pizarra para averiguar si el vino 'eco' que ha pedido es o no es 'garnacha'.

Evidentemente, no todos los restaurantes catalanes tienen cartas de vinos tan crípticas como la de aquella cantina vilafranquina en la cual procuro no volver nunca, pero también es cierto que no todos los catalanes somos Robert Parker, por eso tener una buena carta de vino no solo se basa en tener una carta detallada, con buena información, sin errores, con posibilidades diversas —botella entera, vino en copas, magnums con vacuvin, etc.— y, evidentemente, un diseño cuidado. No nos engañemos, tener botellas fabulosas de larga crianza en la bodega del restaurante y editar la carta de vinos con Comic Sans es más incoherente que hacer un calimocho con uno La Ermita 2008 de Alvaro Palacios, pero todavía tiene más delito mezclar denominaciones, variedades, tipología de vinos o concepto de agricultura en una misma carta, ya que una buena carta de vinos no es la que detalla una sola información del vino, sino la suma de todas sus características. Eso sí, ni poco ni mucho: tampoco nos hace falta saber qué día de luna llena se vendimió un moscatel biodinámico del 2019, por muy romántico que sea incluirlo en la carta.

Catalunya es un país desgraciadamente de contrastes y pasamos, a menudo, de las cartas de vinos densísimas de 18 páginas en las pizarras de vinos a copas, donde a duras penas hay referencias de vinos de aquí. Es como si no pudiera existir un término medio, seguramente porque los distribuidores con cartera nacional tienen más poder y presencia que los de las pequeñas bodegas catalanas que nunca encuentras en el bar de la esquina, por eso en Vic es más fácil pedir una copa de un Viña Pomal Reserva negro que no de uno, que sé yo, Finca Olivardots rojo. ¿Alguien, sin embargo, se imagina una carta de vinos de algún restaurante de Burdeos repleta de pinot noirs de la Borgoña o riesling de Alsacia y sin casi ningún buen merlot que exprese la magia de Pomerol? Eso, por desgracia, pasa todavía a menudo en algunos restaurantes de Catalunya, donde los vinos de la Rioja, la Ribera del Duero o las Rías Baixas tienen más protagonismo que los vinos hechos en Costers del Segre o la Terra Alta, para poner dos ejemplos al vuelo.

¿La mesa|tabla de un restaurante moderno de Girona donde pronto alguien dirá "este blanco es seco o afrutado?"

Dice la leyenda que en nuestro país hay más riojitas que vinos catalanes en las cartas, y también que hay sumillers con afonía crónica y que casi han perdido la ve de tantas veces como han tenido que responder "es seco" o "es afrutado" ante la típica pregunta de "qué tal es este blanco"? Eso pasa porque la mayoría de cartas de vinos parecen la alineación de un equipo checo que se enfrenta al Barça en la primera ronda de la Champions League: hay nombres, muchos nombres, pero es difícil saber algo si no viene un Ricard Torquemada de turno a decirnos que hay que tener el ojo puesto en el extremo zurdo. Lógicamente no todos los camareros de Catalunya son sumillers y no todo el mundo tiene todo el día para comentar que aquel Pla de Bages de la carta, monovarietal de albillo, tiene una acidez marcada un pelín potente. Por eso es bueno que en la carta lo diga, ni que sea con iconos o dibujitos, a poder ser hecho por algún profesional del diseño y no por el sobrino de 3.º de ESO que sabe incrustar emojis del WhatsApp en una carta hecha con Word.

Un chico de Besalú llorando porque quería vino blanco catalán, le han dicho que solo tenían Verdejo y ha tenido que pedirse una Cap d'Ona.

Sin duda, todo eso que acabo de explicar, con más ironía que seriedad, tiene un objetivo claro: hacer que en este país de vino la gente no tenga que dar el partido por perdido y beber cerveza por incomparecencia del rival. Es decir, por ausencia de una buena carta de vinos en el bar o restaurante. No se trata de una reivindicación hedonista, sino sobre todo social y económica, ya que de eso dependen muchos de nuestros campesinos y muchas de nuestras pequeñas empresas que no se pueden permitir anuncios con la Bad Gyal para promocionarse. Por mejores vinos que tengamos en casa, será difícil que la gente los beba si en las cartas de vinos no están. Pero sobre todo, todavía será más difícil si están, pero los encontramos anunciados de una manera tan técnica que hay que tener un máster en enología para entenderlo. O bien, en caso contrario, de una manera tan caótica que aquella carta, más bien, parece escrita por un chimpancé ebrio después de una ingesta masiva de cava Jaume Serra de 2 €. Al fin y al cabo, se trata de entender que una carta de vinos es en parte como un poema de los que no cuesta leer y permiten elevar el alma, ya que disfrutar en un bar o restaurante es una experiencia armónica en dos voces: la de la comida, parte material de la alimentación, y la del vino, parte espiritual de nuestro alimento.